sábado, 12 de marzo de 2011

EN ESTE PAÍS: SELECCIÓN DE CAPÍTULOS


CAPÍTULO I

INVOCACIÓN

¡Oh! Rústica doncella de mis amores, tiéndeme tu mano de capullos, para alcanzar la espiga de oro, símbolo de la abundancia en el granero aborigen y de ensueño, gloria entre las gentes de nuestra raza. Tu nombre es apenas conocido y apenas si cuenta amadores entre los liróforos de la nación. Mas llegará un día en que el mármol te glorifique, la prosa te vista y cubra como una enredadera con su manto florido y el verso, con sus lenguas de oro, tu fama dilate del uno al otro extremo de la tierra nueva. Acógeme y guíame, que contar deseo a mis hermanos, en humilde prosa, una simple historia, trasunto de nuestra vida y de nuestros sueños. Préstame aliento para llevar tu nombre adelante, adelante, más allá, más allá de las castas cumbres que sorprenden en su cuna al sol.


LOS MACAPOS

--¿Dónde se habrá metido el animal?

Y en la semi-obscuridad que precede al día, en bulto se alejaba en una u otra dirección. De la montaña comenzaba a desgajarse la neblina. El día anterior cayó una larga invernada, un lloviznar lento, monótono, desesperante y el valle despertaba entumecido. Denso velo ocultaba los hombres y las cosas. La voz tornó a decir más enconada:

--¿Dónde se habrá metido el animal? ¡Caray!

Abajo se apretujaban las nieblas y en la calva del Ávila jugueteaba la luz tenue de un sol cautivo.

--Barroso, Barroso; ¡oooh! ¡Barroso! ¡Si ha reventao la soga! ¿Quién coge a ese animal?.

El buey huía retozón con el cabo de soga a rastras. Siempre que se soltaba era lo mismo: corría, saltaba, hacía grandes estragos en la sementera y daba más guerra para cogerlo que a un toro, a pesar de ser el buey más viejo y manso de Guarimba.

Un mocetón alto y fornido daba tales voces, en aquel amanecer húmedo y friolento. Se llamaba Paulo Guarimba. La faz era ovalada y tristona, con una tristeza displicente, que arecía arrancar de las entrañas hacia fuera y eso siempre que los párpados caían sobre los ojos y la vista vagaba errabunda, pues cuando miraba de frente, los ojos de un verde y amarillo indefinidos tenían una expresión ruda y fiera bajo las cejas gruesas y castañas. En la nuca, asomaban por entre el pañuelo con que protegía la cabeza, mechones de pelo amarillento, de un color de oro muerto, tostado, melcochudo y áspero como la greña de un africano… Gritó de nuevo al buey:

--¡Sooo! Barroso. ¡Ja, caray! En este país hasta el Barroso jeringa.

El buey, con la penca encaramada, escapó hacia unas sementeras que rasgaban la tierra con los dedos verdes de sus reventones. El mozo exclamó colérico:

--¡Jaa, Barroso! Me la vas a pagáa

Se quitó las alpargatas. Arremangó con furia los calzones hasta los gruesos muslos. Echó a correr por entre los matojos del barbecho, húmedos y crecidos. Saltaba los mogotes como zorro en huída y perdió el sombrero. El buey entro con la cabeza en alto y venteando por las tierras negras que los reventones agujereaban. Paulo, en el claro, distinguió el cabo de soga que resbalaba lento, y sin tiempo para agacharse a cogerle, saltó a sujetarle con el talón grueso y chato. El buey partió violento, y el mozo vino a tierra. La soga pasaba por encima de su brazo, quemándole; en el aire le echó una manotada y le clavó los dientes blancos, cerrados y fuertes, y así, sobre la tierra blanda y humedecida, lo arrastró el buey hasta que, apoyándose en los codos, lo mantuvo. Se enderezó sobre la tierra. El día era en el valle: nubecillas ligeras corrían deshaciéndose en las colinas del Sur. Paulo, braceando la soga, atrajo hacia él el Barroso. Era un buey ya hecho, habituado al yugo y al arado, a la garrapata y a la mosca en la esterilidad de los sequeros. Salientes los músculos, redondas las ancas y el cerviguillo como el de un cebú, macizo. Los cachos gruesos, los candiles apuntando al cielo, en los que llevaba dos nudos de soga. En el testuz, un mechón dorado, rojizo, le venía a los ojos y le daba un aspecto fiero en el englobamiento de su mole pesada y majestuosa.

--Barroso, bien jarto estás.—Y agarrándole por el cacho le largó una cachetada. El buey retrocedió. Afincando el cuerpo con todas sus fuerzas, sobre el cacho, el mozo gritó, apretando los dientes:

--¿No me conoces? –y le soltó una patada en las narices. Al buey le faltó el aire; alzó angustioso la cabeza y estuvo quieto como un corderito.

--Ahora, el Melao, ¿dónde estará el Melao? –Y tirando del buey, le sacó fuera y lo ató al tronco de un sauce demirriado, cabeceante y cuajado de rocío.

En un barbecho distante, el Melao al sol humeaba. En su lomo, un tostado garrapatero esponjado, se espulgaba. En el barbecho, las arañas extendían en telares y a la luz suave era un extenso campo trémulo de aljófar.

Paulo marchó directo hacia el buey. A su paso, los matojos se movían, las arañas huían rápidas y el rocío rodaba por sus carnes duras.

El Melao era para el Barroso. Alto y mazudo, pero de índole blanda y reposada, sin rebeldías ni entusiasmos que le llevaran a reventar la soga para correr, bravucón en un alarde de libertad pueril.

Bajo el sauce les unió los cachos. Dóciles y calmudos, a sus voces le seguían

--¡Anda Melao! ¡Ven Barroso!

Junto a un puentecillo de troncos de sauce, retoñados con la humedad de la acequia, hizo alto Paulo. Por él se adelantó presuroso. Tras unas malvas y saucos retorcidos, un rancho se acurrucaba, descuajaringándose con los años. Una rosalera trepadora se extendía en un enrejado de caña y sus mil guías locas se echaban sobre el tejado, en donde en corona de verdes hojas, lucía su perenne florescencia, manto níveo. Se llegó el mozo al rancho y empujó la carcomida puerta en busca del yugo y la garrocha. Era aquél el nidal de los Guarimba, oscuro y húmedo. Ellos levantaron la horconadura, clavaron la cumbrera, amasaron el barro con la paja brava de las sabanas y rellenaron el cañizo del bajareque. Y todo esto antes, mucho antes de que la acequia corriera farfallando a su puerta. Los Guarimba y su rancho se perdían en el origen de la estancia.

