NARRATIVA





Selección de capítulos de Venezuela Heroica de Eduardo Blanco
         La idea de esta selección es para facilitar a los estudiantes la lectura de los capítulos donde se narran las batallas más significativas de la guerra de Independencia presentes en la Epopeya Romántica.
No es fácil conseguir este libro tan importante de la literatura venezolana, por ello brindamos estas páginas para su lectura y análisis.
  
                                                           La Victoria
                                                                                      (12 de febrero de 1814)
II
¡He aquí el año terrible! El año de las sangres y de las pruebas en cuyo pórtico aparece escrito por la espada de Boves, el Lasciate ogni speranza para los republicanos de Venezuela.

            En torno de aquel feroz caudillo, improvisado por el odio, más que por el fanatismo realista, las hordas diseminadas en la dilatada región de nuestras pampas, invaden, como las tumultuosas olas de mar embravecida, las comarcas hasta entonces vedadas a sus depredaciones.

            Mayor número de jinetes jamás se viera reunido en los campos de Venezuela. De cada cepa de yerba parecía haber brotado un hombre y un caballo. De cada bosque, como fieras acosadas por el incendio, surgían legiones armadas, prestas a combatir. Los ríos, los caños, los torrentes que cruzan las llanuras, aparecen erizados de lanzas y arrojan a sus riberas tropel innúmero de escuadrones salvajes, capaces de competir con los antiguos centauros.

Suelta la rienda, hambrientos de botín y venganzas, impetuosos como una ráfaga de tempestad, ocho mil llaneros comandados por Boves hacen temblar la tierra bajo los cascos de sus caballos que galopan veloces hacia el centro del territorio defendido por el Libertador.

Nube de polvo, enrojecida por el reflejo de lejanos incendios, se extiende cual fatídico manto sobre la rica vegetación de nuestros campos. Poblaciones enteras abandonan sus hogares. Desiertas y silenciosas se exhiben las villas y aldeas por donde pasa, con la impetuosidad del huracán, la selvática falange, en pos de aquel demonio que le ofrece hasta la hartura el botín y la sangre, y a quien ella sigue en infernal tumulto cual séquito de furias al dios del exterminio.

Es la invasión de la llanura sobre la montaña: el desbordamiento de la barbarie sobre la República naciente.
Conflictiva de suyo la situación de los republicanos,  se agrava con la aproximación inesperada del poderoso ejército de Boves.
Bolívar intenta detener las hordas invasoras, oponiéndoles el vencedor en Mosquiteros”, con el mayor  número de tropas que le es dado presentar en batalla.
Vana esperanza. Campo Elías es arrollado en “La Puerta”, y sus tres mil soldados acuchillados sin misericordia.
Tan funesto desastre amenaza de muerte la existencia de la República.
Campo Elías vencido, es la base del ejército perdida, es el flaco abierto, la catástrofe inevitable.
Todos los sacrificios y prodigios consumados por el ejército patriota para conservar bajo las armas la parte de territorio tan costosamente adquirida, van a quedar burlados.

La onda invasora se adelanta rugiendo: nada le resiste, todo lo aniquila. Detrás de aquel tropel de indómitos corceles, bajo cuyas pisadas parece sudar sangre la tierra, los campos quedan yermos, las villas incendiadas sin pan el rico, sin amparo el indigente: y el pavor, como ave fatídica, cerniéndose sobre familias abandonadas y grupos despavoridos y hambrientos que recorren las selvas como tribus errantes.    

¡El nombre de Boves resuena en los oídos americanos como la trompeta apocalíptica!

Cunde el terror en todos los corazones; mina de desconfianza el entusiasmo del soldado; Caracas se estremece de espanto, como si ya golpearan a sus puertas las huestes del feroz asturiano; decae la fe en los más alentados, y una parálisis violenta, producida por el terror, amenaza anonadar al patriotismo. Cual si uno de los gigantes de la andina cordillera hubiese vomitado de improviso gran tempestad de lavas y escorias capaz de soterrar el continente americano, todo tiembla y toda se derrumba.

Sólo Bolívar no se conmueve; superior a las veleidades de la fortuna, para su alma no hay contrariedad, ni sacrificio, ni prueba desastrosa que la avasalle ni la postre.
Sin detenerse a deplorar los hechos consumados, alcanza con el relámpago del genio los horizontes de la patria; pesa la situación extrema que le trae la derrota de Campo Elías y la doble invasión que practican a la vez Rosete y Boves sobre la capital y sobre el centro de la República; mide sus propias fuerzas, que nunca encontró débiles para luchar por la idea que sostuvo, y concibe y pone en práctica, con enérgica resolución, un nuevo plan de ataque y de defensa.
Seguido de parte de las tropas con que asedia Puerto Cabello, va a fijar en Valencia su cuartel general; punto céntrico desde el cual con facilidad puede auxiliar a D’ Eluyar, a quien ha dejado frente a los muros de la plaza sitiada; al ala izquierda del ejército patriota, que cubre el Occidente; y a atender al conflicto producido en Aragua con la aproximación de Boves.

A tiempo que Ribas improvisa en Caracas una división para marchar sobre el enemigo, Aldao recibe orden de fortificar el estrecho de la Cabrera, donde va a situarse Campo Elías con los pocos infantes salvados de la matanza de La Puerta.

A Urdaneta que combate en Occidente, se le exige reforzar con parte de sus tropas las milicias que se organizan en Valencia. Ínstasele a Mariño a que acuda en auxilio del Centro. Díctase medidas extremas, pónese a prueba el patriotismo; al que puede manejar un fusil se le hace soldado; acéptase la lucha, por desigual que sea; y Mariano Montilla, con algunos jinetes, sale veloz del cuartel general, se abre paso por entre las guerrillas enemigas que infestan la comarca, y va a llevar a Ribas las  últimas disposiciones del Libertador.

Nada se omite en tan difíciles circunstancias; lo que está en las facultades del hombre, se ejecuta, lo demás toca a la suerte decidirlo.

El conflicto entre tanto, crece con rapidez. Como aquellos terribles conquistadores asiáticos, ávidos de poder y venganza, Boves se adelanta por entre un río de sangre, que alimentan sus feroces llaneros al resplandor siniestro de cien cabañas y aldeas incendiadas, que el invasor va dejando tras sí convertidas en ceniza.

Apercibido a la defensa, el Libertador aguarda confiado en su destino la sucesión de los acontecimientos que van a efectuarse. Al terror general que le circunda, opone, como fuerza mayor, su carácter tenaz e incontrastable; al huracán que se desata para aniquilarle, enfrenta en primer término, toda una fortaleza; el corazón de José Félix Ribas.

El jaguar de las pampas va a medirse con el león de la sierra; son dos gigantes  que rivalizan en pujanza y que por la primera vez van a encontrarse.


III

Apenas son siete batallones que no exceden en conjunto de 1.500 plazas, un escuadrón de dragones y cinco piezas de campaña, Ribas ocupa La Victoria, amenazada a la sazón por el ejército realista. Escaso es el número de combatientes que el general republicano va a oponer al enemigo, pero el renombre adquirido por este jefe afortunado alienta a cuantos le acompañan.

Empero, ¿Sabéis quiénes componen, en más de un tercio, ese grupo de soldados con que pretende Ribas combatir al victorioso ejército de Boves? ¡Parece inconcebible!.

En tres años de lucha, Caracas había ofrendado toda la sangre de sus hijos al insaciable vampiro de la guerra; hallábase extenuada, sin hombres que aportar a la defensa de su inválido territorio; y al reclamo de la patria en peligro, sólo había podido ofrecerle sus más caras esperanzas: los alumnos de la Universidad.

Allí van a buscarse los nuevos lidiadores que exhibe la República en aquellos días clásicos de cruentos sacrificios: y una generación, todavía adolescente, abandona las aulas y el Nebrija para tomar el fusil.

Sobre la beca del seminarista se ostenta de improviso los arreos del soldado. Y parten en solicitud del enemigo los imberbes conscriptos, confundidos con las tropas de línea; y aprenden de camino, el manejo del arma que los abruma con su peso, así como acostumbran el oído a los toques de guerra, y a las voces de mando de aquellos nuevos decuriones que se prometen enseñarles a morir por la Patria.

Todos marchan contentos; diríase que están de vacaciones. ¡Pobres niños! ¿Ligero bozo sombrea apenas sus labios y ya la pólvora va a enardecerles el corazón; apenas la sangre generosa de sus padres sienten correr ardiente por las venas, y ya van a derramarla! ¡La Patria lo reclama!.
¡Libertad!, ¡Libertad!, cuánta sangre y cuántas lágrimas se han vertido por tu causa… ¡y todavía hay tiranos en el mundo!.

La situación de La Victoria hasta entonces desguarnecida, y en la expectativa de ver caer sobre ella el azote del cielo, como a Boves nombraban, expresa elocuentemente el grado de terror que infundía en nuestras masas populares la ira, jamás apaciguada,  de aquel feroz aliado de la muerte, a quien la vista de la sangre producía vértigos voluptuosos y fruiciones infernales.

Toda humana criatura sin distinción de edad, sexo o condición social, trataba de desaparecer de la presencia de tan funesto aventurero.

Los bosques se llenaban de amedrentados fugitivos, que preferían confiar la vida de sus hijos a las fieras de las selvas, antes que a la clemencia de aquel monstruo de corazón de hierro, que jamás conoció la piedad.

En el poblado, el silencio lo dominaba todo; nada se movía; casi no se respiraba. Los niños y las aves domésticas, parecían haber enmudecido; los arroyos callaban; el viento mismo no producía en los árboles sino oscilaciones sin susurros.

Los que habían podido huir a las montañas se inclinaban abatidos en el recinto del hogar, buscaban la oscuridad para ocultarse en ella como en los pliegues de un manto impenetrable, y a cada instante, sobrecogidos de pavor, creían oír ruidos siniestros, precursores de  la catástrofe que los amenazaba, ruidos que no deseaban escuchar, pero que el terror sabía fingirles, haciéndoles más larga y palpitante la zozobra.

Ribas fue acogido por aquel pueblo agonizante como enviado del cielo.


SAN MATEO
(Febrero y marzo de 1814)

I
            Digno del noble orgullo de una raza viril es el recuerdo de esta jornada insigne, ya que el alto ejemplo de heroica abnegación que en ella se consagra; ya por la excelsa  manifestación que dio a la América, de lo inflexible de aquella voluntad que acometía, confiada sólo en su propio valer y su pujanza, la conquista más noble y más gloriosa a que puede aspirar el amor patrio.

            “San Mateo” no es simplemente una batalla. Entre los episodios más trascendentales de nuestra guerra de independencia, figura en primer término; simboliza el heroísmo de la revolución….

 
II
Un sol desaparece y otro se levanta.

Entre los escombros de la revolución, aniquilada hasta en sus fundamentos por el triunfo inesperado y sorprendente de Monteverde, se eclipsa la histórica figura de Miranda: alta virtud a quien había confiado sus destinos la naciente República. Apágase en el polvo, donde cae destrozado el altar de la patria, el fuego sacro de la idea redentora. Desmaya el sentimiento que provocó a la rebelión. El cielo de las halagüeñas esperanzas se obscurece de súbito, y las sombras de un nuevo cautiverio como lóbrega noche, amenazan cubrir la inmensa tumba, donde parece sepultada para siempre, con el heroico esfuerzo, la más noble aspiración de todo un pueblo.

            Dos años de lucha, entorpecida por infructuosos ensayos de sistemas políticos mal aconsejados por la inexperiencia en los negocios públicos, unidos al desaliento de candorosas esperanzas frustradas, al encono latente de rivalidades peligrosas, y a la amenaza, jamás bien escondida al egoísmo, de arrostras aún más serios conflictos y recias tempestades, antes del definitivo afianzamiento de las nuevas instituciones, habían gastados los resortes políticos de la revolución, mellado la entereza de sus más esforzados apóstoles, y entibiado entre la multitud el entusiasmo, de suyo escaso, por una causa, al parecer, de tan difícil como remota estabilidad.

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…Para 1812, no era ni sombra de aquel risueño arbusto del 19 de abril, coronado de flores entreabiertas al sol de la esperanza; ni menos se asemejaba al soberbio gigante del 5 de julio, cargado de abundosos y sazonados frutos: apenas si era un tronco de solidez dudosa, protegido por escaso ramaje, falto de savia y amenazado de esterilidad. En tan cortos días los nobles promotores de la revolución habían envejecido, y sus propósitos heroicos, y sus conquistas, y los trofeos cuantiosos de sus primeras y ruidosas victorias, desaparecían entre la sombra de un ayer ya remoto, para las veleidades del presente. Desatinada y recelosa, avanzaba la revolución con paso incierto hacia el abismo de su completa ruina. En vano a su cabeza, cual poderoso paladín, ostentaba al veterano de Nerwide. En vano a prolongarle la existencia concurrían los esfuerzos de los más abnegados. El cáncer de la anarquía la devoraba, su ruina era evidente. De pronto, en medio al desconcierto que la guiaba, un obstáculo fácil de superar en otras condiciones, le cierra audaz el paso. Acometida de estupor, retrocede, fluctúa, avanza luego poseída de inexplicable vértigo, tropieza con un guijarro que le arroja el destino, y empujada por la mano trémula de Monteverde, vacila y cae vencida, cuando con poco esfuerzo habría podido alzarse victoriosa.

            La capitulación de La Victoria fue la mortaja en que se envolvió para morir. La perfidia la recibió en su seno y la ahogó entre sus brazos.
            Miranda, la postrera esperanza de los independientes, sucumbe con la revolución y eclipsado el astro, sobreviene la noche…

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III

            Postración dolorosa, que explotaron hasta la saciedad los vencedores confiscando las riquezas de los vencidos, ultrajando su dignidad, su honra y sus costumbres, y anegando el país en sangre generosa.

            Cumaná, quizás la más herida de las provincias orientales por la ferocidad de sus dominadores, es la primera que reacciona, pero su heroico esfuerzo no alcanza a sacudir la postración de sus hermanas. Sin embargo, aquel nuevo Viriato, como graciosamente a Monteverde calificaron sus aduladores, se estremece de espanto ante la ruda obstinación de los patriotas orientales, y poseído de salvaje furor, oprime entre sus brazos, casi hasta estrangularla, la presa que le diera la Fortuna y que presume conservar.

            ¡Ilusoria esperanza! En medio de tan profunda oscuridad para la sometida Venezuela, un gran foco de luz  aparece de súbito en la empinada cima de los andes. Chispa al principio, oscilante entre los ventisqueros, acrece rápidamente hasta alcanzar las proporciones del dilatado incendio. En la inflamada región de los volcanes brilla radiosa como el ígneo penacho del Pichincha, cuando viste el gigante los terribles arreos de su imponente majestad; ilumina con resplandores que deslumbran a la cautiva América; inflama el mar con los reflejos de su fulgente lumbre, y atónitos y mudos la contemplan, desde el templo del sol hasta las playas donde Colón dejó caer el ancla de sus naos victoriosas, los descendientes de los Incas y los hijos sin patria de aquellos mismos héroes que al cetro de Castilla la dieran cual presea.

            Aquella inmensa lumbre, aquella hoguera amenazante para los exarcados españoles, es el primer destello del genio de la América: es Bolívar que surge coronado de luz como los inmortales; es la presencia del adalid apóstol, que de lo alto de su corcel de guerra, predica la nueva doctrina americana al resplandor fulmíneo de su espada.

            Airado vuelve los ojos a su patria el futuro Libertador de un mundo, y la contempla de nuevo esclavizada, moribunda, bajo la férrea planta de sus ensañados opresores. En las alas del viento que sacude la tricolor bandera sobre las cumbres de los Andes, llegan a él entre lamentos prolongados, el último estertor de la madre ultrajada y el chasquido del látigo con que se la flagela, atada al poste infamador de la ignominia. Justa es la indignación del héroe americano, profundo su dolor, cuando llama al combate a sus propios hermanos, sin obtener respuesta. En vano los exhorta a proseguir la ardua cruzada: muéstranse los más indiferentes. En vano les recuerda la altivez de otros días, los juramentos espontáneos de morir por la patria, la libertad perdida y todas las miserias a que somete la tolerada esclavitud: su voz se pierde en el silencio que acrece el estupor.

            Aquel cuadro doloroso prueba a Bolívar lo que ya sospechaba: que la revolución había caído para no levantarse sino apoyada en un esfuerzo sobrehumano. La tempestad revolucionaria detenida de súbito en su rápido curso, había plegado las podero9sas alas y, constreñida por una fuerza extraña, apenas si podía estremecer la oculta fibra del amor patrio, latente en el recóndito de pocos corazones.

            Despreciada por unos, maldecida por otros, por todos relegada al olvido, la revolución era un cadáver que sólo una voluntad superior podía galvanizar. Bolívar se juzgó capaz de tanto esfuerzo y lo intentó.

            Pero, ¿quién era él?. ¿Quién el atrevido aventurero que osaba acometer tan magna empresa? Nadie lo conocía; la común desgracia le había hecho extraño a la memoria de sus propios hermanos. Después de aquella ruina y del estrago de una catástrofe espantosa ¿a qué volver a provocar las iras del león con el descabellado intento de arrancarle su presa?. Ni ¿cómo pretender arrebatar con débil brazo lo que un gigante se empeña en retener? Y en vano aquel sublime enajenado se esfuerza por alentar a las víctimas que perdona el cuchillo de feroces verdugos; amenaza, suplica, se inflama al fin en ira, y desnuda el acero. ¡Ay! Su cólera terrible hará más que sus ruegos; aquélla se desborda, y una ola de sangre surcada de relámpagos, desciende de las cumbres andinas con la violencia del alud, con el fragor del trueno.

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            La historia pavorosa de aquel tiempo, escrita al resplandor de una llama infernal con la sangre inocente de los niños descuartizados por Zuazola, sobre el seno materno herido y palpitante, recoge, poseída de estupor, las tremendas palabras de Bolívar estampadas con caracteres de fuego en el Decreto de Trujillo: decreto aterrador, reto inaudito que le trae con las iras de todas las pasiones, mortales amenazas e implacables furores.


                                                                          V

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            Henos aquí a las puertas de aquel infierno más espantoso que el infierno de Dante: a la entrada de aquel periodo pavoroso de nuestra lucha de emancipación, conocido con el lúgubre nombre de la guerra a muerte.

            El Decreto de Trujillo, espada de dos filos que esgrime audaz la mano de Bolívar lo tenemos delante, y es forzoso detenernos frente a frente de su satánica grandeza.

            Ahí está, como siempre, sombrío y amenazante para unos, cual un escollo donde van a estrellarse nuestras pasadas glorias; para otros, deslumbrador y justiciero, como la espada a que debió su libertad el pueblo americano. Osar decir si fue digno de escomió o vituperio, si conducente o pernicioso al término feliz de la gran lucha, es empresa tan ardua que sólo la imparcial posteridad podrá llevar a cabo.

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                                                                             VI

            El Decreto de Trujillo es el pavés sobre el cual aparece Bolívar en 1813. Escudo sangriento levantado al cielo por los mil brazos de la revolución, en que se exhibe como deidad terrible el egregio caudillo americano.

            Precedido por el espanto  que infunde en nuestros enemigos y por el entusiasmo que despierta entre la multitud, rueda, con pavoroso estrépito, sobre los yermos campos de Venezuela, el carro de la revolución. Apenas quinientas bayonetas lo escoltan y protegen; pero con él, desnudo el sable, radiosa la mirada y atronando el espacio con sus gritos de guerra, van Ribas, y Urdaneta, y Girardot, y D’ Eluyar, y el inmortal Ricaurte, sedientos de combates y de gloria. Nada resiste el ímpetu de su heroica bravura. En vano cierra España con numeroso ejército, la ancha vía que recorren audaces, dejando en cada huella sembrada una victoria. Allá “Agua-obispos”, la terrible y sangrienta, medio oculta en un repliegue de los Andes, como en los bordes de un inmenso sepulcro. Después “Niquitao”, que aun deslumbra en la historia con los reflejos de la espada de Ribas. Luego “Horcones”, y más tarde “Taguanes” que abre a Bolívar las puertas de Caracas y cubre con su manto de púrpura aquella campaña prodigiosa, marcha triunfal del genio sobre los destrozados hierros del despotismo.

            Un grito inmenso de júbilo y asombro se propaga por toda Venezuela. Revive el amor patrio, llena los corazones, y del sangriento polvo donde cayera exánime la naciente República, se alza de nuevo majestuosa y terrible al amparo de Bolívar y de su incontrastable voluntad.

            1813 es una aurora; aurora de un instante que luego nublan sombras pavorosas, pero que exhibe en todo su esplendor al hombre extraordinario a quien debió su libertad el pueblo americano.

            Dignidad, entusiasmo, amor patrio, energía en el propósito de la idea  redentora, leyes, instituciones, fuerza para luchar, y la esperanza del definitivo afianzamiento de nuestra nacionalidad republicana, todo renace a la presencia de Bolívar. Venezuela le aclama su libertador; ciñe coronas a su frente inmortal, y de nuevo se lanza a la enseñada lid donde con suerte varia lucha sin tregua hasta alcanzar su independencia.   

Desvanecido el estupor que produjera en nuestros enemigos la audaz campaña de Bolívar, torna España a esgrimir el sanguinoso acero de sus indomables defensores; reorganiza sus huestes destrozadas; apela una vez más al fanatismo de la masa inconsciente de nuestro pueblo, su poderoso aliado; provoca la ambición de obscuros caudillejos con la aprobación tácita de todos los desmanes cometidos por Monteverde; cobra aliento al pesar la superioridad numérica en que aventaja a sus contrarios; exalta el odio entre los dos partidos; sopla la hoguera en que habrán de consumirse vencedores y vencidos, y desata las alas de aquella tempestad de furiosas pasiones que de nuevo se agitan con estrépito sobre los yermos campos de la patria.


                                                                        X

El 23 de febrero de 1814, diez días después de la heroica defensa de La Victoria por el General Ribas, acampó Bolívar, con su Estado Mayor y con su guardia, en el pueblo de San Mateo.
A pesar del rechazo que habían sufrido los realistas, era en extremo conflictiva la situación de la comarca. El terror dominaba todos los ánimos. Poblaciones enteras huían despavoridas a la aproximación de las hordas de Boves, y una emigración numerosa afluía al cuartel general republicano buscando amparo en el ejército.l

Niños, mujeres y ancianos sobrecogidos de espanto, enflaquecidos por la miseria, seguían los cuerpos que velozmente iban reconcentrándose en San Mateo: y en torno de aquellos bravos que dividían con ellos su escaso pan con mano generosa, gritaban sin concierto, prorrumpiendo en desgarradores alaridos a la menor alarma.

Situado el Libertador en San Mateo, punto escogido como estratégico, para vigilar los movimientos del poderoso ejército enemigo reconcentrado en la Villa de Cura, y auxiliar con más facilidad, en caso necesario, una u otra de las dos ciudades más importantes de la República (Caracas y Valencia), amenazadas a la sazón por los realistas, se ocupa en reforzar sus posiciones con algunas obras de defensa, en tanto que la llegada del ejército de Oriente, acaudillado por Mariño, y esperado con ansiedad creciente durante muchos días, le pone en capacidad de acometer a Boves y de abrir, con probabilidades de buen éxito, una nueva campaña.

En la mañana del 26, se incorporó al Libertador el Mayor general Mariano Montilla, con la división de los Valles del Tuy, y al día siguiente los cuerpos de Ponce y de Salcedo y la brigada de Barquisimeto al mando de Villapol. Las fuerzas todas de los independientes, reunidas en San Mateo, ascienden a 1.500 infantes, con cuatro piezas de campaña de grueso calibre y 600 jinetes, entre los cuales figura el brillante escuadrón de Soberbios Dragones, ansioso por vengar la muerte de su jefe, el bravo Rivas-Dávila.

Repuesto Boves del descalabro sufrido en La Victoria, e impaciente por medirse con el Libertador, a quien cree exterminar con el empuje de sus numerosos escuadrones, se apresura a caer de nuevo sobre los republicanos, mal seguros en sus posiciones de San Mateo. A la cabeza de ocho mil combatientes sale orgulloso de la Villa de Cura; ocupa a Cagua, pueblo inmediato al cuartel general de los independientes; ordena a su vanguardia forzar en el paso del río las avanzadas a cargo de Montilla, las que le oponen dura resistencia; repliega con la noche; toma ventajosas posiciones en las alturas que dominan al sur del caserío, y espera el día para librar una batalla en la que de antemano se adjudica la victoria.

                                                               XXI    


Un grito inmenso de triunfo y de alegría resuena al mismo tiempo en el campo realista; pero instantáneamente, insólita explosión y aterrador estrépito retumba en todo el valle, y densa nube de humo y de polvo asciende al cielo entre lenguas de fuego y cubre la montaña.

¿Qué pasa? ¿Qué acontece? Todos lo adivinan al disiparse el humo que cual fúnebre manto se extiende sobre la casa del Ingenio. ¡El antiguo edificio convertido de súbito en un montón de escombros, pregona el heroísmo de Ricaurte…! ¡Glorioso sacrificio a que no le induce la desesperación; ni se puede estimar como el arranque del despecho de una trágica muerte, ni menos como la protesta insolente del orgullo militar humillado! No; Ricaurte no es Cambrone en el último cuadro de Waterloo, revolviéndose en su agonía de león, para escupir el rostro, con frases de desprecio, a su enemigo vencedor. Está más alto. El amor a la patria es sólo quien le inspira… Una peripecia de la batalla le sirve de pedestal y sobre ella se empina. Su talla adquiere las proporciones de los antiguos héroes; su cabeza se pierde entre deslumbradoras claridades; a sus pies todo lo ve pequeño, menos la huesa que para recibirle cava todo un ejército. Desde la altura en que se encuentra divisa el campo de batalla; en él a sus amigos desesperados de vencer; a Boves, soberbio y victorioso; y tanto esfuerzo inútil y tanta sangre vertida infructuosamente, y la patria humillada, y su causa perdida: todo lo ve a sus pies, y árbitro se siente y soberano de la cruenta jornada: Su vida por mil vidas y por el triunfo de los suyos, le propone el Destino; y convencido acepta el sacrificio, y corre a él; y espanta, y vence, y desaparece de la tierra para ceñir en la inmortalidad la refulgente aureola de su gloriosa abnegación.

Ante aquel extraordinario sacrificio, Boves retrocede aterrado, y de nuevo va a guarecerse en las alturas.
Bolívar le persigue hasta sus inexpugnables posiciones; recorre el campo donde yacen extendidos mil cadáveres, y espera la llegada de Mariño para abrir la campaña.
Tres días más permanece el terrible asturiano en sus antiguas posiciones; luego cambia de aviso y se retira al fin de la presencia de Bolívar, noticioso de la proximidad del esperado ejército de Oriente.



CARABOBO
(24 de junio de 1821)

  COLOMBIA, la aspiración grandiosa del genio de Bolívar, era una realidad.
            Hija del heroísmo, concebida en el seno de las tempestades al eléctrico resonar de los clarines, entre el fragor de las batallas, los rugidos del león soberbio, dominador del Nuevo Mundo, y los himnos triunfales de un pueblo fanatizado hasta el martirio por loa idea redentora de la independencia y libertad, había surgido altiva como deidad terrible, coronada la frente de sangrientos laureles y armada de la noble potencia de su virilidad y sus derechos, del surco ardiente de la guerra en el campo inmortal de “Boyacá”.

            Sobre el rico trofeo de cien victorias, descollaba con proporciones gigantescas, entre las nacientes Repúblicas americanas. Su porvenir estaba lleno de promesas; su nombre, al par de sus hazañas, era timbre de orgullo para los pueblos del Nuevo Continente; y al amparo de su egida, nuevas fuerzas, y brío, y mayor ardimiento cobraban las aspiraciones y los nobles propósitos de los sostenedores de aquella cruenta lucha contra el poder dominador de la Metrópoli.

            Apenas en su aurora, la viva luz que difundía aquel astro radiante prometía no eclipsarse jamás.
            No obstante, la lucha desastrosa empeñada hacía ya tantos años, continuaba con el mismo calor. Vilipendiada al par que combatida siempre por sus implacables enemigos. Colombia se ostentaba orgullosa en medio del huracán que se esforzaba en abatirla.  Apenas si podía dar un paseo en el camino de su engrandecimiento, que no fuera apoyada en su robusta espada, que no hubiera menester abrirse campo con el fuego de sus cañones. Su imperio se extendía sobre ruinas humeantes, sobre campos desiertos, sobre doscientos mil cadáveres que clamaban venganza, sobre un suelo estremecido de continuo por el sacudimiento de las batallas.

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            Empero, tanta perseverancia y tan costosos sacrificios no habían de ser estériles.; para teñir de púrpura la aurora del gran día del definitivo afianzamiento de nuestra independencia, por todos esperada con anhelo tras una noche de tres siglos, mucha sangre generosa había sido indispensable derramar; pero la aurora tan deseada iba a lucir al fin en los horizontes de la Patria.


                                                                        III

            A pesar de los obstáculos de todo linaje, con que el esfuerzo y la tenacidad de los jefes realistas embarazaban la marcha progresiva de la Revolución y su creciente desenvolvimiento, nuestras conquistas en 1820 eran trascendentales y de incontestable  valimiento. Venezuela se había unido a su vecina hermana bajo el fulmíneo casco de Colombia. Nuestra fuerza moral era imponente. Nuestro ejército probado en cien batallas, aunque escaso en número, era disciplinado y aguerrido. Nuestros generales, así como nuestros magistrados, habían cobrado experiencia y alcanzado con la continua rotación de los sucesos, la altura indispensable al puesto que ocupaba y la prudencia tan necesaria así en la guerra como en las emergencias de los negocios públicos. La serenidad y el frío cálculo habían vencido y dominado el atolondramiento, la irreflexiva impetuosidad y las jactanciosas presunciones que, junto con el antagonismo de intereses y pasiones, tan funestos resultados dieran más de una vez en los primeros tiempos de la Revolución. Una sola voz, un solo pensamiento, dirigía aquel conjunto de homogéneos propósitos, antes de aspiraciones turbulentas y de intereses encontrados, entonces sometidos a una sola ley, a una sola voluntad: voluntad por todas acatada y estimada por todos como imprescindible.

            Para 1820, España comenzaba a dudar del sometimiento de sus rebeldes colonias, y nuestro pueblo esquivo largo tiempo al sagrado propósito de sus libertadores, se inclinaba a creer en las promesas de los nobles apóstoles de la libertad y del derecho americano… España, en su propósito de someter a la rebelde Venezuela al yugo colonial, había agotado cuantos medios violentos le había sugerido la ferocidad de las más exaltadas pasiones: la represión salvaje, el cautiverio inquisitorial, el hambre, el hierro, el fuego, la perfidia con sus garras ocultas, el verdugo disfrazado de amigo. Pero el terror y la crueldad habían sido ineficaces. En vano se condenaban a la mendicidad y al desamparo las familias de los tachados de rebeldía; en vano se exhibían en las encrucijadas de los caminos públicos, en las plazas de las aldeas y en las puertas de las ciudades principales, cabezas cortadas por los verdugos, brazos, piernas y esqueletos pendientes de los árboles, clavados sobre picas o encerrados en jaulas para defenderlos de las aves de presa y prolongar el espanto que desean infundir entre la multitud. La cabeza de Ribas estuvo exhibida por cuatro años en una de las llamadas puertas de Caracas. Y nada fue bastante a detener el impulso que impelí9a a Venezuela a su emancipación; las medidas violentas se desprestigiaron y agostaron, y otros medios más hábiles fueron puestos en práctica a ver de contener por la conciliación lo que alcanzar no pudo la violencia, ni menos la crueldad.

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                                                                             IV

            … La libertad proclamada en España, en el seno mismo de los acontecimientos de las tropas expedicionarias con destino a reforzar en Venezuela el ejército de Morillo, al par que abate el despotismo y coloca bajo la egida de instituciones liberales el porvenir político de la Península, favorece a América la transformación republicana de las colonias españolas.

            Fijo, no obstante, como siempre, el Gobierno de la Metrópoli, en el propósito de conservar a la Corona sus posesiones de ultramar, se apresura, recién jurada la Constitución, a restablecer su quebrantada autoridad en las colonias; pero descaminado respecto al verdadero espíritu de la Revolución americana, cree allanable por la conciliación lo que vanamente por las armas se había empeñado en reprimir.