¿Qué amo les señaló aquel sitio? ¿Qué amo los cristianó? Porque los Guarimba no lo negaban; los abuelos fueron esclavos, y su vida y suerte siempre estuvo pegada a aquella tierra de la que formaban parte como los árboles que habían visto crecer y los peñascos que rodaron de la montaña. Allí se encontraron con la azada en la mano, el yugo, el arado y la muerte. Guarimba era ellos, y ellos, Guarimba. Los amos, vendíanles junto con la tierra y los animales. Ellos pasaban indiferentes de unas manos a otras, convencidos de que, mientras existiesen, permanecerían unidos a aquella tierra como el alma al cuerpo. Sólo un orgullo les cegaba: ser las mejores azadas, los más listos gañanes, los más entendidos conocedores de las mudanzas del tiempo. Ellos, antes que nadie, oían el trueno anunciador del lejano invierno y el saludo del renacuajo; conocían el rumbo de las nubadas de verano; pronosticaban el pausado acomodarse del nubarrón cargado, deseoso por desahogar los hinchados senos; el alba participábales la humedad o sequedad del día y vaticinaban el resultado de las cosechas, sin que jamás fueran desmentidos. No tenían historia que contar, amaban y morían así como el rosal echa rosas y se seca y florece el yerbazgo de olor. Comenzaron a blanquear con Juan, el arpista, un abuelo de Paulo, que apareció entre ellos, como en el nidal de muchas aves acaece emplumar un extraño pichón. El arpa le hizo famoso, sin dejar de ser un buen Guarimba. Él plantó la blanca rosalera y el rancho tuvo nuevas y desconocidas alegrías. Paulo era el último vástago de aquella cepa humilde. Su padre, antiguo mayordomo de Guarimba, al morir, lo encomendó a sus amos de entonces, los Macapos. Apenas si cabía en un canasto cuando los Macapos lo ampararon. Creció a su lado. Pasó por la escuela, pero ante todo, fue un Guarimba, un cogedor de cabañuelas, que presentía en el silencio de la noche estrellada el trueno anunciador del lejano invierno y el saludo del renacuajo.

Con el yugo sobre el hombro y empuñando la garrocha, atravesó de nuevo Paulo el puente. Los bueyes, sin moverse, dejábanse enyugar. La coyunda, como una cinta, pasaba de una cornamenta a otra, asegurando el yugo sobre la nuca y los frontines rojos. Los bueyes, sumisos, dejaban hacer, rumiando, rumiando. Ni asomos de rebeldía mostraba el Barroso. A la voz de Paulo que ya los llamaba con la garrocha, marcharon en busca del arado sabino, que el día anterior, a causa del lloviznar constante, quedó en el barbecho.

El barbecho era un pan, aquel barbecho de entrada dura, sellado de rabo de zorro. El agua le había calado y las espesas cepas caían desmayadas sobre la reja.

Los bueyes marchaban lentos, afincando los remos, sin bajar ni subir en demasía la cabeza y el puyón se entraba en la tierra, hondo. Paulo llevaba el arado sin lidiar, sin moverse, firme y recto y la tierra se esponjaba y abríasuavemente como un pan en el horno.

En el copo de un tiamo, una bandada de conotos ponía gran algarabía; eran aves de paso a las tierras cálidas, hurentes donde cuaja tempranera su almendra el cacao, y la vainilla embalsama el bosque.

El sol ardía y el cielo estaba limpio de nubadas, brillantes.

Por el callejón de la estancia asomó una calesa. A la entrada se había formado un hoyacón con el desbordamiento de la acequia. Los peones paleaban el desagüe y apilaban material para el relleno. Los caballos metían el pecho y se encabritaban a los latigazos del cochero, sin sacar la calesa, atascadas las ruedas. A los irritados denuestos del auriga y al mordiscante chasquido del látigo sobre los lomos tensos. Paulo detuvo la yunta y clavó en tierra la garrocha, que se agitó trémula, como una llama. Se acercó pronto a la calesa. Los del interior clamaban, desconcertados: ¡Paulo! ¡Paulo!. El mozo se arrimó sorprendido, sonrió plácido y los ojos, en un fugaz arrobamiento, se dulcificaron, como si una niebla de amor los velara. El coche se tumbó sobre un lado; acudió a levantar la rueda, y en un esfuerzo vigoroso, lo enderezó en el aire. Arrancaron los caballos jadeantes al restallar del látigo. Se dejaron ver fuera del vehículo unas manos que saludaban, dando gracias y los griticos locos de unos chiquillos sonaban allá dentro, como bandejeo de aleluya.

Paulo buscó el sol en el cielo. Sus ojos, dorados, no cegaban al pupilar del fuego. Las once son ya, dadas, --se dijo interiormente--. Los peones del desagüe se echaban al hombro las blusas y las herramientas y marchaban riendo a la pulpería nueva, donde el amargo tenía demonio. Bajo el cedro reverdecido, Paulo dejó los bueyes a la sombra. Y fue hacia la calesa, detenida en espera de que desfugasen los caballos, para ganar el repecho pedregoso del callejón.

Venía lento, cavilando. No se explicaba aquella vuelta repentina de la familia. Ni un aviso, ni nada; de sopetón se le presentaba. ¡Si hacía quince días estuvo en Caracas y en la casa todos estaban buenos! Josefina pasaba su catarrón, que pescó a la salida del teatro, según dijo misia Carmen, por no cubrirse la cabeza con el chal. Tan metido estaba en sus pensamientos, que no reparó en el coche, que venía tras él, sino cuando el jadeo de los caballos resopló a sus espaldas. Se apartó a una orilla; eran las gentes de servicio. Con los bamboleos del carruaje reían con gran aspaviento. Dolores, la barrigona, con ojos dormidos, le miró dengosa, en un mirar pedante de mulata descontenta.

--¡Aparte!—le gritó

Él se volvió a un lado indiferente.

Ella sacó la lengua roja e intranquila, como una culebrilla coral, en la oquedad sonrosada de la boca, y torció los ojos.

En la subida alcanzó Paulo a los de la calesa. Ahora iba poco apoco, lentamente, como si evitara las sacudidas al caer en las rodadas que en aquellas tierras reblandecidas dejó el carruaje. Se detuvo el vehículo en el soportal. Un hombre alto, de gesto imperioso y espeso, mostacho retorcido, como el de un señorejo en abriles, puso el pi en el estribo y la calesa osciló sobre sus goznes. Era don Modesto Macapo.

Saludó a Paulo.

--Aquí otra vez, Josefina, mal.

Abrió grandemente los ojos brillantes en un mirar inquisidor.

--¿Y qué tiene?

--¡Locuras!, ¡locuras!

Desde el coche dos chiquillas gemelas se lanzaron a sus brazos.

--¡Paulo!, ¡Paulo!—Gozosos le besaban las mejillas y acariñaban el rostro con sus manitas de marcados hoyines sonrosados. María de las Nieves y Dulce Amor.

Devolvía el las caricias. Eran buenos amigos. Dábales el gusto y perseguíanle ellas como dos mariposas en las largas estadas de la familia en la estancia.

Una voz seca y disgustosa reprendió severa:

--¡Morochas! ¡Morochas! ¡dejen a Paulo! ¡No le fastidien ya!

Y doña Carmen Pureles de Macapo sacó fuera del carruaje su hermoso busto.

Era pequeña, muy apretada de carnes, con hoyuelos en los codos y el pie precioso, pequeñico, asomando bajo el ruedo violáceo de las enaguas de seda. Sus carnes eran almendras amasadas con rosas. Los ojos negros, grandes y aterciopelados. La frente estrecha y las cejas ligeramente arqueadas y suaves. La boca diminuta y la barba redonda con una ligera hendidura. El cuello corto, algo papujado, ceñido por una gargantilla de corales. Desdeñosa y hostil en el gesto y las maneras, y el timbre de la voz ingrato.