            En tal sentido, la promesa de instituciones liberales y de una amplia amnistía, junto con el ofrecimiento de dignidades y empleos para los jefes insurgentes que sostenían la guerra en Nueva Granada y Venezuela, fue el primer paso de las Cortes en el camino  de un avenimiento entre la Madre Patria y sus rebeldes hijos; y, con tal fin, encárgese a Morillo la pacificación de las provincias sublevadas por medio de la conciliación de tan encontrados intereses.

            La nueva inesperada de sucesos tan extraordinarios, como los que se efectuaran en España, produjo en sus colonias una profunda conmoción, no exenta de desaliento y de despecho, entre los sostenedores del principio monárquico absoluto y de la integridad del territorio sometido por los conquistadores al cetro de Castilla. Aquel insigne triunfo de las nuevas ideas sobre el absolutismo, triunfo  reputado por el pueblo español como la más gloriosa de sus victorias cívicas, desprestigia en América el poderío de la Corona y sus augustos fueros, no solamente entre las clases inferiores poseídas las más de fanático realismo e incapaces de suponer nada tan alto y poderoso como la voluntad de sus monarcas, sino aún entre aquellos mismos más esclarecidos a quienes era fácil concebir la trascendencia de un cambio tan favorable a sus personales intereses…


                                                                            IX

            Valeroso y disciplinado era el ejército español, y superior en número al que el Libertador podía oponerle, a pesar de las favorables circunstancias que avigoraban la causa republicana, y la popularizaban hasta entre los más esforzados opositores.

            No obstante las ventajas y desventajas de los opuestos bandos, podían equilibrarse; si en el realista prevalecía por el momento la fuerza material, campeaba en su contrario el entusiasmo y la fuerza moral de todo un pueblo identificado en una misma aspiración. Para cada una de las bayonetas de que LA Torre disponía, diez corazones resueltos a sacrificarse por la patria podían oponerle los republicanos.

            Con creciente rapidez acercábase el desenlace de aquel sangriento duelo, reñido con el mismo furor hacía ya tantos años; y a nadie se ocultaba que había de ser ruda y decisiva la próxima batalla que se librase en Venezuela.
           
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            En su larga carrera, Bolívar había pugnado con dos hombres verdaderamente notables por las condiciones especiales que los distinguieron en aquella guerra desastrosa, y ambos habían desaparecido del palenque sin haber logrado avasallarlo. En Boves había combatido al sectario de las propias creencias, al hombre de la naturaleza, el torbellino de las pasiones de la época, con todas las iras y arrebatos de una ambición ardiente, con todo el arrojo de un carácter resuelto y exaltado, y toda la pujanza y valentía del león. En Morillo había luchado contra el renombre glorioso, la pericia militar, el ardor reflexivo y la ordenada impetuosidad de un capitán experto y temerario a la vez que prudente. Sometido a las reglas que prescribe la disciplina hasta encadenar su genial intrepidez a las severas prescripciones de la táctica; tan rudo como hábil, de propias ideas, de no escasas aptitudes para el desempeño de la empresa que se le había confiado, sagaz, cruel, arrebatado, perseverante, sin dotes de caudillo, pero terrible e indómito.

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                                                                      X

            Breves días duró la suspensión delas hostilidades acordadas en Trujillo, tregua tan desastrosa para España como benéfica para las armas de Colombia. LA guerra enciende de nuevo su destructora tea, el rayo vibra y en la vasta extensión de Venezuela dilata sus fragorosas resonancias.

            No obstante, la súbita ruptura del armisticio, acogida con férvido entusiasmo por los independientes, fue como el despuntar de una risueña aurora para la causa americana.

            Tras las espesas nubes que obscurecieron hasta entonces los horizontes de la patria, aparecen los primeros destellos de un sol resplandeciente que todo lo ilumina, lo exhibe, y magnifica con sus brillantes resplandores. Los bandos enemigos se miran sin el pasado enojo y se contemplan con admiración. No ya más lucha entre tinieblas aglomeradas por el odio; las sombras huyen avergonzadas y con ellas desaparecen las escenas terribles, el furor fratricida y la saña mortífera que alimentaran en su seno. La tierra absorbe la sangre derramada y el yermo campo reverdece y produce laureles. La espada de los héroes luce ante el nuevo sol, resplandeciente y sin mancilla; y el mismo ronco estrépito del bronce formidable que truena en las batallas, pierde la lúgubre y aterradora repercusión de los pasados tiempos. Sólo el acaso es responsable de la sangre que se derrame en los combates…

                                              
                                                                           XVIII

            Al despuntar la aurora del 24 de junio de 1821, el ejército republicano se pone en movimiento apresta las armas, deja en el campamento todos los equipajes, ganados y acémilas que pudieran embarazar su marcha, y, apercibido a la pelea, recurre lleno de entusiasmo la distancia que media entre las dos llanuras, testigos de sus pasados triunfos.

            Alegre y bulliciosa era la marcha de nuestros regimientos: más que reñir una batalla, aquellos bravos, ansiosos por llegar al término deseado, parecían dirigirse a una feria. Ante la gloria de la Patria, nadie pensaba tristemente arrebatar a la victoria la mayor cantidad de laureles era la aspiración de todos. En medio del ruido acompañado de la marcha resonaban estrepitosos vítores fanfarronadas estrambóticas, gritos preñados de amenazas; y se entonaban coplas de melodioso ritmo, alusivas a los pasados triunfos, a nuestros héroes muertos, no vencidos: y corrían chanzonetas sarcásticas sazonadas de gracia y de dichos picantes, que, unidas al metálico chasquido de las armas, al relincho de los caballos y al susurro del viento en el ramaje de los árboles, formaban un extraño concierto, estrepitoso e inarmónico, pero lleno de virilidad y de alegría. Nuestros soldados, como los antiguos lacedomonios que presidía Tirteo, se enardecen y con los himnos guerreros de sus bardos salvajes, y cantando sus pasadas glorias se dirigen a Carabobo.

            Empero, para llegar a la inmortal llanura por el camino que Bolívar seguía, era necesario superar graves inconvenientes opuestos por la naturaleza; los que, dado caso que hubiera sabido aprovechar el enemigo, ruda y costosa habría sido, sin duda la empresa de vencerlos. Después de esguazar el Chirgua y de internarse en las tortuosas quiebras de la serranía  de la Hermanas, había que penetrar por el desfiladero de Buenavista, posición formidable donde pocos soldados bastan a contener todo un ejército; marchar luego por un camino lleno de asperezas, dominado en gran parte por alturas cubiertas de bosques y zarzales, y atravesar, al fin, una abra estrecha y larga, fácil de defender.

            La Torre desprecio, sin embargo, las ventajas que ofrecía la conformación de aquel terreno por donde forzosamente nuestro ejército tenía que penetrar. Franca dejó al Libertador tan peligrosa vía, conformándose sólo con defender la entrada a la llanura. La pérdida completa del destacamento situado en Tinaquillo, fue acaso la razón que decidiera al enemigo a reconcentrar todas las fuerzas. Las avanzadas que tenía en Buenavista replegaron a la aproximación de los independientes; ocuparon éstos tan inexpugnable posición; y desde allí pudieron ver nuestros soldados todo el ejército español, desplegado en batalla, en la espaciosa sabana de Carabobo.

            El bélico alborozo de los primeros Cruzados al divisar los muros de Jerusalén, ansiando redimir al sepulcro de Cristo, no fue mayor que el júbilo entusiasta que se produjo en el ejército patriota al contemplar el campo de batalla donde había de efectuarse la completa redención de Venezuela. Un grito inmenso resonó en las alturas que dominaran de lejos el campamento de La Torre, grito terrible, provocación amenazante de seis mil combatientes, resueltos a conquistar aquel día, la ma´s trascendental de sus victorias o a perecer en la contienda.


                                                                             XXIII

            Con un frente de cuatrocientos hombres y sin más fondo que dos hileras de soldados. “Apure”, “Tiradores” y “La Legión Británica” avanzan simultáneamente, con ls bayonetas asentadas sobre los regimientos españoles con que La Torre riñe la batalla; carga brillante, a cuyo empuje ceden los realistas, pierden sus posiciones, y repliegan buscando apoyo en el grueso de su caballería.

            Mientras lucha tan bizarramente nuestra infantería, inferior en mucho a la contraria, atraviesa la difícil quebrada un grupo de jinetes de la guardia de Páez, encabezado por el valiente Capitán Ángel Bravo, y parte del escuadrón primero de “Lanceros”, a las órdenes del Coronel Muñoz; y a tiempo llegan de hacerle frente a los húsares de “Fernando VII” y a los Dragones y Carabineros de la “Unión” que en número de quinientos caballos lanza La Torre sobre la extrema izquierda de nuestra línea de batalla con el objetivo de envolverla…

            Páez reúne, entre tanto, los trozos de su caballería que lentamente salen a la llanura. Su ansiedad por allegar el mayor número, sin privar de su presencia alentadora a su diezmada infantería, se descubre en la rapidez vertiginosa con que lanza su impetuoso caballo para acudir a todas partes: así se ve lucir entre el revuelto torbellino del combate su rojo penacho, batido por el viento, cual una llama errante, veloz, inextinguible, alma de la batalla, provocadora del incendio.

            De pronto, en medio de la inquietante expectativa que sufren los dos bandos, la llama voladora se detiene; y Páez lleno de asombro, vé salir de la nube de polvo que oculta los efectos de aquel violento choque, a un jinete bañado en propia sangre, en quien al punto reconoce al negro más pujante de los llaneros de su guardia: aquél, a quien todo el ejército distingue con el honroso apodo de “el primero”( Los llaneros llamaban así al Teniente Camejo, porque su bravura reconocida lo llevaba a ser siempre el primero que acometía al enemigo en toda carga.)
 

                                                                         XXIV

            El caballo que monta aquel intrépido soldado, galopa sin concierto hacia el lugar donde se encuentra Páez; pierde en breve la carrera, toma el trote, y después, paso a paso, las riendas sueltas sobre el vencido cuello, la cabeza abatida y la abierta nariz rozando el suelo que se enrojece a su contacto, avanza sacudiendo su pesado jinete, quien parece automáticamente sostenerse en la silla. Sin ocultar el asombro que le causa aquella inexplicable retirada, Páez le sale al encuentro, y apostrofando con dureza a su antiguo émulo en bravura, en cien reñidas lides, le grita amenazándole con un gesto terrible: ¿Tienes miedo?... ¿No quedan ya enemigos?... ¡Vuelve y hazte matar!... Al oir aquella voz que resuena irritada, caballo y jinete se detienen: el primero, que ya no puede dar un paso más, dobla las piernas como para abatirse; el segundo abre los ojos que resplandecen como ascuas y se yergue en la silla; luego arroja por tierra la poderos lanza, rompe con ambas manos  el sangriento dormán, y poniendo a descubierto el desnudo pecho donde sangran copiosamente dos profundas heridas, exclama balbuciente: Mi General … Vengo a decirle adiós… porque estoy muerto. Y aballo y jinete ruedan sin vida sobre el revuelto polvo, a tiempo que la nube se rasga y deja ver nuestros llaneros vencedores, lanceando por la espalda a los escuadrones españoles que huyen despavoridos.

            Páez dirige una mirada llena de amargura al fiel amigo, inseparable compañero en todos sus pasados peligros; y a la cabeza de algunos cuerpos de jinetes que, vencido el atajo han llegado hasta él, corre a vengar la muerte de aquel bravo soldado cargando con indecible furia al enemigo…


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                                                                       XXV

            Mayor que la impaciencia que Bolívar había experimentado con el retardo de las dos divisiones, fue su angustia, cuando al flaquear el enemigo, miró resuelta la batalla por el heroico empuje de Páez y sus soldados, sin que fuera posible conseguir que todo el ejército español quedase prisionero. Vencedora, ero destrozada, no era dable a la 1ª división rendir a sus contrarios. En tal conflicto, el Libertador ordena a Plaza y a Cedeño prescindir del camino que llevan y penetrar al campo de batalla rompiendo las tupidas malezas y trasmontando las colinas como les fuera posible. Y embargada el alma con el placer de la victoria, el propio tiempo que por el sentimiento de que no llegara a ser completa, presencia entusiasmado los esfuerzos de Páez por sellar aquel día la más gloriosa página de su historia inmortal.

            Sin el apoyo de su caballería, La Torre se ve envuelto: los batallones con que hace frente a la “Legión Británica”, “Apure” y “Tiradores” retroceden con precipitación. En vano se empeña en detener aquel funesto movimiento precursor del desastre¸ en vano, con el ejemplo de una entereza singular, estimula a sus aturdidos camaradas. Inútil es su empeño; su voz se pierde en el estrépito de la ardorosa lid, su brazo se fatiga. Tenaz soldado insiste, sin embargo, en la tarea imposible de conjurar los estremecimientos de la catástrofe que amenaza estallar y que lo arrastra, al fin, con la impetuosidad del huracán “Hortslrich”, da, el primero, el pernicioso ejemplo; al bote de nuestras bayonetas rompe las filas, se desbanda y huye produciendo terrible sacudida entre los otros cuerpos españoles. “Burgos”, fluctúa, no obedece la orden que le intiman sus jefes, de dar frente a los lanceros reunidos de Silva y de Muñoz; y cargado de flanco se desordena, gira sin concierto, y sirve de pasto a las lenguas de acero de nuestros escuadrones…
            Ante aquella furiosa acometida, “Valencey” retrocede y “Babastro” se rinde; mas ¡ah! su postrera descarga antes de entregarse prisionero, arrebata a Colombia una de sus más puras y más preclaras glorias: Una bala penetra el corazón del joven héroe, y Plaza expira entre los vítores del triunfo.

            Con la entrega de “Babastro”, el campo de batalla se siente sacudido por la gran catástrofe de las legiones españolas; y un grito espantoso, clamor desgarrador, inmenso último suspenso de agonía de aquel pujante ejército, resuena en la llanura, y la derrota, contenida un instante, se declara completa.

            “Carabobo” duró lo que el relámpago, puede decirse que para todos fue un deslumbramiento.
            Sobre la frente erguida del vencedor en “Las Queseras”  brillaba un laurel más, y de alto precio.
            El Libertador desciende a la llanura en el momento que se decide la batalla. Su pronóstico estaba cumplido; el ejército patriota saluda entusiasmado a su inmortal caudillo.