Al ganar tierra, se llevó a los ojos el impertinente y vuelta a Paulo, le señaló la calesa.

--Ahí está Josefina. No se puede valer. Sácala. Álzala por debajo de las almohadas.

Tomó en sus brazos el mozo a la niña con gran cuidado, como si temiese se fuera a deshacer en sus manazas rudas. Ella nada decía, pero en su semblante consunto, las dos llamitas de los ojos, le miraban lánguidamente con una dulzura profunda e infinita. Él creía caminar entre nubes, tembloroso, como si se le fuese a escapar de entre los brazos, y en un desfallecimiento morboso, la colocó en la silla de extensión, que Dolores, la barrigona, arrastraba, saliéndole al encuentro.

--¡Hombre! Con ese cuerpote y no tiene fuerza…

Y él trémulo, como si hubiese cargado con el Ávila a cuestas, se enjugó la frente sudorosa.

Misia Carmen Pureles de Macapo era de la vieja y conocida familia Pureles, gente de rancia oligarquía con el grillo constante de la nobleza de origen y abolengo. Aunque el abuelo de la casta fue cierto andaluz albéitar, de morenas facciones y cerradas barbas tapizándole la cara, jaranero, con las castañuelas y la guitarra, dispuesto, hasta en la misma hora de la muerte, a poner a bailar la alegría en el alma de las mozas. El tal se tropezó con una india vallera, vendedora de cachapas, famosa por el garbo y las redondeces de las carnes canelas. Cuando ésta, con el cesto en la cabeza y el blanco paño en hombros, arrollado al cuello, atravesaba la plaza, el bestiaje humano se recogía sobre el mismo y la dejaba pasar, cerrando tras ella en un susurro lujuriante, como oleada que se retira en arenosa costa sonajando los pedruscos. (De la abuela tenía misia Carmen, los hoyuelos de los codos y los andares remilgados).Se fue el andaluz tras la golosina y la moza lista le llevó a la aldea por la vereda del altar, que no era plaza que rendían meras castañuelas y guitarrillas…

(…)

En una bajada de Reyes, el año de … un domingo muy claro y dorado, le abrasó el alma al Macapo la nieta del andaluz. Entonces misia Carmen derretía y sembraba desasosiegos hondos e incurables.

El Macapo fue aceptado con agrado entre los Perules. Traía todo cuanto podían desear: dineros y abolengo…

Así se juntaron aquellas dos almas, espigadas casi en las mismas condiciones y todas aquellas quimeras se consolidaron y fueron parte integral de sus mismas naturalezas. Tales eran los dueños de Guarimba, en el lindo valle del Ávila.

CAPÍTULO V

ALLÁ ARRIBA EN EL TOPE

Los de la caravana, ya lejos de don Gonzalo Ruiseñol, tomaron camino del cerro, herbazales arriba, hacia el tope de Cachimbo. La trasparencia del aire, lo despejado del cielo, prestaban más elevación ala montaña, destacándose las dos redondas cimas de la Silla, como cúpulas de un templo gigantesco, hasta perderse en las nubes. El ambiente, refrescado por las rumorosas quebradas, impregnado de oxígeno, oliente a pesgua y parásitas, acariciaba la negra cabellera de Josefina, besuqueaba las mejillas de las morochas, se entraba en los pulmones de Paulo, ensanchándolos como un fuelle; descendiendo luego al valle, azotaba las frondas, maullaba como un zorro rabioso en los ahumados torreones de los trapiches; dando resoplido aventaba la hojarasca a diestro y siniestro; precipitándose en los poblados rezongaba en todos los rincones, charloteaba en los empinados campanarios, rompíase en los ángulos de las elevadas fachadas; engolfándose en estrechas callejuelas, ahogaba sollozos, recogía suspiros, vítores e himnos, y repleto de miasmas, miserias, alegrías, se abalanzaba sobre cerros calvos y lomas áridas, donde sólo fructifican los cardones y modulan los guati-guati su canto triste.

Escabroso era el sendero, resbaladizo el luciente herbazal, pero los de la caravana cayendo aquí, resbalando allá, alcanzaron la cima de una colina. Jadeante, asomándose a sus mejillas la poca rosa de su sangre, Josefina se dejó caer en el suelo; las morochas buscaron un mullido sitio en las yerbas donde tenderse a su gusto.; Paulo, dejando en libertad al burriquillo, fue por agua al torrente cercano, trayendo en tiernas hojas de conopio recogidas a modo de embudo, el líquido apetecido, tan frío, que los venados no le beben sino con el sol de los araguatos.

De espléndido panorama gozaban los de la caravana, risueño como el semblante de una novia en la alborada de sus nupcias. Ante aquel lienzo de matices diversos, Josefina paseaba sus ojos, deslumbrados por los fulgores del sol, de las vegas a las lomas y de allí a las sierras azulosas. Vese surgir allá en una rinconada, en la estribazón de los cerros, la población de Macarao , donde crece salvaje el membrillo, prospera la verde manzana y los duraznales todo el año ostentan su fruto parcho y el moreno. Hacia ese lado, aun en lo angosto y tortuoso del valle, el de Antímano, a la falda del cerro, agazapadito en torno a la blanca torrecilla de su iglesia. Más acá encaramado en su colina, cubiertas las laderas de frondosas rosadas trinitarias, el de La Vega, tierra clásica de los rojos budares y de las porosas múcuras. Y serpenteando, terso, cristalino, bajo frondas de jabillos, bucares e higuerotes, entre cañaverales, que sacuden sus grises penachos como indios guerreros pensativos, ondula el Guaire, el hijo de dos impetuosos torrentes, el espejo de la comarca;(...)Y casi equidistante de los extremos, como blanca garza en su nidal de juncos, sobre las suaves pendientes de las altas cuestas del empinado Ávila, con sus altos y sus bajos, surcado por profundísimas quebradas, Caracas, bajo la inmensa comba azul, ligeramente gris, en contraste con toda la escala de los verdes, desde el verdín de los primeros brotes al verdinegro sombrío de la montaña, que se enrojece cuando comienza a florecer el rosal salvaje, la rosa montañera. Caracas, la amada de los poetas, la deseada de los guerreros, con sus erguidas torres, sus techumbres rojas, sus esbeltos chaguaramos, sus saucedales melancólicos; ciudad de trasparencia y neblinas, que triste sonríe al sol en la algazara de la fiesta: sus mañanas son vaporosas, risueñas, cual la primavera de la vid; sus tardes, tristes cual largo invierno de los años.

(…)

Paulo, que se había echado en el suelo a pocos pasos de Josefina, casi acostado sobre el declive, con los codos apoyados en la tierra y la cara en la palma de las manos, seguía el mirar de sus ojos, las contracciones de sus labios pálidos, las complacencias y tristezas en que se bañaba su semblante como si fuese una luz.

Reinaba el más profundo silencio, el augusto silencio de las cimas; las morochas arrancaban a puchados el aromático poleo y otras yerbas frescas y olientes con que se aromatiza la montaña; Josefina continuaba como abismada en sus recuerdos, y en los ojos de Paulo se trasparentaban las hondas intranquilidades de su ánimo.

Cansados los ojos de Josefina de vagar de loma en loma, de pueblo en pueblo, de querer ver más de lo que distinguía de la ciudad y sus contornos, se encontraron con los de Paulo, que la acechaban en el momento en que aquella alma sentía profundamente lo que jamás se había atrevido a expresar de palabra.

Cuando sus ojos se encontraron, se confesaron el secreto de su amor. Repentina angustia obligó a Josefina a esquivar las miradas de Paulo; quiso decir alguna cosa, pero enmudeció al miedo de aquellos ojos, que la atraían como atraen los abismos.

¡Qué ojos los de Paulo Guarimba! ¡Brillantes, luminosos como los de fiera a la hora nocturna! Ojos que, coléricos, llenos de sangre, debían de anonadar; rencorosos, debían de caer como puñales candentes; rebosando amor, eran deslumbradores como el cabrilleo solar en la superficie de las aguas en reposo. Ojos estos, que han determinado un momento en la evolución de la razada hispanoamericana, que han llegado a crear una palabra, catire un derivado de cat francés, hoy chat, gato. Quien posee esos ojos, tiene algo de jaguar, el gran gato montés de la selva americana, y como él es felino, fiero, rencoroso, huraño, voluptuoso en el crimen y en el amor. En el alma que animan esos ojos, como en un crisol inmenso, se han fundido tres ramas de la especie humana: la de los hombres de ébano, la de los de mármol y la de los de bronce. ¡Oh! alma, multiforme y anárquica, eres una vasija repleta de perfumes y de venenos.

Al relampaguear de aquellos ojos, Josefina se había cerciorado de lo que ya había presentido alguna vez; algo de lo que ella habría llamado cariño, amor de hermano por aquel muchacho, con el cual había corrido a través de los campos, con el cual había pasado días enteros en el cafetal en busca de pichones de arrendajo y azulejos; algo de lo que había experimentado, cuando le llevaba a su casa de Caracas nidos de palomas turcas, con todos sus huevecitos, o con pichones emplumados sorprendidos en los surcos, emparamados, con el copioso rocío de la noche.

--¿Por qué me miras así, Paulo? – fue la primera palabra de su boca, después de evitar largo tiempo sus miradas.

--¿Cómo te miro, Josefina? – inquirió Paulo conteniendo el aliento.

-- ¡Cómo nunca me has mirado!

Y los ojos de Paulo se nublaron, bajo la selva de sus cejas castañas y gruesas; un inmenso sacudimiento movió todo su ser, como los que deben de conmover en sus profundos, endurecidos senos, a las canteras graníticas, cuando revienta en su superficie la mina.

--¡Tú debes de tener algo, Paulo! – observó Josefina, con voz trémula.

--Sí, siento aquí adentro un bachaquero, una quemazón; -- y cuando así decía, se golpeaba con los puños apretados el ancho pecho.

--¿Y de cuándo acá sientes eso? – le preguntó Josefina bajando los ojos.

--Siempre lo he sentido, pero hoy como nunquita.

Declaración con la cual Josefina se llenó del más vivo regocijo. La maligna caraqueña se revelaba en la alegría resplandeciente de sus ojos, en aquellas dos llamitas muertas que se incendian como dos cocuyos con las sombras de la noche; en aquel aire coquetuelo e indiferente con que se revistió al ver a aquel muchacho rendido, echado a sus pies cual manso cachorro. Y con aquel don del sexo, que obliga a la hembra, para luego felinamente imponerse, llevó una de sus manos a los hombros de Paulo, quien se había ido arrimandito a ella, como bebiéndola los alientos, y dójole:

--¡No me mires así sabes! ¡No, que no quiero que me mires…!

Al contacto de aquella manecita más suave que las hebras que forman las barbillas de las mazorcas tiernas, se ofusca Paulo, más de lo que estaba, y dejó salir lo que sentía.

--¡Más que sea así, cómo no he de verte, mi lucero! En tanto estén los ojos en mi cara, tengo que mirarte, porque se van tras ti, como ojo de ladrón tras los corotos ajenos. ¿Y para qué se hicieron los ojos sino para mirar lo más lindo que nos atraiga y embobe, como la boca para comer y la nariz para el olor?.

--¡Calla, calla!, -- decía Josefina ante aquella declaración franca y sentida.

No se inmutó por eso Paulo, sino que acercándose más a ella, y llevándose ambas manos a los ojos, le respondió:

--Pues sácame estos ojos y arráncame esta lengua. Agregado después de una pausa,..”Ansina mismo, te llevaré allá dentro, como un muerto su mortaja”.

Paulo la quería porque Sí, porque siempre tenía en la boca para él palabras dulces, porque había en ella un no sé qué, que le atraía, lo subyugaba; cuanto más lo veía, más la deseaba, con ese ahínco con que los niños desean los exóticos muñecos expuestos en las quincallas; y se entregaba a ella sumiso, atado de pies y manos, y decía lo que sentía porque lo sentía así y no le cabía allá dentro por más tiempo.

Sí; así se expresaba Paulo, sin ambages, franca y rudamente; no acontecía lo mismo con Josefina, quien a maravilla sabía ocultar su sentir. Caraqueña, de culta sociedad, hecha a intriguillas amorosas, estaba como sobre sí, sin atreverse a aventurar palabra alguna que pudiera dar pábulo a aquel incendio que presentía. Además, para luchar contra esos gérmenes de amor, que de chiquilla se estaban en su alma, venían en su ayuda la educación y el orgullo, la alta dosis de vanidad que le habían infiltrado desde la cuna, haciéndole entender que una Macapo no era : como ls demás gentes, lo que ella sincera y honradamente creía.

(…)

Con tales elementos a su favor, Josefina no era de rendirse así no más a la vehemente declaración de Paulo Guarimba, aunque éste estuviese abocado por inclinación natural al dominio de su corazón.

En tanto que Paulo no le quitaba los ojos de encima, Josefina, con los suyos gachos, se hacía las reflexiones siguientes:

“No puedo negar que le tengo mi pizquita de afecto. ¡Ah! ¡si él llegara a ser algo…!” Y alrededor de ese algo, como una mariposa atraída por la luz, daba vueltas su pensamiento impulsado por su corazón.

(...)

Estaban como mudos, Josefina entregada a sus pensamientos. Paulo, sin tener más que decir, puesto que era corto de palabra y no sabía de medias tintas ni de penumbras, donde se refugian los enamorados, para saetearse y explotar en provecho propio las situaciones favorables.

Así se hallaban, ella, sin atreverse a levantar los ojos, él, sin quitárselos de encima, cuando vino a sacarlos de aquel atolladero la ventolina que venía zumbando de Catia, aglomerando nubes sobre nubes en la montaña, impregnada de la humedad del mar.

--Bajemos, Josefina, que ya está aquí el aguacero, --Díjole Paulo.

--Sí, bajemos—le contestó Josefina sin asomo de sonrisa en los labios.

Y esquivando el mirarse, comenzaron a descender. Nubes, nubes tan espesas que no los dejaban bajar, se arremolinaban, los envolvían por completo. Los ventolinos de Catia La Mar y las brisas de Petare, engolfadas en la profunda quebrada de Tipe, se daban topetonazos: esos dos eternos enemigos que se disputan el dominio del valle, que enroscados como dos boas, se acometen como dos toros salvajes. Si triunfan las brisas de Petare, el cielo se torna azul, el aire se diafaniza, la montaña se despeja y el viejo del Ávila aparece con toda su majestad, con sus arrugas de piedra, dominando el valle que sonríe. Y si las ventolinas de Catia logran vencer, allá le van sedeñas nubes a la montaña, aires húmedos y cortantes, y tristezas para el valle, que antes parece un paisaje del Norte helado, que no de la Tórrida.