SITIO DE VALENCIA
(Del 19 de junio al 10 de julio de 1814


I

La hora aciaga de las catástrofes que habían de consumar la ruina de la Revolución, suena al cabo con lúgubre tañido, a pesar de los desesperados esfuerzos de Bolívar y de sus perseverantes compañeros. En vano para conjurar el desastroso fin que amenazaba a la República, exangüe y moribunda, no obstante sus recientes victorias, baldía el Libertador su espada vengadora, e impulsaba al combate a cuantos alentaban todavía en medio de aquel feroz degüello que sólo ofrecía triunfos de efímera existencia.
Fúnebre eco, preñado de amenazas y pavorosas predicciones, repite como lamento horrísono, el prolongado estruendo de las batallas. Acrece la miseria el funeral desconcierto de lastimeros ayes que se levanta en las aldeas, las villas y ciudades  amargadas por las hordas de Boves; y entre nubes de humo, llamas devastadoras, y espejismos sangrientos, agoreros de funestos presagios, desaparecen para la Patria atribulada aquellos imaginados horizontes donde se reflejan a la par de sus glorias las más risueñas esperanzas.
Por segunda vez, la altiva encarnación de los grandes propósitos emanados de la Asamblea republicana de 1811, sentíase amagada de muerte por el esfuerzo insuperable de sus pujantes enemigos y por la manifiesta hostilidad de nuestro pueblo, que, dominado casi en totalidad por el más fanático realismo y la inveterada costumbre de prestar obediencia a nuestros seculares dominadores, ayudaba con indecible brío a sus propios verdugos en su tarea exterminadora.
Mezquina la fortuna para con las nobles causas, nos abandona por completo; y todas las conquistas de la Patria, todas sus glorias y altos merecimientos, los entregaba con la vida de aquellos tenaces paladines del sagrado derecho de los pueblos, a la cuchilla devastadora y cruel de un aborto infernal, engendrado por la fatalidad para ahogar en sangre a Venezuela, y sepultar, por segunda vez, las aspiraciones de sus preclaros hijos en la fosa del más completo vencimiento. Después de las reñidas de “La Victoria” y “San Mateo”, que un instante robustecieran la fuerza moral de los independientes, los sangrientos combates que nuestros generales  libraban diariamente resonaban en el país como salvas mortuorias por la Revolución que agonizaba.
A pesar de la intrepidez con que nuestros capitanes osaban enfrentarse a la catástrofe que sobrevenía, la hinchada ola de aquel torrente desbordado, que destrozaba cuantos diques pudieron oponérsele, invadía irresistiblemente nuestras ciudades y nuestras fortalezas, y mugidora e impetuosa recorría nuestros campos sembrando en ellos desolación y ruina.
Boves, el más osado e implacable de nuestros enemigos, a quien parecía favorecer un extraño destino, cobraba agigantadas proporciones, y amenazaba hollar con los cascos de su caballo nuestras instituciones nacientes. Su audacia incomparable y los prestigios de vieja bandera que tremolara con poderoso brazo, habían enardecido y retemplado el fanatismo de los salvajes moradores de nuestras llanuras.  Sumisas le seguían las innumerables y carniceras hordas que hemos visto lidiando  en la Victoria y acometiendo en San Mateo con inaudito empuje, siempre fuertes y siempre numerosas a pesar de los repetidos descalabros padecidos en la lucha con sus propios hermanos. Un solo toque de llamada a sus filas, resonando en las márgenes de Guárico, bastaba a Boves para acrecer de nuevo sus mermadas falanges. A la voz prestigiosa de tan fiero caudillo, promesa consagrada de sangre y de pillaje, se estremecían nuestras llanuras, germinaban entre sus nómades pastores los rencores latentes del campo contra las ciudades, la codicia excitada, despertaba los desenfrenados apetitos que dormían a la sombra de la ignorancia y la rusticidad, y la extensa región de nuestros llanos quedaba despoblada. La muerte y los desastres tornaban a enflaquecer las apiñadas filas de las selváticas falanges, pero tras un ejército destruido por Campo Elías, fusilado por Ribas o desbaratado por Bolívar, aparecía otro ejército con el mismo caudillo, más numeroso, más salvaje, y henchido, si es posible, de mayor ardimiento. 


II

            Por demás desigual era la lucha… Como se ve, prosélitos cuantiosos reclutaba el opresor para su causa entre la gente americana. La política tradicional de oscurantismo a que sometiera España a sus colonias, daba al cabo para ella benéficos frutos; los que más había oprimido entre los muros de la esclavitud y la ignorancia, fueron el día temido de la rebeldía de los vasallos, los más empinados sostenedores del cauteloso régimen a que estuvieran sometidos. A ellos cupo la mengua de contrarrestar en primer término el empuje violento de la revolución libertadora, y duro escudo y retemplado ariete fueron de la Corona.
            … Detrás de Boves y Morales y sus revueltas hordas, lucían las bayonetas de Cajigal y de Ceballos, de López y Calzada, de Puy y de Correa, de Salomón y de Cervaris, manejadas en parte por tropas castellanas. A espaldas de este ejército, y poseído aún más  que él de encendidas pasiones, formaba la población canaria avecinada en nuestro suelo, que no omitió en la lucha sacrificio ni esfuerzo en pro de sus monarcas…
            Tal acopio de poder y de fuerza desplegados por la metrópoli para avasallar y someter a la obediencia la rebelde colonia, tenía tan sólo por contrarios el prestigio de una idea noble y generosa, prohijada con extrema firmeza por esclarecidos espíritus, algunos caracteres de temple no común y unas cuantas espadas movidas por vigorosos brazos y ánimos resueltos…

III

            Sin asiento fijo, el gobierno de la República hallábase donde estaba Bolívar; pero por mucho que extendiera sus brazos apenas abarcaba estrecha parte de nuestro territorio. No obstante, la Revolución perseveraba en sostenerse y dominar. Acometía impetuosa con Urdaneta y con Mariño; estallaba colérica con Ribas, Bermúdez y Arismendi; se defendía tenaz con Escalona; sitiaba con D’Eluyar, y tronaba iracunda, audaz y enardecida con Bolívar, en quien se vinculaba su fuerza y entusiasmo.
            Venezuela se exhibía ante la América envuelta entre las llamas del pavoroso incendio que reducía a cenizas cuanto de noble y venerado encerraba en su seno. Los hombres y las cosas amenazaban desaparecer en medio de aquella mar de sangre, en que todo se ahogaba; y sin embargo, divisábamos aún, firmes en el palenque, altivas en el martirio y decididas a arrostrar todos los sacrificios, las severas figuras de Cristóbal Mendoza, el enérgico gobernador civil de la Provincia de Caracas, a quien Bolívar escribiera al abrir la campaña de 1813: “Venga U., la Patria lo necesita; yo iré por delante conquistando y U. me seguirá organizando”; de Espejo, letrado distinguido, a quien trágica muerte le acechaba, cuando con su palabra elocuente y briosa, avigoraba los ánimos de los sitiados en Valencia; de Rodríguez Domínguez, primer presidente del Congreso de 1811, que había iniciado la revolución dando la libertad a sus esclavos; de Sanz, legislador, filósofo, orador y poeta, a quien altas celebridades apellidaron el Licurgo de Venezuela; del canónigo Cortés de Madariaga, el orador tribunicio del 19 de
Abril, alma elevada, de propósitos firmes, que después de un largo cautiverio en las prisiones de Ceuta, escribía al Libertador en 1817…:”la fuerza no es gobierno”; y Juan Germán Roscio, de los aherrojados en las mazmorras españolas por su amor a la libertad, y a quien cupo la gloria de bajar al sepulcro investido con el honroso cargo de Vicepresidente de Colombia; de Martín Tovar, insigne patriota de acrisoladas virtudes; de Miguel Peña, vigoroso atleta de la Revolución, en quien tan poderosamente se hermanaban el genio y la osadía; y Francisco Javier de Uztáriz, patricio de vasta ilustración para su tiempo, literato y artista, cuya sangre iba a correr en breve, derramada por los degolladores en Maturín; el sacerdote Unda, fomentador en Barinas de la Revolución, futuro obispo de evangélicas virtudes, que en la sesión matinal del 5 de Julio de 1811, dijera a sus colegas del Congreso, alentándoles a declarar la independencia: “dos cosas solo deseo: la primera acreditar que mi estado no me preocupa ciegamente a favor de los reyes, ni contra la felicidad de mi patria, y que no estoy imbuido en los prestigios y antiguallas que se quieren oponer contra la justicia de nuestra causa que conozco y declaro…”; José Rafael Revenga, tan ilustrado como circunspecto, el cual prestó más tarde, al lado de Bolívar, señalados servicios a la Patria; Fernando Peñalver, de altos merecimientos, esforzado patriota, que a nombre del Congreso de Angostura, como su presidente, daría a Morillo en 1820 “la grave y sencilla respuesta que cortó de raíz las negociaciones propuestas a aquel augusto cuerpo” por el terrible pacificador; Pedro Gual austero republicano, de vasta inteligencia, enérgico y discreto negociador futuro de los tratados de reconocimiento de Colombia por la Gran Bretaña, de paz y alianza entre Colombia y el Perú, y de reconocimiento por España de la independencia del Ecuador…
            Tales eran los sacerdotes de la Revolución, los representantes civiles de la idea combatida, los hombres de la ley, cuyo ejercicio paralizaba la exigente necesidad de la defensa y el azote violento de la guerra. El mayor número de aquellos ciudadanos, de pie y serenos al borde del abismo a que retrocedía empujada la Revolución, soñaba con las futuras victorias de la República, con el planteamiento de sus generosas instituciones, con el día venturoso en que sería premiada la virtud y respetados los derechos del hombre. No obstante, no los minaba el ocio, no los enervaba la inacción. El período cruelísimo  por que atravesaba Venezuela era de esfuerzos materiales; ellos no le negaron su decidido apoyo: sobre la toga ceñían a veces los arreos militares y cumplido tributo pagaban a la Patria, combatiendo por ella como buenos y cosechando resignados el fruto amargo de aquellos días de sangre, días sin semejantes en los fastos luctuosos del continente americano.

IV

            Agotamiento de fuerzas, miseria, sangre, luto, y completa oscuridad en los nublados horizontes de la Paria, tal era el lastimoso estado de los independientes para fines de junio de 1814.
            Tarde, sí, muy tarde, había llegado a la provincia de Caracas el ejército de Oriente, mandado por Mariño. Tristes rivalidades y enojosas emulaciones lo habían mantenido estacionario en las provincias orientales, que tan heroicamente había libertado; desoyendo las reiteradas instancias de Bolívar que le llamaba con apremio, y dejando, por consiguiente, crecer y tomar vuelo a la poderosa reacción en que se habían lanzado las llanuras y comarcas occidentales de Venezuela, donde el Libertador con escasos recursos sostenía, después de muchos meses, la más violenta y encarnizada guerra.
            Acariciado por los pasajeros halagos de incompleta victoria, y al frente de poco más de 3.000 hombres, penetraba al fin el General Mariño en los agotados Valles de Aragua por el sangriento campo de “Boca-chica”, cuando el ejército vencedor en “San Mateo”, tras veintisiete días de reñidos combates, se hallaba reducido a la tercera parte de las tropas con que diera comienzo a tan rudas jornadas…
            Antes de avistarse con Mariño, en marcha a la sazón por los montes del Pao con rumbo a La Victoria, el Libertador persigue a Boves, quien perdidoso en “San Mateo” y de seguida en “Boca-Chica”, costea por Güigüe la ribera del lago, con ánimo de reforzar el cerco de 4.000 realistas en que estrecha Ceballos a Valencia, y dentro del cual, con tenaz heroísmo, se sostienen Urdaneta y el Coronel Juan de Escalona con un puñado de valientes.
Por duras pruebas había pasado Urdaneta en su frustrada campaña de Occidente, mermada como quedó su división al enviarle de ella algunos cuerpos a Bolívar para combatir en San Mateo; pero ninguna de las dificultades a que se había visto sometido, era mayor que aquella que por el momento soportaba en Valencia, a donde había venido a refugiarse destrozado y perseguido desde Barquisimeto.
Nueve días contaba el mencionado sitio cuando Boves llega a reforzar a su envalentonados compañeros y a aumentar la desesperación de los sitiados, reducidos al recinto de la plaza mayor de la ciudad, en el más lamentoso estado de extenuación y de miseria…
De manera mu cabal cumplía Urdaneta la orden de sostenerse hasta morir, que le diera el Libertador desde las combatidas trincheras de San Mateo.
A la aproximación del ejército patriota, levantan el sitio los realistas. Boves repliega sobre Calabozo, donde va a organizar nuevas falanges; Ceballos se dirige a San Carlos.

V

El Libertador entra a Valencia; encomia la firmeza de sus heroicos defensores; luego, ya unido al General Mariño, reorganiza el ejército y fija el plan de la nueva campaña que se propone realizar.
Escaso, sin embargo, de recursos, para atender al mantenimiento de las tropas y del empobrecido vecindario de la ciudad, se esfuerza en procurárselos en la parte del territorio que ha abandonado el enemigo. Vana esperanza: aquellos campos, apenas pueden suministrar insuficientes provisiones en granos y raíces. Bolívar se vuelve hacia Mendoza y Ribas; les insta con ahínco a que le envíen de la capital vituallas y dinero, y, agotadas las reses que trajera Mariño, los patriotas devoran sus caballos inútiles.
Los auxilios que se piden a la capital demoran en llegar. Caracas está exhausta, apenas vive de las escasas dádivas con que generosamente la protegen algunas provincias orientales. Los más acomodados ciudadanos padecen duras privaciones; las clases inferiores sufren famélicas, vergonzante mendicidad. La miseria pública y privada adquiere día por día alarmadoras proporciones: Mendoza y Ribas hacen esfuerzos extremados por conseguir recursos; exprimen a Caracas y contadas raciones logran dar al ejército.
En tan apurado trance, júzgase indispensable despejar el Occidente para obtener ganados de Barinas, cereales de Barquisimeto y de Trujillo. Adelante, dice el Libertador a sus tenientes, es necesario comer sonde ellos comen; y ordena al General Mariño abrirse paso hacia Barquisimeto, arrollando a Ceballos que se encuentra en San Carlos; mientras él en persona, marcha a Puerto Cabello a reforzar la línea sitiadora con tropas de refresco, y a activar con D’Eluyar los aprestos, tantas veces frustrados, para asaltar las fortificaciones y posesionarse definitivamente de tan importante plaza militar.


VI

A la cabeza de 2.000 combatientes se dirige a San Carlos, el caudillo oriental; pero esta vez frustra la adversidad las previsiones de Bolívar. Sin atender a los sabios consejos de Urdaneta, e ilusionado por engañoso aviso, marcha Mariño atolondradamente del Tinaco, dejando a retaguardia su bien provisto parque y el grueso de su fatigada infantería; y cuando menos lo espera, tropieza al enemigo y sorprendido se deja derrotar en el “Arao” a inmediaciones de San Carlos.
Con la nueva de tan inesperado y rápido desastre, pavorosa alarma se propaga y conturba los ánimos. En la azarosa situación en que se encuentra la República, el menor descalabro puede acarrear extremados conflictos y hasta el completo aniquilamiento de la Revolución.
La infausta nueva del desastre le llega al Libertador; cuando ya preparado se disponía a asaltar la codiciada fortaleza, que tanto esfuerzo inútil costara a nuestras armas; y paraliza las medidas tomadas para dar cima al anhelado intento. Bolívar afligido un instante con el peso de la catástrofe, inclina la frente apesarado; pero reponiéndose de súbito dice a Palacios con suprema entereza: “nuestra posición se hace más crítica; estamos solos para contener el torrente furioso de la devastación; ¡pero lo contendremos!...”. Y, como siempre pronto en sus resoluciones, corre a Valencia, reorganiza la dispersada división de Mariño, y con los mismos vencidos en la triste jornada del “Arao” y algunos cuerpos auxiliares, sale al encuentro de Ceballos. No obstante su ardimiento, Bolívar se ve obligado a detenerse al emprender la marcha: Ceballos no está solo; el ejército de Coro a cargo de Cajigal lo ha reforzado, y juntos cuentan a la sazón con más de 6.000 hombres.
Inminente es el peligro;… El Libertador aprecia con madurez su dificultosa situación; fía a la prudencia lo que el arrojo sería incapaz de realizar, y aprovechando la característica lentitud de Cajigal y de Ceballos en sus movimientos militares, vuela a Caracas n demanda de hombres y recursos, y con orden expresa de defenderse dentro de las trincheras de Valencia, deja a Mariño y a Urdaneta, el mando del ejército. Aunque Caracas está exhausta, Bolívar cuenta con que su presencia en la capital hará el milagro de hacerla aún fructífera, y en cuanto es posible lo consigue. En pocos días arranca con esfuerzos a la empobrecida ciudad 800 soldados que pone a las órdenes de Ribas; se hace de algún dinero, de parque, y medicinas, y regresa al Cuartel General…


VII

En la extensa llanura que domina el enemigo, despliega el Libertador su ejército en batalla, y provoca a sus contrarios al combate; pero tanto Cagigal como Ceballos excusan empeñarlo en la llanura, y con amagos y falsos movimientos, que sostienen los fuegos de unas cuantas guerrillas y de su bien dispuesta artillería, procuran atraernos a sus defendidas posiciones.
El Libertador maniobra con destreza, cambia de frente, se apoya en un tupido bosque, e intenta acometer; pero sus movimientos quedan paralizados, al comenzarse la batalla, por efecto de una copiosa lluvia que apaga los fuegos de ambas partes. Nuestra caballería provoca, sin embargo, a los jinetes realistas: repetidas escaramuzas y combates parciales se traban frente a los dos ejércitos que se mantienen inmóviles en sus respectivas posiciones. Duelos terribles, suscitados por el mutuo ardimiento o por viejos rencores, presencian en la ocasión los contrapuestos bandos.
Prodigios de destreza y de sin par bravura, hacen de nuestra parte en aquellos duelos temerarios, José Gregorio Monaga, Genaro Vásquez y Tigre Encaramado: sus lanzas centellean e iluminan el campo; el ejército aplaude, y la jornada, que en su comienzo prometiera una recia batalla, se resuelve por un torneo sangriento.
El ejército patriota repliega con la noche a las afueras de Valencia, en donde acampa para esperar a Ribas y estar dispuesto a tomar de nuevo la ofensiva. Tarda, empero, dos días en ingresar al campamento la división del vencedor en La Victoria, y extraños sucesos se efectúan entretanto, en el Cuartel General republicano.