Con las morochas a cuestas, de brazalete con Josefina, se presentó Paulo a la estancia, cuando ya era toda la montaña un copo de algodón desmenuzado y el valle estaba triste y sombrío pues sólo el cristofué en la rama entumecida lanzaba su queja, en compañía de la verde rama que en cambural lejano ensayaba su canción de invierno.

CAPÍTULO VI

CIGARRONES DEL ÁVILA

Érase una cocina de las de campana y horno, en donde cinco hornillas y cuatro anafes no daban abasto en aquel día de trajín. Humeaba el horno, chaporroteaban las hornillas al sopla que sopla de la fregona, retaca, melindrosa y suelta de lengua. La cual traía el desjaretado túnico rodado sobre los hombros, luciendo las redondas espaldas carnosas, morenas como el barro de los budares. El fustán pringoso como el de todas las de su oficio, llevábalo arremangado a la cintura a manera de rollo, merced a la cual podían apreciarse las graciosas curvas de sus pantorrillas. Los pies traíalos metidos en chancletas, que al caminar denunciábanla con su repiqueteo. Y para adorno y complemento de su traje traía, tanto atado a la cabeza para evitar la ceniza, como a guisa de buche para resguardo del movible seno, sendos pañuelos de los de Madrás de alegres y vistosos matices, con gayo pulmón de guaca.

En abrigaño, hurtándose a la humarada entre la mesa de fregar y el coquero, se hallaba cómodamente instalada en un butacón de banquete, el ama, misia Carmen Perules de Macapo, con las mangas de su atufada bata arremangadas más arriba de los codos; con una blanquísima toalla, a guisa de delantal, sujeta al cuello papujado y corto, desplumando, en compañía de doña Epifanía de Pichirre, las gallinas para el sancocho y el pavo para el horno.

--¿Con qué mañana estamos de jolgorio todo el bendito día? –manifestó la ciega en medio de un prolongadísimo bostezo, sin dar descanso a la mano con que maquinalmente arrancaba las recias plumas de una gallina grifa.

--Sí Dios no dispone otra cosa, doña Epifanía.

--¿Muchos serán los convidados? ¡Pues con esta bruja pasan de seis las gallinas desplumadas!

--Esperamos algunas personas. Entre ellas a ls Rochela, de la ciudad de Petare; a Chavalo Monifato, de los Monifato de Caracas; a los padre que vienen a celebrar la fiesta, si a bien lo tuviesen; y a tantas otras personas que, como usted sabe, se van presentando en estos casos.

--¡Válgame Dios! La casa se les va a llenar de gente.

--¡Y qué se va hacer¿ Uno no puede prescindir de la sociedad en que se ha criado y mucho menos cuando se tienen hijas casaderas y se llama usted Macapo.

--Eso mismito me rezaba mi madre: cuando se tienen hijas, se hace cualquier sacrificio, ¡aunque cueste un ojo! ¡Por ahí me ahorquen! Mis hijas primero que todo. Yo puedo vivir entre cuatro paredes, pero mis hijas codeándose con lo mejor, con lo que se merecen.

Charlandito las dos señoras, ya llevaban desplumado medio corral, cuando la muy atareada de la fregona, con un brazo en jarra, sin dejar de soplar las hornillas, interrumpiendo la canturría con que dulcificaba su tarea gritó:

--¡Misia Carmen! Ya está el agua hirviendo para el cochino!

Y como si aquel grito avivara su amor al canto, prosiguió su interrumpida canción con más brío, acompañando con el soplador la letrilla.

--Avísale a Magalo y no cante más que entre la humareda y la canción vamos a perder el juicio. –Contestóle misia Carmen a la fregona, agregando por lo bajo: --¡Esto se inaguantable! ¡Ah, Monagas! ¡Dios te tenga en la última paila, malvado!.

(…)

En tal día, la casa era una baraúnda de la cocina a la sala… Por doquiera veíanse las señales de unas manos primorosas, que armadas de plumeros y trapajos, habían pasado sacudiendo por aquí, deteniéndose, restregando más allá; manos que bien conocidas debían de tener los pulidos muebles, los jarrones, floreros y cuanto de ligero, delicado, frágil, sostuviesen los aparadores y rinconeras;………………….Manecitas adorables, conocidas de todas las flores del jardín, de todas las frutas del cercado, y, a más de todas esas cosas juntas, de Paulo quien con sólo sentirlas una mañanita sobre sus hombros, a punto estuvo de enloquecer. Y ahora era de ver con qué destreza aquellas manos obedecían a su dueño en la composición de la masa de ponqué y de la pasta de arena, en sacar la jalea de los moldes, en tornar el perdido brillo a los trinchetes dorados y plateados que enmoheció el desuso. Con tal gentileza y cuidado ejecutaban aquellas menudas, suaves manos, tan prosaicos oficios, que enamoraban. Nada, nada en aquel día dejó de ser acariciado por ellas, ni el más mínimo de los enseres precisos a una comilona digna de tan rumbosas y sonadas vísperas.

(…)

Cuando el sol mugiente, majestuoso, como quien sabe embellecerse para morir, se ocultaba tras las lejanas lomas, arrojando sobre los picachos de la sierra rojizos manchones, se presentó Paulo a la estancia estropeado y sudoroso, de retorno de la montaña, a donde había ido por palma real para las arcadas del camino. En su desasosiego, en su mirada recelosa, en sus idas y venidas, en su rondar pensativo en torno de Josefina, se traslucía su afán por toparse a solas con la hacendosa niña. Lo que al fin pudo lograr, diciéndole, quedo, amorosamente, como el susurro de la brisa entre las altas cañas:

--¡Mira! Para que se lo pongas a la Virgen, a ver si sanas ligerito.

Y cuando así decía le mostraba un ramillete de cigarrones, bella perfumada orquídea, abierta en los obscuros barrancones del Ávila, donde prospera dulcemente abrazada a los esqueletos de los viejos árboles, vestidos de esmeralda por el musgo, bajo la ajena pompa de las volubles trepadoras, que alegres y risueñas como un canto de amor, las circundan y se cuelgan de sus escuetos brazos, en alto, como apuntalando los cielos, en su eterna desolación.

--Se lo llevaré a la Virgen en tu nombre –le contestó la niña, bajito, muy bajo--. Y remirando los cigarrones, agregó:

--¡Qué lindos, Paulo!. Si parecen que vuelan y que pican.

(…)

Se extasiaba Josefina, contemplando la flor, haciéndola tomas su posición habitual de racimo, pendiendo de sus luengos tallos frágiles, temblequeando de continuo en el aire; aspiraba su aroma sutil, penetrante, raro, como que sólo lo conocen las ericas de la montaña, hasta que, en un arranque de coquetería, la colocó sobre su pecho, sin dejar la orquídea de temblequear al rítmico vaivén de su respiración, semejando, en verdad, enjambre de vistosos, lascivos cigarrones adormitados en la flor de sus senos.