IX

Aproxímase en tanto a nuestro campo Cajigal y Ceballos. Bolívar se apresura a esperarlos; pero aquellos dos jefes, menos arrojados que prudentes, respetan nuestras posiciones. A vista de nuestras avanzadas evolucionan cautelosamente, procurando hacernos abandonar el poderoso apoyo que nos brindan los arrabales de la ciudad; y, no lográndolo, se retiran de nuevo.
            A pesar de su embarazosa situación, el Libertador juzga oportuno seguir al enemigo y forzarlo a presentar batalla; pero no obstante su resolución, dura algún tiempo, antes de decidirse, temeroso de aventurarse demasiado hacia Occidente, dejando en descubierto la capital de la República, y a la merced de Boves, que se reorganiza en las llanuras. Decídese, empero, halagado con la esperanza de alcanzar a Cajigal antes que logre encerrarse en San Carlos, y marcha al pasitrote resuelto a exterminarlo.
            Un ejemplar terrible señala nuestra salida de Valencia: frente a todo el ejército, Bolívar hace formar los desertores aprehendidos, y pasa por las armas a todos los sargentos que fomentaron el motín, y un soldado por cada cinco de los 200 de la columna desertora. Vibrando todavía en el espacio las últimas descargas de aquella ejecución, toma el camino de San Carlos, y el 28 de mayo, dos días después de su salida de Valencia, avista a los realistas que le esperan en la inmortal llanura de Carabobo.
            Recio choque se dan allí los contrapuestos bandos. Ardiente fue la lid; la certeza de perecer sin remisión si no logran vencer, multiplica el ardor de nuestros batallones. Generales y soldados se emulan en el denuedo; cuatro horas después de empeñado el combate, Bolívar queda triunfador en el glorioso campo, donde nuevos laureles conquistan a la par Mariño, Ribas y Urdaneta, José Leandro y Florencio Palacios, Bermúdez y Soublette, Valdés, los dos Montillas y los dos Monagas, Anzoátegui, Jalón, Freites, García de Sena, Carbajal y cuantos asistieron a la insigne jornada…
(…)
            Quinientos prisioneros, toda la artillería enemiga, ocho banderas, copioso parque, algún ganado y cuatro mil caballos, son los trofeos del vencedor. Cajigal y Ceballos, protegidos por algunos escuadrones, ganan la vía del Pao y se escapan por ella; la dispersada infantería realista toma el camino de San Carlos, acuchillada por Bermúdez; mil quinientos defensores del Rey quedan muertos en el campo de batalla, y la memorable llanura, donde siete años más tarde habrá de decidirse la gran lucha de nuestra Independencia, oyó resonar, por vez primera, los entusiastas vítores del soldado patriota proclamando su nombre ante la historia.
(…)

XI

            Es el 15 de junio de 1814: ¡día de luto y horror para la Patria!
            Oculta la mayor parte de la caballería enemiga entre las quiebras y matorrales que le brinda el terreno, Boves empeña poderoso ataque con los 3.000 infantes que dirige Morales, apoyados en algunos escuadrones de lanceros.
            Mal informado el General Mariño por sus exploradores, y estos a su vez, por los hostiles vecindarios de la comarca, entre los cuales priva el renovado espíritu realista, cree, y trasmite al Libertador su errado juicio, de que tienen al frente todo el ejército de Boves; y aunque las fuerzas ostensibles que le presenta el enemigo duplican casi el número total de nuestros batallones, aceptan estos el combate, sin que sea parte a descorazonarlos la ventaja numérica de sus manifiestos contrarios.
(…)
            Entre las patas de los caballos enemigos desaparece, como tragado por un monstruo, el batallón “Aragua”, y una sola masa, rugiente, vertiginosa, convulsiva, forman al confundirse republicanos y realistas. Inútil resistir; todas las desventajas están de nuestra parte; la espantosa matanza, acápite sombrío de aquella inolvidable y sangrienta jornada, se ceba en nuestro campo. A pie no poco de nuestros Generales y a la cabeza de algunos trozos de columnas o grupos de soldados, luchan con desesperación cual simples capitanes. Los caballos de Boves echan por tierra cuanto les resiste: vuelcan nuestros cañones, pisotean los muertos, los heridos, los que tratan de huir y los que osados se defienden. Un batallón de Cumaná se forma en cuadro y resiste algún tiempo el bote de las lanzas; Boves en persona acude a exterminar a aquellos bravos; carga tres veces sin abatir al resistente cuadro; pero lo rompe al fin y desbarata sin dejar en pie un solo soldado. La derrota gana nuestras filas, y el degüello termina tan sangriento combate…
            Boves, tajando con su sable cuantas cabezas se le ofrecen al alcance del brazo, estimula el degüello a sus feroces bandas, y más de 1.000 cadáveres cosecha en pocas horas aquel funesto campo.
            Con Una parte de su Estado Mayor, sálvase el Libertador por el camino eral que lleva a La Victoria, gracias a la velocidad de sus caballos. Mariño y otros jefes orientales ganan la vía del Pao de Zárate que recorrieran después de “Boca-chica”; y la onda furiosa del exterminio de la Patria, a cuyo frente va el imperioso Boves proclamando su triunfo, cual sombrío pregonero de muerte y de desastres invade los desiertos pueblos, los abandonados caseríos, y las yermas campiñas de los Valles de Aragua.
            A las nueve y media de la noche, después de recorrer diez leguas en tres horas, llega el Libertador a La Victoria, donde se detiene hasta el amanecer con el objeto de reunir algunos dispersos de la jornada y expedir correos a aquellos de sus tenientes con mando de armas en la parte occidental de la República. Amenguando el desastre de “La Puerta”, lo participa a Ribas, instándole a poner a Caracas en estado de defensa. Ordena al Coronel Fernández sostenerse a pie firme en La Cabrera, a Escalona defender a Valencia a todo trance, a D’Eluyar no abandonar el sitio de Puerto Cabello y estar vigilante, y, finalmente, al General Urdaneta le manda con urgencia replegar de Occidente, y a marchas forzadas venir en auxilio de Valencia…
            Decidido Bolívar a no ceder el puesto a sus contrarios, retrocede no obstante hacia la capital, empujado por una fuerza irresistible. En aquellos momentos de suprema congoja para los defensores de la Patria, como en toda ocasión en que el destino le sometiera a dolorosas pruebas, su carácter se manifiesta incontrastable.
            EL ejército había sido vencido, no el alma de Bolívar. Ajeno a ls mezquinas sugestiones de la adversidad, resume en sí toda la decisión y la energía que abandona un instante a los más esforzados. Envuelto en la catástrofe que no ha logrado conjurar, capaz se siente todavía de esclavizar de nuevo la Fortuna, luchar indefinidamente contra la adversidad, y vencer el destino.
            ¡Ah! ‘cuántas veces en el largo transcurso de aquella cruenta lucha, se vio desamparado, solo, sin más apoyo que su genio y su espada, y no se tuvo por vencido! ¡Y cuántas otras, como Anteo, de entre el revuelto polvo donde cayera anonadado, se levantó triunfante!.
            Cual los antiguos gladiadores que de antemano se condenaran ellos mismos a morir o vencer en el circo, Bolívar no podía retroceder, y mientras el hierro de su contrario le hiriese sin matarle, tornaba a combatir, siempre resuelto, y lleno de esperanzas.

XII

            Boves pasa cuchillo en el mismo campo de batalla a todos los prisioneros y heridos patriotas; fusila al Coronel Jalón con crueldad refinada, en Villa de Cura[1]; sigue las huellas de Bolívar hasta La Victoria que ocupó el 16; divide allí su poderoso ejército; lanza sobre Caracas al Capitán González con 2.000 hombres de sus mejores tropas, y con el mayor número de vencedores en “La Puerta” se dirige a Valencia. Rompe y degüella en La Cabrera la brigada del Coronel Fernández, que firme se sostiene impidiéndole el paso, y destroza asimismo a la numerosa emigración de los vecinos pueblos refugiada momentáneamente en aquel sitio. Al día siguiente de tan espantosa hecatombe, incorpora a sus filas, en San Joaquín y en Guacara, los cuerpos francos y guerrillas realistas que infestan la comarca; a la cabeza de 6.000 combatientes llega a Valencia el 19; intima la pronta entrega de la ciudad, con amenazas de exterminio para sus habitantes, si al punto la guarnición que la defiende no se le entrega a discreción, y tras la enérgica negativa de Escalona, se dispone a tomarla por asalto.
(…)
            El ataque a la capital se espera por momentos. Reina, empero, el más completo desacuerdo entre los jefes republicanos, respecto a la suprema decisión que reclaman con apremio la salud de la Patria, la moralidad del ejército y la cruel agonía de los habitantes de Caracas.
            Ribas, cabeza de partido de los más exaltados, se obstina inconsultamente en defender a todo trance la ciudad. Bolívar, mejor aconsejado, y a quien la desgracia no exaspera como a su irascible e impetuoso émulo, rechaza por inconducente tan descabellado propósito;  se esfuerza, por el contrario, en llevar a cabo el plan bien meditado de retirarse a Barcelona, para tentar fortuna en las provincias orientales, evitando a la capital de la República los estragos de un sitio sin esperanza de socorro, los horrores consiguientes a una inevitable ocupación por fuerza…
            La incertidumbre se proponga, corren las horas, la angustia crece a medida que se desliza el tiempo. En tan conflictiva situación, el reloj de la Metropolitana da las dos; un edecán del Libertador sale precipitadamente de la casa en que se halla reunido el consejo de guerra, monta a caballo, parte a todo galope y se pierde de vista. Extraño movimiento se nota de pronto en los cuarteles y en las diseminadas guerrillas a quienes les está encomendada la defensa de las líneas de fosos y parapetos que resguardan parte del caserío de la ciudad; propágase con rapidez este suceso en el inquieto pueblo; suenan tres cañonazos, e inmenso clamor de duelo y terror se levanta de súbito, proclamando con desesperación: “¡se va el ejército!”.
            La opinión del Libertador había al cabo prevalecido. El ejército evacúa en silencio la ciudad en medio de la general consternación que produce su marcha; toma el camino de Barcelona por la fragosa vía de la montaña de Capaya, y 20.000 personas de todos los sexos, edades y condiciones, locas y despavoridas de terror, abandonan sus hogares y le siguen las huellas. La sombra de Boves, y el recuerdo amenazante de todas sus crueldades, se cierne sobre todos aquellos desgraciados que se imaginan sentir ya en las entrañas las lanzas de las salvajes hordas a cuya merced van a encontrarse.
            Emigrar es el anhelo de todas las familias. Empero, no ha faltado quien achaque a Bolívar tan funesto consejo, sin que nada lo pruebe. Aquella desatentada huida, obra fue del espanto que supo infundir Boves y que plenamente justifican sus recientes crueldades.

[1] Boves convidó a comer en la Villa de Cura a su prisionero el Coronel Jalón, y concluida la comida, y aún sentado a la mesa, en presencia de la víctima lo mandó fusilar.

XIII

            En tanto que el Libertador, esperaba en Caracas, se encuentra en la absoluta imposibilidad de socorrer a la briosa guarnición de Valencia; y discute con Ribas el combatido plan de una nueva campaña, y marcha luego en retirada hacia las provincias orientales en donde espera exponerse y proseguir la lucha con probabilidades de bue éxito; Urdaneta, rechazado con violencia sobre la cordillera de los Andes, recoge los dispersos patriotas escapados del degüello de Barinas, salva los restos de su desmedrada  división internándose en el territorio granadino, y Valencia queda abandonada a la implacable ferocidad de Boves y Morales, que le cercan con poderoso ejército y la combaten a porfía.
(…)
            Boves triunfa, Valencia protesta, y heroica se inmola.
            Pero retrocedamos al 19 de junio, cuando quedó cercada la ciudad por las tropas realistas.
            No era esta la primera vez que el valeroso Coronel Juan de Escalona, Gobernador militar de aquella plaza, en ocasión tan crítica, se veía obligado a defenderla con un puñado de valientes. Algunos meses antes había ya compartido con el General Urdaneta, las duras pruebas del sitio puesto por Ceballos; mas, cuán diversa, aunque con extremo desastrosa, fuera entonces la situación de los sitiados; en días tan angustiosos, la esperanza de ser favorecidos no llegó a abandonarlos; Bolívar lidiaba en San Mateo, y el estruendo lejano de nuestra artillería era una vos de aliento. En las presentes circunstancias, aislado y sin esperanza de efectivo socorro, encuéntrase Escalona. Acepta, empero, el sacrificio que le impone el deber, se parapeta en los escombros de la bombardeada ciudad, y abrazándose de las humeantes ruinas que golpea y desmorona el cañón enemigo, se empeña en sostenerlas o sepultarse en ellas con la tenacidad de un espartano…
            Escasa tropa cuenta Escalona para hacer frente a los 6.000 realistas que marchan a estrecharle en aquella ciudad mal resguardada, de desparramado caserío y apenas fortificado el recinto de la plaza mayor y de las cuatro manzanas adyacentes, con débiles trincheras. Pues si bien es verdad, que, noticioso apenas del funesto desastre de “La Puerta”, y en su poder la perentoria orden de Bolívar, de sostener a Valencia a todo trance, había tomado acertadas medidas y logrado elevar la exigua guarnición de la ciudad (35 artilleros) a trescientos veinticinco soldados, con gente reclutada de improviso, y no pocos heridos, de los muchos que había en los hospitales, sobremanera desproporcionada era la cifra de combatientes con que había de repeler los envalentonados y numerosos destacamentos que a su vista despliégase en batalla, tan pronto como pisan la llanura de Morro. No titubea, con todo, en apercibirse a la defensa. Sin que se le oculte la imposibilidad de sostenerse largo tiempo, rechaza con heroica altivez las repetidas intimaciones de rendirse, que le dirige Boves; y cuando el colérico asturiano, exasperado al cabo, le amenaza con la fanfarronada de ir en persona a desbaratar con propias manos los improvisados parapetos, resguardo de escasa parte del poblado. Venid, le contesta Escalona, que yo os las cortaré con mi propio sable, sobre el bronce de mis cañones.
            Boves no espera más. A las pérfidas promesas de sus parlamentarios, sucede la franca vocería de sus llaneros, que azuza al exterminio, seguro de alcanzar fácil victoria; y desde aquel instante empéñase encarnizada lucha…
(…)
            Rechazado por tercera vez, suspende el fuego y se retira a la puesta del sol; finge darse al reposo algunas horas, y, presumiendo sorprendernos nos acomete a media noche. Lanza esta vez al simultáneo asalto en que fía exterminarnos, todos los hombres útiles que componen su ejército, sin excluir los pujantes escuadrones de jinetes que, sedientos como siempre de sangre y de pillaje, azuza desmontados sobre nuestros baluartes, a vanguardia de crecidas columnas de fusileros.
            La obscuridad de la noche favorece el asalto. La primera embestida del enemigo, silenciosa y a oscuras, desconcierta un instante a los sitiados; pero de súbito rojiza claridad inflama el aire; disparan nuestras baterías sobre los sigilosos asaltantes, y ensordecedora vocería se levanta. Todos los flancos de nuestro resguardado recinto, atacados a un tiempo, contestan con nutridas descargas el fuego que reciben. Horrible es el estrépito, ensañado el combate. Las balas de los cañones de entreambos contendores hacen temblar los edificios, rebotan en los techos, y al través de los destruidos muros llevan la muerte y el terror a las consternadas familias. La metralla cruza las sombras en todas direcciones, éstas se iluminan a proporción que acrece la nocturna batalla, y los disparos llegan a ser tan continuados, que, al decir del historiador Yánez, bien podía leerse fácilmente a la viva claridad que difundían.
            Por todas partes se oyen imprecaciones y alaridos, gritos de aliento y explosiones de cólera que se mezclan al llanto de los niños, a los dolientes ayes de las madres y al inmenso clamor de los que despavoridos abandonan sus hogares, presa de las llamas, o teatros de espantosa matanza, y atolondradamente discurren por las calles entre nubes de balas, buscando dónde refugiarse.
            Las llamas que producen algunas casas incendiadas sirven como de antorchas al nocturno combate, y Valencia hasta la aurora del nuevo día, se ostenta iluminada.

XVII

Reunidos Boves y Cajigal, cuyas dos divisiones suman aproximadamente 8.000 hombres, bien abastecidos y armados, se disponen a embestir de concierto el recinto de la plaza mayor, donde entre escombros, mal parapetado, pero resuelto a sepultarse en ellos, se mantiene Escalona, por un prodigio de perseverante energía.
Para contrarrestar el poderoso empuje de todo el ejército realista, apenas cuenta el comandante de la plaza con una docena de cañones y un centenar de bravos que no alcanzan a cubrir, siquiera escasamente, la mitad de los baluartes que les es forzoso defender. Pero no amengua el ánimo de aquel intrépido soldado tan manifiesta desventaja; resuelto a sostenerse hasta perder la vida, reúne a cuantos ciudadanos alientan todavía en el atrincherado cuadrilátero, sin exceptuar los miembros, muy respetables del Cabildo de la ciudad, ni los heridos y enfermos que perecen de hambre, pero que mal que bien podían aún manejar un fusil; y con aquella estropeadísima recluta, compuesta en su mayor número de hombres lívidos, casi moribundos, que más parecen sombras, cubiertos de coágulos de sangre, ennegrecidos por la pólvora, mutilados los unos, abatidos por la fiebre los otros, y todos extenuados, refuerza las trincheras y aguarda el ataque…
(…)
            Después de algunas horas de inexplicable inmovilidad, todo el ejército realista se pone de pronto en movimiento, marcha al paso de carga contra nuestros baluartes, y ensordecedora algazara resuena amenazante. A los clarines de Boves, que vibran en todas direcciones, contestan nuestras cornetas y tambores con sin par osadía, y en medio de tanto estrépito, déjase oír la voz robusta de Escalona, quien mostrando a sus valerosos compañeros la tricolor bandera hecha jirones, pero flameando todavía orgullosa y terrible sobre elevada pica en todo el centro de la plaza, exclama descubriéndose ante la noble enseña:
            “Heroicos valencianos, hermosa y envidiable es vuestra gloria: no vayáis a mancillarla en las últimas horas de amargas pruebas que ha de vencer vuestro valor y vuestro patriotismo. Si nos cabe sucumbir lidiando por la Patria, he ahí nuestra mortaja, ninguna más gloriosa. ¡Viva la República!”…
(…)
            A pesar del indomable brío que alienta a los republicanos, algunas de sus guerrillas se resienten al cabo de su extrema flaqueza; la superioridad del enemigo pesa sobre ellas, amenaza aplastarlos. Perseveran, no obstante, en sostenerse; pero a cosa de las cuatro de la tarde, la artillería realista, al par que inutiliza el cañón que defiende los ángulos del Toro y de Guevara, abre ancha brecha en aquella trinchera, y una columna enemiga asalta el arruinado parapeto, degüella a sus postrados defensores, e intenta penetrar en la plaza.
            Los sitiados se estremecen como tocados por un hierro encendido. La plaza está tomada; invencible terror paraliza un instante a los más esforzados; todos se cuentan por perdidos, cuando Escalona y su segundo, el Teniente Coronel Uzcátegui, acuden sable en mano a la cabeza de un pelotón de bravos al lugar del conflicto; cierran la brecha con sus cuerpos, cargan a la bayoneta la columna invasora; y apoyados por los certeros tiros de un obús que el Capitán Velazco monta rápidamente en batería sobre los escombros del vencido baluarte, reconquistan la posición perdida, aunque al precio inestimable de la vida de tan valeroso Capitán.
            Aquel frustrado asalto, en el cual pierden los realistas más de doscientos hombres, amengua y pone a raya la impetuosidad del enemigo; y como al propio tiempo y con estragos, Boves y Cajigal se vieran rechazados de todos nuestros flancos, suspenden el combate, ganan sus respectivos campamentos, y centenares de cadáveres dejan abandonados en las desiertas calles.


XVIII

Esta victoria inconcebible, la más gloriosa acaso de cuantas alcanzaron nuestras armas en aquel largo sitio, agota por completo las más escasas municiones y las exiguas fuerzas que aún poseyeran los sitiados. Atónitos se contemplan los destrozados triunfadores; podría creerse que en el fondo del alma les pesase tornar a verse cara a cara con la miseria y con la vida, cuando estimaban imposible poder sobrellevarla por más tiempo.
            La noche se extiende pavorosa tras la cruenta jornada, como si el sol, para siempre apagado, condenase a la tierra a eterna obscuridad. Todo calla en el seno del recinto, y Valencia agoniza entre horribles torturas.
            Aquella noche cruel era la misma en que el Libertador se disponía dejar a Caracas; como lo efectuó al rayar la aurora, tomando el camino de Guarenas.
            Excepto el agua, que las frecuentes lluvias de la estación les proporcionan con alguna abundancia, los sitiados carecen en absoluto de medios de subsistencia. El poco ganado, y los escasos cereales y raíces que se habían podido introducir en la ciudad antes de ser cercada, hacía ya muchos días que se habían consumido, así como los caballos y los burros; y aquel hambriento pueblo, después de devorar los más inmundos animales, roe con desesperación las piltrafas de cuero que antes hubiera despreciado y hasta las suelas de sus propios zapatos…
            Apiadado Escalona de los padecimientos de tan heroico pueblo (cuya espontánea inmolación encarece con justicia la historia), al par que convencido de la imposibilidad de sostenerse y escudarlo por más tiempo, se dispone a evacuar aquella misma noche la ciudad, esperando atraer sobre sí todo el furor de Boves; pero en vano aguarda hasta amanecer, a los varios exploradores que de buena voluntad se han ofrecido para inspeccionar las posiciones enemigas, con el objeto de procurarse una salida. Aquellos desgraciados no vuelven, porque aprehendidos por patrullas realistas han sido pasados por las armas; y el sol se eleva iluminando los aprestos de Boves para un nuevo combate.
            “Pues muramos peleando”, grita Escalona, empujando hasta los muertos a defender las débiles trincheras…
(…)
            La inmovilidad que guarda aún el enemigo, no se la explican los situados sino como un refinamiento de crueldad; parecía que el cañón, fatigado, dejaba terminar al hambre la sumisión de los rebeldes.
             Rugidos de indignación provoca en nuestras filas semejante amenaza. Escalona organiza una columna de ataque, y va a lanzarse fuera de las trincheras, cuando de súbito, a cosa de las diez de la mañana, ruidoso redoble de tambores y vítores al rey resuenan en el campo realista, donde al fin de una salva de veintiún cañonazos aparece una bandera blanca. Sorprendidos quedan los sitiados ante aquella inesperada insinuación de paz; aunque temerosos de ser víctimas de algún ardid falaz del enemigo, izan igual señal en el baluarte más visible, a donde acude al punto un edecán de Boves, portador de un pliego para el Gobernador militar de la plaza. El Comandante General de las tropas sitiadoras propone entrar en negociaciones de capitulación con el gobierno de la ciudad sitiada, y adjunta las cartas que acaba de recibir de Caracas, autorizadas con la firma del Ilustrísimo Arzobispo Coll y Prat, y de otros respetables ciudadanos, por las cuales se imponen los patriotas de haber sido la capital ocupada el día siete por las tropas del rey, como asimismo de la retirada que ha emprendido Bolívar hacia las provincias orientales, dejando a Valencia a la merced de Boves, quien “por humanidad” le abre las puertas de una honrosa capitulación.
(…)
            Pero a pesar del poco crédito que inspira la fe púnica del feroz asturiano, Escalona se apresura a reunir el Cabildo, los vecinos notables de la ciudad, el clero y los militares de más alta graduación, para resolver si ha de ser o no considerada la proposición del enemigo; hace patente a la asamblea su renuncia a fiar en las promesas de tan falaz aventurero; más como después de largas discusiones, viera a la mayoría de aquella junta inclinada a tratar, por carecer de medios de resistencia, cede al cabo, y exige una suspensión de hostilidades. Luego acuerdan ambas partes las bases de una capitulación que negocian el Coronel Uzcátegui y el Doctor Miguel Peña, nombrados por Escalona; y Valencia se entrega, y no embargante la palabra de Boves, empeñada en el fiel cumplimiento de tan honrosa capitulación, no tarda ésta en ser violada con escándalo a la moral, del derecho y de la humanidad.
            El ejército realista, después de un largo plantón en las afueras de Valencia, penetra al fin en la ciudad heroica, en donde sorprendido a la vez que irritado, apenas cree posible que lo hayan detenido tanto tiempo aquellos cadavéricos soldados roídos por el hambre, sin un grano de pólvora, y en su mayor parte inutilizado el armamento. En la entrega y recibo de la plaza, presiden formas corteses que apaciguan los conturbados ánimos; pero apenas posesionado Boves de la deseada presa, entrega a saco la ciudad, y comienza el degüello de los capitulados…


XIX

Aquel terrible monstruo, a quien dotó el destino de un valor estupendo, tan sólo comparable a su crueldad ingénita, contempla fríamente la matanza de aquellos que le horraron creyendo en su palabra.
            Indescriptible es el terror que se propaga en la ciudad; Morales, la hoja del cuchillo con que Boves decapita a Valencia, recorre frenético las calles a la cabeza de una compañía de desalmados que él mismo califica de asesinos; degüella en los hospitales los heridos; invade los cuarteles y las casas donde se encuentran detenidos los verdaderos héroes de tan recias jornadas, y sin respeto por la gloria los befa y sacrifica…
            Uzcátegui, París y Alcóver, los hermanos de Peña, el denodado Espejo, Gobernador Civil de la heroica Valencia; cuarenta y ocho respetables ciudadanos y más de sesenta jefes y soldados perecen a manos de Morales. Los que se salvan del degüello lo deben al oro o a la astucia: Escalona y el Doctor Miguel Peña, se escapan osadamente de la casa de Boves donde estuvieran detenidos, y a favor de un disfraz ganan el campo y se guarecen en los bosques.
            Casado de matar, Boves reorganiza el ejército; envía a Morales con una división de 6.000 hombres a los alcances de Bolívar; manda a Calzada salir al punto en seguimiento de Urdaneta; y encomendando a Dato, Gobernador verdugo de luctuosa memoria que impone Valencia, completar el castigo de la ciudad rebelde, el soberbio asturiano desconoce la autoridad de Cagijal; y al propio tiempo que el burlado Capitán General marcha a Puerto Cabello, Boves dirígese a Caracas donde le esperan los laureles del triunfo.
            Zaragoza, por heroica, no desdeña a Valencia; ésta como aquélla, tuvo su Palafox, su alma inflexible en Escalona, que luchó denodado hasta quemar en sus baluartes el último cartucho. La una en España, llena de gusto orgullo, gritará eternamente:”Preferí convertirme en polvo y desaparecer, antes que abrir mis puertas al invasor extranjero”. La otra en Venezuela, puede exclamar con la misma arrogancia: “Protestando contra el absolutismo, fui degollada en 1814…”





REFERENCIA
Blanco E. (s/f) Venezuela heroica. Caracas: Reproductores Gráficas s.a. Cuarto Festival del libro venezolano.
Blanco E. (1960) VENEZUELA HEROICA (s/l) Ediciones An





CENTRAL UN CUENTO DE JOSÉ BALZA 
  Les presentaremos el cuento Central, publicado en las narraciones breves

La mujer de espaldas.