Josefina que hasta entonces no había hecho sino acariciar la extraña flor, detuvo los ojos en Paulo, envolviéndolo en una de esas miradas fugaces, pero escudriñadoras, capaces de deshelar los más duros hielos del alma; y reparando en el desgarrado traje del mozo, en las manos que le sangraban, inquirió, temerosa, la causa con un hablar trémulo:

--¿Por qué estás así, Paulo?

--Por traértelos, Josefina, los vi tan requetelindos, allá arriba en los copitos del copey, moneé el palo, pero las ramas secas se astillaron, y me dejé rodar como una pereza yagrumo abajo cuando se le acaba su abasto de hojas.

--¡Por mí no lo vuelvas a hacer!

--¡Por ti, aunque estuvieran en los mismos cielos, los cogería!

Abajó la niña la cabeza como se doblega sobre sí la sensitiva, mientras que Paulo, casi al oído, con una voz blanda quejumbrosa, le continuó diciendo:

--¡Por verte sanita, tú no sabes lo que yo haría! ¡Ah! Tú no lo sabes: de rodillas iría de aquí a la Ermita, besando los suelos……

Esforzábase Josefina en hacer ver a Paulo que recibía sus cortejos por pura broma; que aquella ardiente y constante declaración de amor, su querellar continuo, sólo eran majaderías que mucha bondad excusaban. Pero ido el mozo, la fingida indiferencia trocábase en angustia; la desventurada gemía y lloraba sin nunca acabar, que era su corazón acerico con mil prendidos alfileres. En vano aquella pobre alma hacía por deshacerse de aquel aor, que los prejuicios sociales le afeaban y que la vanidad de sus padres jamás consentiría.

Lucha sorda, ruda, se libraba en lo íntimo de su ser, entre los prejuicios sociales y sus naturales inclinaciones, que la llevaban como torrente al mar. Porque no era ni la imaginación ni los sentidos, sino el corazón lo que la obligaba a amar. Amar como se ama en la tórrida a los quince años, ardiente, sincera y desesperadamente.

(…)

CAPÍTULO XI

¡HAZTE GENERAL!

Aquella mañana no se uncieron los bueyes en Guarimba. Los labriegos que habían logrado escapar a la callapa gubernamental, aun con el susto en el cuerpo, refirieron a los dueños de la estancia lo que había acontecido durante la media noche: Al rancho del acequión le habían echado abajo las puertas, y para más se habían llevado a Paulo, junto con otros mozos de los contornos de la ciudad de Petare, de donde sería transportada la recluta directamente al teatro de la guerra, de aquella interminable revuelta que asolaba al país. La familia Macapo, sorprendida por la triste nueva, lamentó la adversa suerte de su gañán, en el verdor de sus años reducido a semejante estado. Don Modesto, sin dejar salir fuera su enojo, por no dar importancia y gusto al comisario, en cuyo proceder veía una afrenta a su persona, hizo uno como panegírico de Paulo. Las alabanzas al mozo destilaban algo corrosivo como zumos de cocuiza, porque en ellas fustigaba a los pocos diligentes, a los que como el comisario se derramaban en malas obras, en vez de recogerse a la hombría de bien y al trabajo. Misia Carmen, sin rodeos dejó correr el torrente de su indignación. La pobre señora, con su monomanía de las grandezas y de abolengo, todo lo acontecido lo achacaba a la envidiosa gentuza comarcana, la cual, según ella, empleaba aquellas artes ruines, con el fin de menoscabar los miramientos que se debían a una familia como la suya, por lo que vociferó en términos tales contra el arriero de la víspera, a punto de que la servidumbre de la casa como los labriegos que comentaban el suceso, se miraban unos a otros, perplejos y carilargos, más deseosos de escurrirse que de tener la honra de oír a la respetable señora, temerosos de hacerse merecedores del odio e inquina del comisario, el cual, no daría descanso a su machete, hasta no verlos, a ellos, en los puros huesos, pues tenerlo de enemigo era estar en pico de zamuro. Josefina, mientras que sus padres declamaban asombrando al palurdo auditorio, corrió al rancho del acequión presa de mortal ansiedad y con la avidez propia de quien desea no se le escape el más pequeño detalle, la pobrecita daba vueltas en torno al rancho, entrando y saliendo, como dicen de las fieras del monte cuando les roban sus cachorros.

Josefina, la que en una hermosa noche estrellada y de cucuyos en la fronda, cieguecita de amor, padeció el más cruel de los dolores, al oír, sin poder aplacar el enojo, los amargos reproches, las quejas más injustas, así como acallar las torturantes súplicas, los ruegos, a cual más insinuantes y conmovedores, de boca de aquel a quien amaba, con toda la intensidad de un amor pasional espigado en el silencio, guardado en el alma con la más profunda reserva, por no darlo a conocer a los suyos ni mucho menos a aquel que así la hacía gemir, cohibida por irrisorios perjuicios, los cuales, en su estrechez no aceptaban, so pena de deshonra, que una señorita de clara estirpe y buena sociedad, amara a un rústico mozo, sin otro abolengo que el humilde de labriegos y vaquerizos, sin más instrucción que la que puede comunicar una maestra de primeras letras aferrada al Catón de San Casiano, en una obscura y pobre aldehuela; Josefina, la que desesperada y enloquecida, arrastrándose como una culebra por sobre la hojarasca mustia del oquedal, se detuvo a punto de apagar en la clara fuente de sus amores, la ardiente sed que la consumía, sed insaciable, cual de albos lirios que en los rigores del verano sueñan con la estación vernal; Josefina, rara flor caraqueña, juguete de aparador, delicada, culta, inteligente y a quien una sociedad acaudalada y mantuana, bajo un mal barniz democrático, reservaba un novio de modales exquisitos, oliente, no a rústico romero y mejorana, sino a voluptuoso opanax; ante la nueva fatal lloró amargamente, porque amaba, amaba más que nunca.

Ante el infortunio del ser amado, los prejuicios, la vanidad, el orgullo, todo aquello tras lo cual se había escudado, para dominar los arranques de su corazón, se desvaneció como nubecilla a los resoplidos de viento huracanado. Había llegado la hora propicia al invencible amor: de constreñido y burlado hízose tirano, impetuoso y violento, y con furores de vorágine, borró, aniquiló de aquel casto corazón, de aquella voluntad enérgica, cuanto se opuso a su absoluto dominio. Amor, el divino, el purificador de las almas, el nivelador de las castas, el travieso y el cruel, el que se complace en tierra de reyes en regalar a una pastorcita todo un reino junto con el corazón de un príncipe, y a una princesa obliga a abandonar el boato de su corte, para seguir tras un musiquillo ambulante, de poblacho en poblacho, como una gitana; el que llamando a las puertas del avaro lo hace pródigo, el que sustenta al mendigo, el que hace ahorcar de una viga a un tonsurado y alienta al mísero poeta, ¡oh! ¡Dios mío! En la áspera cuesta. Camino de lo excelso, dueño y señor de su corazón se lo entregó de una vez y para siempre al adiestrador de bueyes, a un pobretón de los campos, sin otro capital que su ahijada, sin otro porvenir que un máusser, sin otra recompensa que una fosa a la vera del camino, bajo una rimazón de piedras arrimadas por piadosos pasajeros a los pies de una cruz.

(...)

La gente campesina tiene blanda el alma como recio el cuerpo; así es que reparando la labriega el quebranto y desaliño de Josefina, le dijo con habla cariñosa:

--¿Qué tiene la niña, que está como un pajarito enfermo, triste encapotada?

Como se estremece el templador, cuando la brisa agita las aguas de ramanso, así aquellas dulces palabras inesperadas despertaron a Josefina, e inconscientemente contestó:

--¡Se lo llevaron…!

--¿A quién, niña,? ¿A quién?

--¡A Paulo Guarimba, el gañán! Pobrecito; más consuélese su buen corazón; está bueno que si fuera un hombre, o su taita o su hijo, llorara toitico el día, como me pasa a mí, que de anoche pa acá no tengo ojos sino para llora; y si no fuera porque tengo que llevarle la ropita limpia, la cobija y el hijo pa que lo bendiga, allá en casa me estaría llora que llora, sin nunca acabá. Pero pa el pobre, mi prenda, hasta las penas, por grandes que sean, se achican, pues, si no, no hubiera pobres en este mundo. Vamos, criatura, que cuando vuelva, está más alegre que unas pascuas.

En alejándose la labriega, Josefina corrió hacia el caserón de a estancia. Aquella compasiva mujer le había inspirado con su desvelo por el hombre amado, una idea salvadora: volar al lado de los suyos y rogarle a su padre, libertara a Paulo, poniendo para ello en juego su influencia acerca de las autoridades comarcanas. Desayunaba la familia, cuando se presentó Josefina; en la mesa, la vajilla de cobre, sobredorado y plateado, hacia aguas a los rayos del sol que se colaba por el escañado de una parra frondosa, la cual, además de preservar al comedor de las reverberaciones de un patio enladrillado, donde se majaban caraotas y quinchonchos y se secaba el café, mantenía todo el año el runrún, alegre y festivo de cigarrones, ericas y guanotas. Cada cual ocupa su puesto: las morochas, en sus sillas altas, con sus servilletas historiadas sujetas tras de la nuca, y entre el estirado don Modesto para ella, era estar de antemano desposado con la muerte. Acosada por tan cruel presentimiento, flechada en la mitad del pecho por el amor, en su ofuscamiento no hallaba cómo dar cima a su designio, cerrada la senda del amor paternal, a la cual había ocurrido confiada y candorosa, sin sospechar que la herida vanidad de su padre rotundamente se negara a su deseo.

(…)

…Y con aquella ceguedad de los amantes. Cuando la sangre juvenil se agolpa en el corazón y rebosando se desborda como las aguas de un torrente, chafando con violencia los juncales de las márgenes que débil resistencia oponen a su impetuosa carrera dijo:

--Sí, iré a buscarlo; hablaré al Presidente del Estado, al señor cura, a los amigos de mi padre, a todos rogaré por él. Pues no de otro modo, en días pasados, las Rochelas obtuvieron la libertad de un pobre medianero, reclutado en su hacienda.

Así raciocinaba la enamorada niña, aunque para rebatir su proyecto, le salían al encuentro armadas de peros y más peros, fútiles objeciones, las cuales, sin ella darse cuenta eran pura artimaña de su mismo deseo por verse cuanto antes realizado, pues por grandes y lógicas que éstas fuesen, quedaban burladas, como las charcas veraniegas que encontraba a su paso, salvadas de un saltito, como que sus primeros años los había pasado no respetando empalizadas y hartándose de cemerucas o manzanitas de amor.

(…)

…Cuando llegó a las tierras altas, a los laderones incultos de Gonzalo Ruiseñol, estropeada, muerta de fatiga, sedienta, jadeante, envolviendo en una mirada el paisaje agreste , divisó como una mancha verde el cambural de hojas frescas y lustrosas recién plantado por Gonzalo, en torno del estanque, para aprovechar el derrame de aquellas aguas, llevadas hasta allí por medio de bombas y molinos, desde las tierras bajas a estotras bravías, como que su costra nunca había sentido la caricia prolija del arado. Abandonado al deshecho, buscó hacia aquel sitio de verdor lozano en medio de aquellos sequedales entrecortados por estribazón de la cordillera, y que Gonzalo soñaba transformar en campo deleitable y productivo. Allí, en aquel esfuerzo de Gonzalo, porque era allí que el tenaz mozo desfogaba sus energías emprendedoras, su fortuna se consumía y su imaginación forjaba maravillas agronómicas o bien, en sus momentos de amargas desilusiones, cuando la realidad se le imponía despiadadamente con su lógica brutal, deducida de los hechos, se denostaba, se enjuriaba a sí mismo con cuanta afrenta e improperio se le venía a la mente. Allí se detuvo Josefina, otra alma enferma, pero del mal de amores, y calmó su sed en las aguas del estanque, donde la brisa juguetona y apacible levanta suaves ondulaciones. Desvanecida, el cambural, el estanque, los cerros, todo le daba vueltas, por más que llevándose las manos a la cara cerraba los ojos. En medio de su desfallecimiento, la pobre niña se decía a sí misma: “Si esta nube no se me quita de los ojos, si esto no se me pasa, al pobre Paulo se lo llevarán. ¡Virgen mía! dame fuerzas para llegar hasta allá, no me abandones, madre clemente, deja que le salve, aunque muera después”. En ese lastimoso estado, marchando como si a cada paso tropezara con un escalón invisible, la doncella se encaminó hacia la amplia carretera, a través de las tierras de regadío, salvando los profundos surcos, sepultándose sus pies en los camellones al desmoronarse, heridas las manos y arañando el cuerpo al salvar los vallados y setos espinosos. Ya en la carretera rojiza y polvorienta, repentinas tolvaneras danzando a su alrededor, le arrojaban a los ojos nubes de polvillo cálido, adornaban su cabeza con las hojas secas y las basurillas del camino, o tomándola por eje la envolvían en su embudo rojo y polvoriento, empeñándose en levantarle las faldas, en arrastrarla como a las hojas secas a lo largo del camino o subirla al hilo telegráfico, al copo de los árboles, zarandeándola sin cesar por ver si la golpeaban contra algún tronco seco o la echaban de bruces al fondo de algún barranco; ciega, abrumada por el polvo, en medio de la carretera, la infeliz niña no sabía cómo orientarse, cuando la buena mujer del chiquillo que horas antes se había detenido en el acequión, saliéndole al encuentro dentro de un matorral vecino, comenzó a llamarla, diciéndole:

--Venga, niña, que el sol le derrite los sesos,--y tomándola de la mano, la condujo por el matorral, donde su rapaz dormía sosegadamente echado sobre la cobija.

Con sus anchas manos, la caritativa labriega arreglaba las faldas a Josefina, ponía remedio en cuanto le era posible y decíale como para consolarla:

--Muy grande debe ser su pena, pero no se desviva, que toiticos tenemos nuestro penar y a toiticos parece el nuestro peor.

--¡Ay! –dijo la niña,-- mi pena es cual ninguna otra; si usted la conociera, vería que me sobra razón para enloquecer.

--Nadie, niña,-- observó la buena mujer--, ve el mal de otro sino con los ojos de la cara, y el propio con anteojos aumentativos.

--No miro así el mío, ni lo comparo con otro,-- objetó Josefina,--mi dolor es la misma muerte.