            CENTRAL (Cuento) 
“Uno nunca llega a comprender a su mamá”, pensó el muchacho, haciendo equilibrio sobre la acera rota, en la bomba de gasolina. Espera que el semáforo cambie, mientras otro grupo –dos negritos, señoras con paquetes, el fiscal de tránsito—llega junto a él.
            Un vertiginoso chorro de buses y autos ocupa la calle. Zumban las motos y el aire es espeso, casi doloroso. Bastaría mirarlo bien para respirar con dificultad; pero nadie lo hace y la ciudad parece intrincada de vitalidad. Él viste su corta chaqueta de cuero, pantalón de pana acanalada, de un marrón rojizo. La camisa rosa muestra el pecho y un collar de pequeñas piedras mates. Es bastante alto; la ropa, aunque holgada luce empujada por la potencia del pecho, de los brazos y las piernas. Tiene veinte años.
            Acaba de sentir que su madre, sin decirlo, vuelve a oponerse a sus salidas. Hijo único, nunca vio a su padre, y la mamá de cuarenta y cinco años resulta tan libre que pocas veces se vuelve exigente, como en los últimos días. Cuando él ha estado afuera casi todas las noches de la semana, cuando ya eso debía ser aceptado en casa, su madre se enfurece en silencio. Uno nunca llega a entenderla por completo. Van a ser las cuatro de la tarde. Federico mira su reloj y se asegura de tanta puntualidad: jamás llegó a tiempo en ninguna ocasión, aunque durante dos años recientes, en el ejército, creyó haber adquirido esa costumbre, esa rigidez: lo puntual.
            Esta noche, como todas las suyas desde que salió del servicio militar, será elemento de azar. Fue por casualidad como conoció a Quintero hace ocho días, aquí mismo, y como éste lo llevó donde sus amigos; y con ellos, más tres whiskies, quedó acordado que él sería hoy recepcionista y acomodador durante la función de ópera. Hasta trae en una bolsa plástica su viejo uniforme y su gorra, según lo sugirió el cantante. Ese contacto de una semana atrás fue así de simple. Quintero, a quien acababa de conocer, lo invitó a subir: en el piso 36 habría un grupo de amigos suyos.
            Entonces, cuando subían, Federico previó que encontraría una fiesta. Pero estaba un hombre solo, un piano, muchos discos. El apartamento parecía lleno de mil adornos. Al tercer trago, entre risas, bromas y chistes obscenos, el cantante consultó a Quintero: y éste le propuso a Federico que viniera, vestido con uniforme (Federico había confesado que guardaba uno, como recuerdo) el próximo sábado, para recibir a los invitados. “Sería impresionante que nuestra función de ópera tuviera –como gran categoría—a un militar de recepcionista” dijo el hombre, entre serio y burlón. Allí se realizaría una función de ópera: a Federico no le extrañó lo estrecho del local: nunca escuchó ópera y no sabe exactamente de qué se trata; se entusiasmó con su rol, y aceptó.
            ¿Verá de nuevo a Quintero? Tal vez, en algún billar, en la calle, por aquí mismo como la primera vez. En verdad, Federico nada puede recordar de Quintero, exepto que era muy flaco.
            El muchacho cambia de una mano a otra la bolsa plástica. Está haciendo equilibrio sobre el cemento roto de la acera, en la bomba de gasolina y siente el grueso empuje de tantas personas que se acercan esperando el cambio del semáforo: ya va a dar luz verde, con letras que dicen PASE, y Federico apresta su cuerpo para cruzar.
            Pero aún nada adopta la verdadera historia o, por lo menos, la paralela: ¿quizás porque ninguna reviste radiaciones, salidas y contactos con las otras? ¿O porque este ambiente vuelve esponjosa la individualidad, de tal modo que, al ceñirla, ablanda su destino dentro de la multitud? En todo caso, aunque no sea la historia frontal, podemos seguir con Federico durante esa tarde de junio, en 1980.
            Sí; Federico salta a la calle, la atraviesa, perdido dentro de la gente áspera. Y en seguida queda inmovilizado bajo las gigantescas pantallas de las fachadas: cinco murallas, una misma forma repetida cinco veces lo aplasta. Mil ventanas visibles pero secretas están sobre su cabeza: los grandes edificios del Parque Central. Estos, sin embargo, no son nada: frente a Federico y a su derecha, dos faros enormes avanzan desde el suelo: copian su imagen en cien fragmentos, copian la imagen de los cerros próximos y del cielo; y se elevan casi ruidosamente. Así emergen las torres laterales, fragmentadas en espejos cambiantes que producen vértigo desde abajo. Y hacia uno de esos monumentos irreales, hacia un punto de esa estadística visual Federico se sabe convocado.
            Ahora él camina por los pasillos interiores; pasa frente a una elegante tienda de ropa masculina, cerca del cine, y deja detrás los dos abastos de cristal. Va a cruzar una pequeña calle subterránea donde cierta pastelería, espléndida, subyuga. Pero ésta no podrá ser la historia proporcional, geométrica: no es Federico quien avanza por el pasillo hacia la pastelería sino Juan José; y Juan José conoce exactamente el sitio al cual debe arribar: un apartamento del piso 11, a medias oficina y a medias hogar, donde Josefina lo espera enfurecida. El hombre blanco y algo grueso, en camisa, se mueve con celeridad: ella tendrá que someterse, que aceptar. ¿No pudo realmente sospechar con sus salidas, con tantas horas fuera de casa –sospechar de todo lo que podría significar la existencia de la Otra? Ningún hombre completo debe tener después de los veinticuatro años una sola mujer. Y Juan José llega a los cuarenta. Ha perdido el gusto por las diversiones, por las fiestas; le agrada conversar con amigos y en pequeños grupos. Frecuenta el cine, la prensa, la televisión. Y desde hace años se siente como sosegado en todo: menos en la sexualidad. A cada instante lo abruma ina urgencia erótica. Si en la noche estuvo con Josefina, antes de mediodía sabe que debe buscar a la Otra. Hay como un plazo tendido para él, una trampa de la cual no logra escapar si no encuentra una mujer. Y, sin embargo, nada de esto es nuevo: lo sintió a partir de los veinticuatro años. Sólo que antes lograba perder dos o tres noches en reuniones con amigos, y ahora nada le interesa aparte de estar con Josefina, con la Otra o con cualquiera. En cada caso, eso sí, cree permanecer realmente enamorado, con la obsesiva ilusión (fugaz, instantánea) de un muchacho de catorce. Se siente cromático, conquistador. Y aunque engaña a ambas mujeres, ellas nada notan; vive en este edificio, con Josefina, pero durante dos noches a la semana duerme afuera (con la Otra) y le dice a aquella que va a estar con su familia, con su envejecido padre,a quien no visita desde hace meses. Otras veces pasa las tardes en un hotel o en los autocines, con cualquiera. Nunca queda completo con sus dos mujeres, aunque sexualmente ellas le basten (incluso pasa días sin acostarse con Josefina o con la Otra): porque se reconoce tan distinguido, tan ejemplarmente hombre que busca con obsesión atraer nuevas mujeres: y en toda situación ataca, queriendo algo de ellas que él mismo desconoce.
            Anoche, por ejemplo, durmió afuera: es uno de sus días fijados para hacerlo: y hoy al mediodía llamó a Josefina mientras la Otra estaba en el baño: ella contestó furiosa (como ocurre otras veces) y le exigió que regresara enseguida. Así lo prometió Juan José, ansioso y preocupado de pronto por tal arranque de su mujer: y temeroso de la Otra, en el baño. Seguro, dominante, añadió sin embargo que iría cuando quisiera. Había algo desacostumbrado en el tono de Josefina, un nerviosismo acuoso. Y aunque él siempre quiso en lo más hondo, que Josefina supiera sobre sus otros amores, ahora lo alarma tal posibilidad. “Vente para hablar; no sigo más contigo”, gritó ella. ¿Qué quería esta loca? Quizá sólo le faltaba algo de speed.
            Juan José toma el ascensor. Cerca de él pasa un muchacho de chaqueta oscura y camisa rosa, con una bolsa amarilla en la mano. Es Federico que busca (no recuerda bien las indicaciones de Quintero) el edificio donde lo esperan en el piso 36. Mucha gente sube con Juan José al ascensor: niños y una viejecita que lleva una jaula vacía. Gente apurada, borrosa y brillante envuelve a Federico por el gran pasillo central, mientras, cercana, la calle del sábado ruge y acomoda los edificios en su móvil musculatura de autos. Gente, voces, luces. Pero esa historia es oblicua ante la acumulación de este espacio, porque yo mismo avanzo en sentido contrario y no la conozco. Ignoro quién sea Juan José (no lo veré sino dentro de tres días, en la prensa), y no puedo asegurar la presencia de Federico, pero el comentario sobre ese espectáculo de ópera me llegará el lunes por televisión: y entonces será fácil imaginar su actuación de esta noche, como portero uniformado. Quizá ellos y yo estamos encontrándonos ahora, cuando compro dos dulces de guanábana en la pastelería y pido que me los envuelvan con papel especial.. Quizá desde aquí observo a Juan José (y a otros como él) tomar el ascensor, o me fijo en el pecho exuberante de Federico. Pero no los distingo, y sigo, esta tarde de sábado, hacia el apartamento letra 0.
            Curiosamente, aunque aquí nací y aquí he vivido, la ciudad no adquirió su carácter –para mí—sino hacia 1960. Antes yo atravesaba calles, colegios, bares cines, sin darme cuenta. Mi conciencia era ajena a lo exterior; y a la vez sólo pensaba algo impensable. Pero de pronto los libros, la música (como esa canción de hace un tiempo, Sobreviviré que viene justo ahora desde una venta de discos), algunas cosas políticas, fracturaron algo mío que yo desconocía, y con ese golpe, unido al de la muerte de mi padre y a la súbita locura de mi mamá, más el deber de trabajar y de ingresar por la noche a la Universidad, con ese choque supe que algo no bastaba, la ciudad. Ambos nos correspondíamos; y comprenderlo fue una molestia, un exceso, pero también un descubrimiento, y comencé a quererla y a odiarla con riesgo equivalente. Me volví sus calles, sus edificios, su dispersión: yo era todo lo de antes, pero desde ella.
            Y de pronto quedé ajeno a mi antigua fascinación por el paseo del Calvario y no me interesó más la Plaza Bolívar. Lo mío pasó a ser el Parque del Este, preferí la agilidad de las torres en El Silencio. Me hundí en los cines, en bares de mujeres, en algún baño turco. Vi los líderes, los gobiernos turnándose. Cuando participo de todo eso me ocurre como impulsado por otra presión, no por mi voluntad. Y aunque creo que he leído bastante, tampoco esos textos me hicieron independiente: los cito, los aprendo, y nada más. Soy un hombre que ha conocido (y querido) a muchas mujeres, que se angustia y no se soporta: porque siempre estoy soñando con algo impensable. No falto al trabajo, duermo mucho, tengo amigos. Nunca me imagino con hijos, porque entonces –si los tuviera—algún día yo moriré inesperadamente y ellos van a sentir lo mismo que yo cuando papá murió y, tal vez, lo que pasé cuando mamá (que permanece encerrada por Lídice) se volvió loca.
            Esta tarde vengo del Museo ubicado dentro de estos edificios: una gran exposición con muñecos descabezados, de figuras alumbradas por dentro, con alambres como venas. Un genio del arte que no me conmovió, al contrario de los tejidos de Gego, bajo los que acabo de pasar: desiertos en el aire y melancólicos. Algo futuro forma parte de esta obra que no comprendo por completo, pero que invade con claridades. Durante años acepté que mi vida giraría alrededor del viejo parque de caobos y de los antiguos museos, parecía como si un círculo me detuviera allí –con la cinemateca, los cafés, con cervezas, amigos artistas y locos—y nunca imaginé que en 1980, ese cuerpo vital cambiaría: casi estoy reducido al gran Centro por donde ahora camino.
            Dejé mi carro en el estacionamiento inferior: mañana, al salir, pagaré el exceso. Pero es que aquello formaba parte de la ciudad de antes; aquí, en cambio, todo pertenece al año 2000: justamente para cuando yo estaré en la madurez total. Los jardines y las fuentes, el taller de Soto, los restaurantes modernos, las grandes fachadas que son como murallas blancas y, sobre todo, las torres brillantes, las más altas de la ciudad, encendidas como túneles de sol, variables durante el día con sus desbordados espejos, eso conforma mi vida de hoy, la felicidad “Seré distinto” dije hace un año. “Me diferenciaré de todos: no viviré más solo y seré alegre acompañante”. Nunca se me había ocurrido: me agotaba en una vida sin contornos. Pero apenas lo decidí la ciudad dio facilidades: basta de vivir noches con mujeres aisladas, de fantasear con esos amigos artistas, de prolongar situaciones cómicas y estimulantes, que dejan terrosos sabores al amanecer.

            EL MANDARÍN, AZAR de su niñez, recibió de su maestro… el apólogo de la calavera nihilista en el sitio del vendaval. Un astrólogo señalaba ese día el equilibrio de los elementos. Todo aquí señala el equilibrio, piensan los padres, luego de leer el poema que no disciernen por completo. Los astrólogos son ellos mismos para su hijo: él está al lado, a punto de dormirse. Acaban de dejarlo sobre la camita; lo han sentido rodar hacia el sueño, pasar de intrincado alambre móvil a lento osito, a gato de mil pieles tersas, a niño que bosteza y se le cierran los ojos, con humedad.
            Los astrólogos son ellos mismos –piensan sin decirlo: no necesitan decirlo—porque se eligieron con amor, con gratitud, con esperanzas. Seis años antes se casaron bajo condiciones serenas, unidos por una ternura sin interrupciones: como si el mundo sólo pudiera madurar en ellos: en el moreno cuerpo de la mujer joven, en el dorado cuerpo de este hombre sano y regular. Trabajan en el mismo oficio, son sinceros y no desean nada más que a sí mismos.
            Protegida por esa plenitud surgió esta casa: este apartamento. Lo compraron sin esfuerzos, porque sintieron que aquí la ciudad tendría un cuerpo moderno, con todos los servicios y comodidades.  Hasta colegio llegará a haber. Desde su ventana, el gran parque de caobos se irisa, con la curva verde de la gran montaña. Al comienzo parecía un apartamento normal. Pero él, con su afición por la arquitectura, y ella, con su gusto por la decoración, fueron eliminando las esquinas de las habitaciones, los ángulos de las puertas; corrieron cortinas de colores, insertaron marcos de metal plateado: construyeron un mundo sinuoso, sosegado y lumínico, donde las lámparas, los muebles, el equipo de música, los libros, consuelan de las punzantes escenas exteriores. Quisieron tener una casa extraída de la imaginación, que reflejara la claridad de su amor, la nitidez de sus pensamientos: y aquí está todo. Cada vez, al entrar, saben que una burbuja espléndida, pulposa y blanca los protege. Su casa se cierra con ellos en una reflexión de belleza.
            El niño nació hace cinco años: y desde entonces es el complemento total. Acaban de dejarlo sobre su cuna circular, en el cuarto de juegos armoniosamente creado. Ellos leen el poema que habla de un astrólogo y –sin decirlo—se reconocen en ese equilibrio de elementos, aunque afuera todo el Parque Central sea un vendaval. Van a cenar; el niño debe dormir.
            El hombre y la mujer se miran, sonríen, crédulos de su mutua compañía, de su satisfacción. El gran silencio amado los envuelve. Las luces del lugar casi cantan, previsivas.
            Y entonces ambos –porque siempre reaccionan al mismo tiempo—creen escuchar un leve ruido. Algo como si una lluvia estuviera cayendo sobre cada objeto; un lento desgranarse de aire; un arenoso movimiento que levanta capas, una tras otra. Se miran; sonríen con gesto de interrogación. ¿Qué es?
            Pasa el silencio y en seguida vuelve el sonido, pero ahora con realidad muy táctil: saben que algo delicadísimo, una película de polvo está cayendo sobre ellos, sobre todo. Se sienten sacudidos por cosquillas; ríen a carcajadas; y se levantan. La ventana muestra un anochecer espléndido, un junio seco. No hay desorden.
            Recorren el baño, la cocina; ningún chorro abierto; pero el grumoso sonido persiste; y ahora van hacia el cuarto del niño. Aquí las luces están encendidas, igual que hace un rato. Avanzan y se asoman: sólo entonces lo miran. Desnudo, como un adorable juguete, el niño surge desde una espesa nube: tomó los envases de talco –el que su adre usa diariamente y los otros, guardados en el armario—y desde hace rato riega con ellos la habitación. Todo está blanco y liviano; todo se ha vuelto esponjoso, aéreo. El piso pierde densidad con su alfombra de puntos claros, y la cama parece más gorda. Hace media hora que juega con el polvo. Los envases están vacíos. Y el niño construye incomprensibles imágenes, desordenados signos con su volátil materia. Cada movimiento suyo levanta una onda lunar, cada gesto crece con arenoso sonido del aire. Una nube transparente envuelve el cuarto. Corre bajo las brumosas señales de las lámparas.