--Niña, niña, no llore, que se le secan las fuentes, y pésteme su atención, y añide mis referencias, pa que vea, como con el congelo que llevo dentro, me aguanto y me muero; que ansina se ejecuta con las penas que le descalabran a uno el alma. En los ranhos de Galipán me he criado, y si no pregunte por Colaza, pa que vea. Ahí mismo conocí a mi hombre, y he dao cinco frutos de mi seno, y uno no más queda, que los otros murieron de mosezuelo en naciendo y están allá arriba entre los coros de serafines. Naide más feliz que yo en mis días de felicidades: un hombre con mucha querencia pa mí y con mucha vergüenza que es lo primero pa que una mujer no pase trabajos(…) Pues bien , mi niña, aunque nada me faltaba, que tenía mi rancho y en su plan un jardín, de donde sacaba pa la venta el romero, la ruda, la albahaca, a ve4ces me creía desgraciada porque fulán tenía un burrico más que mi hombre, y su mujer quien lo ayudara a tender el pan o a rayar la yuca, que ansina nos ponen las comodidades. Pue cátate que un día, cuando estábamos lo más contentos, se presentaron los guerreros, primero los del monte, por sonsacarme el hombre, pues todos eran compadres, y en la misma noche llegaron los del gobierno, tumbando y capando y mi hombre ganó el monte, y estuvo huyendo mientras la guerra ardía. Desde entonces, de mal en peor, pasando loa mar negra hasta hoy. Ya en el rancho no quedan sino las cuatro topias del fogón, y en lo que cuaja el topocho en el conuco, ya lo estamos asando pa engañar la vida: que no hay tiempo pa más, que cuando una guerra se acaba otra comienza.

¿Qué le parece ahora mi niña? ¡qué feliz fuera yo, con la pocaza riqueza que tenía y mi hombre en casa!.

Oía Josefina la historia de Colaza, con muestras de sumo interés y cuando aquélla calló, díjole:

--¡Su mal es grande, pero el mío es un mal!... Y las mejillas de Josefina se llenaron de rubor en aquella confesión tácita de su amor.

--Grande debe ser la historia de su pena,--díjola Colaza,-- pues por encima se le conoce, como el asno la matadura aun con la enjalma a cuesta. Y si quiere que le diga más y no se ofenda, la niña puso los ojos muy abajo pa quien como ella todo lo tiene de sobra y es de buena cuna.

Como sobre ascuas se hallaba Josefina, sufriendo aquel rudo examen, pero al mismo tiempo sentía gran alivio al hablar de su pena; su corazón se desahogaba y se sentía como más liviana, como si le hubieran quitado un enorme peso de sobre el pecho. Así es que a las rudas observaciones de la labriega manifestó:

--Es verdad, pero le amo desde niña, le amo no sé por qué, porque le amo, Colaza, con todo el corazón. Todo se opone a nuestra dicha, lo sé. Y aunque mil años viviera, mil años le amaría. Y mis padres no lo permitirán jamás, antes con gusto amortajada me vería con cuatro luces por delante. ¡Y yo qué puedo hacer, amándole como le amo, sino morir de dolor!...

Y Colaza, con los ojos preñados de lágrimas, en tanto que se echaba sobre el hombro el dormido niño y se terciaba sobre las espaldas la capotera, cortó la triste plática diciendo:

--Vamos andando, criatura, que ahí está Petare agazapadito.

¡Caminaban la una al lado de la otra, como si de antaño fuesen dos buenas amigas!. Y acaso no lo eran ya cuando una misma causa las llevaba a la ciudad, a dejar, cada cual y a su modo, su gotita de miel en el vaso de retamas que apuraba aquel que en mirándolas en vez primera, hizo latir la noble entraña inusitadamente.

Cuando llegaron a la ciudad Josefina y Colaza, la recluta ya se hallaba en el tren que debía trasportarla a la ciudad de Caracas. Y entre el trapaleo de la muchedumbre, oíase mezclados a crueles sarcasmos, amargos sollozos, quejas y ayes, consolaciones, frases inolvidables, ingenuas promesas, tristes adioses, los cuales se iban en pos de los que se marchaban a la muerte en el verdor de sus años.

Rota, molida, estrujada, dando empellones a éstos, codazos a aquéllos, Josefina se abrió paso por entre la muchedumbre en solicitud de Paulo, por quien preguntaba en su ansiedad a todo el que hallaba a su paso, sin alcanzar razón alguna. Así iba de grupo en grupo, sin poder escapar a los dicharachos vulgares y soeces, con que la regalaban tanto los pisaverdes de la ciudad como los mocetones de los campos, cuando ella se les acercaba apenada y trémula, rogándoles la informaran sobre el paradero de Paulo, o al pasar junto a ellos, hecha una lástima, tambaleándose y quejumbrosa; pues estos al verla en ese mísero estado, tomábanla por una buhonera ambulante, y como a tal la requebraban y floreaban; cada cual con las flores de su cercado, por lo que ora le llovían clavellinas y miosotis, ora rudas y hongos de los fangales.

(…)

--¡Paulo, Paulo! –clamaba en su desesperación Josefina, yendo de un vagón a otro, cuando, ¡oh, dolor! Vio en el último de éstos a Paulo, como escondido entre dos compañeros tan taciturnos como él. Turbadora emoción sobrecogió a la enloquecida niña; en aquel instante creyó morir, el sol se eclipsó para ella, la tierra huyó de sus pies; en su aturdimiento, ora sonreía, ora se entristecía, en tanto que el rústico mozo la contemplaba con devoto embeleso, cual si de hinojos estuviera ante la venerada patrona de la aldea. Abismábanse unos ojos en otros, sus almas cándidas asomábanse a ellos, sus hermosas almas purificadas en el crisol del amor, albas como una hostia.

¡Roto fue el idilio…! Margaritas silvestres, plegad vuestros broches; sol-solas, lamentaos de jaral en jaral. Roto fue el idilio al emprender su marcha triunfante y majestuosa la locomotora, hacia la ciudad lejana, pues Josefina fue separada violentamente del ventanillo por el cual contemplaba a Paulo. ¡Oh! Entonces, en una rase condensó todas sus promesas, todas sus esperanzas –Paulo,--dijo,--Paulo ¡hazte General!

¡Extraño adiós…! Pero es lo cierto que Josefina, siempre cohibida, atormentada por el orgullo y vanidad de sus padres, como alarmada por el incesante progreso de su amor, ante el abismo que veían entre su amado y su casta, ante aquel imposible, se refugiaba en el alcázar de su fantasía, donde colmaba a su amado de todo aquello de que andaba escaso, y al mísero gañán trocaba en acaudalado señorejo o bien, reunían tal número de circunstancias que de un alba a otra, la garrocha del boyero, convertida en lanzón invencible, daba honra y fama a su dueño, el cual, en la apoteosis de su gloria, venía por ella, como la recompensa más grata a sus marciales proezas.

4 comentarios:

  1. GRAAAAAAAAAACIAAAAAAAAASSSSSS POR FIN ENCONTRE ALGO DE LA NOVELA. NO SE ENCUENTRA EN NINGUNA PAGINA WEB!!

    ResponderEliminar
  2. Excelente, lástima qué no está completa. . Pero hace años la leí y quisiera volver a leerla es excelente

    ResponderEliminar