            JUAN JOSÉ ABRE la puerta y encuentra todo en silencio; atraviesa la sala principal, convertida por Josefina en pequeño local comercial desde cuatro años antes, y se asoma a la cocina. La mujer tampoco está en el dormitorio de ambos ni en la sala donde guardan mercancías.
            La encuentra sentada en el piso, a la entrada del baño, con el rostro inclinado. Ya él conoce esa actitud: deriva de un paso de mepivacaína, de frecuentes speeds. Ella alquila esta parte de su casa a la empresa en que trabaja como secretaria; su jefe es un uruguayo, interesado en la astrología y en las sectas anónimas. De algún modo Juan José depende del dinero ganado por ella y de las relaciones excelentes, entre Josefina, su jefe y otra mujer, la administradora.
            Juan José viene de una tranquila noche con la Otra; le gustaría encontrar a Josefina ansiosa de amor y de esos gestos obscenos con los que ambos trafican, en íntimo código. Hasta creyó que la hallaría furiosa, por cualquier motivo y por su retraso de hoy. Pero ella está ausente. ¿Cuánto tiempo hace que tuvo la droga?. En todo caso, quedarse así es típico de Josefina. El hombre le resta importancia; se inclina contenido, aunque algo irritado, y trata de levantarle la cabeza. La mujer ha llorado; lo mira como si hubiese estado esperándolo ansiosamente; y de repente salta: se cuelga del pelo de Juan José, aullando; le arrasa la cara con las uñas, lo muerde; lanza sus pies contra los testículos y él, al comienzo, sonríe tratando de aplacarla; luego intenta inmovilizarla. Pero todo es inútil, la mujer solloza, lo insulta: Juan José no puede entender sus palabras: un sonido que surge desde el pecho de ella lo aterroriza y lo enloquece. ¿Qué le pasa? La mujer persiste en su lucha, llorando. Con sus saltos la falda ha caído y la blusa, rota, cuelga de un lado. ¿Quién es esta fiera, cómo dominarla? Juan José se asombra: es imposible hablar. Ella corre tras él, lo persigue. ¿Cuál secreto descubrió la mujer, qué cosa la hirió tanto, cómo resolver esta situación? De pronto él advierte que no logrará tranquilizarla ni someterla, y un pensamiento brusco lo ilumina: si la mujer toma un cuchillo o una tijera podría cortarlo. Y antes de que ella lo haga, él toma la sartén más gruesa, cuando pasan por la cocina. Ambos se escupen. El hombre se aleja un instante y regresa sobre ella: uno, tres, seis golpes en la cabeza; otros en el pecho, en la espalda, la debilitan, la aturden, la tumban. Juan José se recuesta ahora de la puerta, en el baño, respirando profundo. Qué mujer tan loca. ¿Qué le pasaría realmente?.
            Y entonces la observa inmóvil sobre el piso de la sala, con sangre en el cabello y en la cara; con sangre que se riega por todo su cuerpo. Curioso, se acerca, se inclina y la voltea: entonces comprende que la mujer está muerta. ¿Cuánto duró todo? ¿Qué hora es? Si la historia resultara segura, sería el momento en que Federico ya está vestido de militar, en el piso 36, sobrio y fortísimo con el uniforme que, sin embargo, lo adelgaza un poco. El apartamento de dos plantas fue convertido en teatro: desde el balcón hacia el pie de la escalera, sillas en semicírculo. Quitaron los adornos y los afiches: todo está ocupado por el piano y por una mesa con bebidas y pasapalos. Desde el otro piso bajarán los cantantes. Algunas lámparas encendidas dan un ambiente de extraordinaria distinción, piensa Federico. Recuerda por un momento a su madre; si supiera dónde ande él. Pero uno nunca llega a comprender a su mamá: si ella supiera que salió esta noche para cuidar una sesión de ópera seguramente estaría encantada. Hace rato, cuando llegó, lo recibió el cantante con quien se había comprometido ocho días antes. Era un hombre de buena estatura, levemente gordo, moreno; con voz muy baja y piel fina. Después llegaron un muchacho pequeño, gritón; otro señor gordo. También un moreno bastante delgado, de bigotes. Y el pianista.
            Federico se sirvió un whisky, mientras todos estaban arriba. El cantante le agradeció su cumplimiento, le indicó cómo recibir a los invitados y cuándo apagar las luces. Una tarea agradable y fácil. Imaginó cuánto podría tomar y comer durante la ópera. Se asomó al balcón; la vista daba al sur, y percibió el cambio de la ciudad, desde el amarillo al violeta, hasta la negrura completa. Abajo, en la calle, autos y gente parecían puntos, trazados dentro de una brumosa red de humo.
            De pronto, alguien tocó el timbre; y entró una mujer blanca, algo mayor; vestida de rojo. No había terminado de sentarla en el sitio que su nombre indicaba, cuando todos los invitados comenzaron a aparecer. Elegantes, alegres, conocidos entre sí (el lunes, por televisión, yo sabría que entre ellos estaba una mezzo de gran prestigio internacional, traída por la Municipalidad para la Temporada Oficial de Ópera de la ciudad, así como nuestros mejores barítonos, un clavecinista y dos directores de orquestas; en síntesis, lo mejor del mundo musical capitalino. ¿Quiénes serían los otros invitados? ¿Algún crítico? ¿Gente de televisión?), por sus conversaciones, por la confianza con que se tratan. Federico los recibe y les brinda. Por momentos cree notar alguna mirada o un detalle de las sonrisas, que le parecen burlones. Pero nada aquí está fuera de orden; y piensa cómo su mamá lo vería con gusto en la sala brillante.
            Cuando acomoda al último visitante, se sirve un trago. Es casi la hora de apagar las luces. El pianista, ahora de traje oscuro, se coloca ante su instrumento. El público calla y yo termino de colocar las cosas para nuestra cena: Luisa no tardará en regresar al apartamento letra O y encontrará servido cuanto dejó dispuesto. En un extremo coloco una vela encendida, acerco los dos dulces de guanabana (sabor que ella prefiere) y me entono con un poco de cerveza. Hace poco que ella bajó, quería algo más del abastos y, como su radio sigue encendido, escucho por segunda vez hoy la amada canción de Gloria Gaynor Sobreviviré. Lamento que Luisa se la pierda, es una de nuestras favoritas, aunque ambos la conocimos en situaciones distintas, yo viviendo solo, pensando cosas irrealizables, y ella atada a un marido que sólo se interesa por los viajes. Juntos, en cambio, hemos resuelto las incomodidades, las pequeñas separaciones, hasta cruzar unidos la vida entera. Que gran diferencia ser un tipo que forma una pareja y ser un hombre con mujeres, siempre dependiente del azar. ¿Cómo no practiqué antes la felicidad? Por eso, ahora, mientras espero a Luisa para cenar, nada me importan las ficciones que practico al andar por la calle, mientras camino por el Parque Central o al manejar. Nunca volveré a saber de Federico ni de José Luis, aun cuando mañana o después la televisión y la prensa me lleven a imaginarlos, a suponerles actos que justamente podrían estar ocurriendo ahora. Ahora, cuando dejo de ser ese imaginario astrólogo, ese brujo mandarín que conocí en un poema porque aquí, estando Luisa y yo, únicamente existe la armonía de los elementos. Ahora, cuando el público escogido y entusiasmado delira  con cada aria: porque Federico mantiene la sala a oscuras (los focos son controlados desde la parte alta, como todo cuanto ocurre frente a ellos) y el pianista sabe extraer cuidadosos acercamientos a las voces para apoyarlas, mezclarlas o estimularlas, sin herir jamás su delicadísima pureza. Ya Federico no se sorprende con las francas risas que despiertan las voces ni por la burla con que el público sigue el espectáculo; la mezzo se mofa en italiano, los barítonos hacen gestos insólitos y los directores de orquesta aplauden a rabiar. Nunca creyó él que un espectáculo de ópera pudiera ser tan alegre. Lo que no entiende al, principio es cómo desapareció el cantante (aquel hombre algo gordo) ni el pequeño ni el moreno, y cómo quienes bajan de la planta alta sean mujeres doradas, de largos pelos azules, de bocas rojas, de ojos centellantes, con cascos, con tules, con flores. Mujeres imperfectas, algo musculosas y nunca bellas, pero dotadas de gestos graciosos y de grandes voces, agudísimas, que registran  las arias, vacilan sobre los tules y aturden al público de manera magistral. A menos –piensa inesperadamente Federico, después  de un sexto whisky—que todas ellas sean hombres, que estas mujeres nudosas sean los mismos hombres (incluido el cantante amigo de Quintero), a quienes él vio subir horas atrás hacia la otra parte de la casa. Pero entonces, esa mujer vestida con inmensa falda blanca, lleno el pelo de violetas y el pecho de joyas oscuras; esa mujer que tose y oculta su rostro tras el abanico, aunque el pañuelo quede manchado de sangre; esa mujer que canta, tose y sangra, va a morir dentro de la música. Pero no: la mujer, desnuda sobre el piso, es Josefina definitivamente muerta. Y el hombre –que la ha contemplado desde hace horas, en silencio, maníacamente tranquilo—toma la única decisión posible: hacer desaparecer el cuerpo. Pierde una mujer, pero muchas lo retendrán en los próximos años. Josefina, una simple secretaria, ya ha pasado. Le gustaba realmente, la prefería por su seguridad y sus vuelos, bajo cualquier droga: compañera perfecta. Pero hay que acabar. Y Juan José saca lentamente una gran tijera, una segueta. Le corta el pelo. Trae un soplete y le quema los ojos y la boca, le hace arder las manos. ¿Qué cosa quería reclamarle ella? ¿Por qué reaccionó con tal violencia? Juan José busca tres bolsas amarillas, de plástico, tres bolsas grandes. Con un cuchillo desprende la cabeza; le rebana los brazos y el cuello. Pero nunca se imaginó que el esqueleto estuviera tan unido; y esas piernas tan largas. Tendrá que ingeniárselas para sacar de aquí este cuerpo, en las bolsas plásticas. Juan José procede. Sudoroso, con rapidez sobre pedazos de periódicos y en dos tobos, acumula a Josefina, la tigresa furiosa del atardecer. Pero en un momento de reflexión recuerda que esta oficina pertenece a todos: a la mujer que administra y al jefe uruguayo; amigos íntimos, confiables. Si sigue como va, Juan José no terminará esta noche y mañana domingo debe sacar el cuerpo de aquí, limpiar. Se le ocurre llamarlos a todos. Fueron amigos de Josefina y son compañeros suyos.  Seguro que aceptan. Levanta el teléfono y comienza a marcar: cómo decirles lo que ha pasado: bueno, directamente, para que ayuden; así como Luisa –que acaba de entrar--  arregla un último detalle de la ensalada y se sienta a mi lado, existiendo sólo para nosotros, aunque es muy tarde y mejor Federico se queda a dormir en el solitario y excitado apartamento del cantante. Mamá tal vez no entenderá; pero tampoco uno llega a comprenderla de verdad.
           

                                    ÍDOLOS ROTOS
MANUEL DÍAZ RODRÍGUEZ

                      SELECCIÓN DE CAPÍTULOS

                                I

Mil emociones, a cual más intensa, le traían vibrando desde el alba: unas tristes, otras alegres, luchaban todas entre sí, pero sin alcanzar ninguna el predominio. De aquí cierta confusión, cierta perplejidad risueña, estado semejante al del éxtasis, o mejor al estado de alma de quien empieza a despertarse y duerme todavía, cuya conciencia en parte responde a los reclamos de la vida real, en parte se recoge, obstinada y feliz, bajo las últimas caricias de un sueño.

Alberto Soria volvía a la patria después de cinco años de ausencia. Cuando vio la tierra muy cerca, todas las memorias de sus niñez y juventud, hasta aquel instante confundidas con muchas cosas exóticas, recobraron su primitiva frescura; y desde la cubierta del buque se dio a reconocer, al través de esas memorias, la costa y los grises peñascos de la playa, las colinas áridas medio sumergidas en el mar, los verdes cocales y las casas del puerto, agazapadas las unas al pie del monte que sigue la curva costanera, desparramadas las otras por la misma falda del monte, cuesta arriba. A medida que se acercaba a la tierra y más claramente distinguía los objetos unos de otros, con más vigor el pasado revivía en su alma. Casas, árboles, peñascos y algunos lugares muy conocidos de él evocaban en su espíritu un enjambre de recuerdos. Ya en tierra, después de haber caído en brazos del hermano que le esperaba en el muelle, siguió viendo hombres y cosas a través de los recuerdos, con sus ojos de cinco años atrás, no habituados al llanto, a la sombra, ni al dolor, sino hechos a la sonrisa, a la franca alegría de vivir, a las formas vestidas de belleza y a la belleza vestida de luces. De pronto se halló pensando en los últimos años de su vida como en un sueño, cuya vaga y esplendorosa fantasmagoría estaba a punto de apagarse.

Ya el cambio de aspecto de ciertas cosas le recordaba su larga ausencia, ya la intacta fisonomía antigua de otras cosas representábale con tanta viveza el pasado, que le parecía no haber vivido jamás ausente de la tierruca.

Así en esa ambigüedad oscilante de vigilia y de sueño estaba todavía, horas después de haber saltado a tierra, en un vagón del tren que le llevaba a la capital. Sentado contra un ventanillo del vagón, a la derecha, se asomaba de tiempo en tiempo a ver el paisaje, y se complacía en admirar sus pormenores, cuando antes esos mismos pormenores no le llamaban la atención, o le causaban hastío de verlos con frecuencia. Si quitaba los ojos del paisaje, los ponía en el hermano sentado junto a él, y entonces los dos hermanos se consideraban mutuamente con una mezcla de curiosidad y ternura. Desde que se abrazaron en el muelle, a cada instante se miraban y sonreían. Era tal vez la sorpresa de encontrarse cambiados, al menos por de fuera, lo que llamaba a sus labios la sonrisa, pues para entrambos el tiempo había volado, y ninguno de los dos estaba apercibido a encontrar mudanzas en el otro. Para Alberto, en especial, era muy grande la sorpresa. A su partida, el hermano, cinco años menor que él, era apenas un adolescente: el cuerpo desmirriado, el rostro sin asomos de barba y de expresión melancólica y mustia. Su madre, enferma cuando le dio a la vida, murió meses después, y en esta circunstancia veían todos el por qué de su aire pálido y marchito. Ahora aparecía transformado de un todo: de chico melancólico y frágil se había cambiado en mozo gallardo y fuerte. No conservaba de su antigua expresión enfermiza sino una como sombra de cansancio alrededor de los ojos. Aparte ese tenue rastro de su antigua endeblez, toda su persona, vestida con elegancia, y hasta con un poco de amaneramiento, respiraba la satisfacción de quien está bien hallado con el mundo y empapa el ser, alma y cuerpo, en todas las fuentes de la vida.

Si no con igual sorpresa, Pedro observaba al hermano con mayor curiosidad, como si esperase descubrir en éste algo maravilloso traído de muy lejos. Y los dos hermanos hablaban de muchas cosas, pero si orden ni coherencia, cayendo de vez en cuando en silencios profundos. La misma abundancia de lo que deseaban decirse, repartiendo al infinito su atención, sellaba sus labios. Además de eso los preocupaba, haciéndoles enmudecer, el temor de rozarse con un punto sensible, sobre el cual ninguno de los dos quería decir nada, esperando cada uno que empezase el otro.

El tren había dejado la costa y subía, simulando amplias ondulaciones de serpiente, por los flacos de la sierra. Lejos, a la derecha, se divisaban los últimos cocales, la playa y su orla de espumas, el mar y el distante horizonte marino, cerrado por espesos cortinajes de nieblas. Enfrente y a la izquierda no se veían sino cumbres, laderas y hondonadas. A la vuelta del camino desaparecieron el mar, la playa y los cocoteros, para minutos más tarde reaparecer, y continuar así, apareciendo y desapareciendo, según el capricho de la ondulosa vía férrea. A medida que el tren se internaba en la serranía, más imponente y monótono era el paisaje. A un lado, la cuesta pedregosa del cerro; al otro lado, el barranco, en ciertos lugares profundísimo; por todas partes rocas negruzcas y tierra árida, color de ocre, de tonos amarillentos y rosados, a trechos cubierta de raros manchones de verdura. Algunas quiebras, merced a ocultos hilos de agua, provenientes de la cumbre, lucían una vegetación lozana y rica; pero todas las demás, no humedecidas nunca, o sólo muy de tarde en tarde, por el agua del cielo, criaban maleza ardida del sol, rastrera y pobre. Por la orilla del barranco se sucedían los cactos de grandes pencas espinosas, en el extremo de algunas de las cuales resaltaba el higo rojo y áspero, semejando viva púrpura cuajada en los labios de una herida, o inmenso rubí oscuro, casi negro. Y a lo lejos, muy cerca de las cimas, de cuando en cuando aparecían, fuertes y nobles habitantes de la altura, los araguaneyes en flor, interrumpiendo con sus regios mantos de estrellas de oro la uniformidad gris de los breñales.

Soria contemplaba el paisaje, recogiendo sus líneas salientes y sus colores más vivos con ojos expertos, habituados a percibir en todas partes y en todas partes recoger los rasgos dispersos e infinitos de la multiforme belleza. Pero su atención la distrajo Pedro, quien, primero titubeando, luego en tono resuelto, dijo como siguiendo una conversación interrumpida:

--Pues “el viejo”, como ya te he dicho, está malo, muy malo. Los médicos no le conceden mucho tiempo de vida. Según ellos afirman, difícilmente resistirá a un nuevo acceso. El último acceso le dio hace unos quince días, y no he visto nada más espantoso. Desde entonces en casa vivimos en perpetua zozobra, temiendo cada día lo que puede traer el día venidero. Afortunadamente, Rosa es toda firmeza y valor, y equivale a muchas enfermeras juntas. Cualquiera otra se habría rendido al cansancio, pues tarea de sobra tiene con su marido y papá.

--¿Su marido? ¿Y Uribe también está enfermo?

--Siempre. Ya de esto, ya de aquello, siempre se queja de algo. Y aunque tiene aspecto descalabrado y enfermizo, y vive consultando a los médicos, hasta ahora no sé a punto fijo qué enfermedad es la suya.

Por el alma del recién llegado pasó como un relámpago de alegría perversa. Era su venganza. Se vengaba de la tristeza abrumadora y sin motivo, de su dolor sutil e indefinible, suerte de celos malsanos prendidos en su alma como un germen de amarguras cuando recibió en Europa la noticia del proyectado matrimonio de Rosa Amelia. Esta, a propósito de su casamiento, le escribió unas cuantas líneas, las cuales, a pesar de su tono cariñoso, no bastaron para sofocar en el ánimo de Alberto Soria el grito de un extraño despecho. Alberto se creyó ofendido en su amor a la hermana, como traidoramente despojado de un bien precioso, y desde esa época, sin él mismo saberlo, tuvo celos del intruso, y guardó a la hermana un resentimiento vivo.

Pero inmediatamente después de haberse alegrado se avergonzó de su alegría, y sobre todo se avergonzó de no haberse entristecido mucho al conocer el estado lastimoso del padre. Su semi-indiferencia le repugnó, y turbado, como el reo capaz de comprender su falta, quiso distraerse volviendo los ojos al adusto panorama de la sierra.

Por el fondo del barranco y por la escueta ladera del monte empezaron a correr sombras de nubes, y finas gotas de agua cayeron, mojando la cara de Alberto Soria, asomado al ventanillo. Hacia atrás, hacia el mar ya invisible, el paisaje seguía, inundado de luz; y en ese espectáculo de lluvia y sol a un tiempo. Alberto vio la imagen fiel de su alma, comparable en aquel segundo a un rostro enigmático y misterioso que de un lado sonriera y del lado opuesto llorase.

La lluvia cesó, y deshecho el nublado, reinó de nuevo en toda la extensión del paisaje la claridad fastuosa del sol, apenas interrumpida por la breve noche de los túneles. Alberto Soria observaba de nuevo las cuestas, la gualda túnica de los araguaneyes floridos, las colinas color de ocre, bajas, casi desnudas, en algunos puntos revestidas de mogotes escuálidos, tales como dispersos mechones de cabellos lacios en una calva incompleta. Ya se distraía siguiendo sobre las piedras del monte un grupo de raíces trepadoras, enlazadas como serpientes; ya se regocijaba a la vista de un peñasco en forma de cono, de vértices coronado por un solo árbol abierto sobre el peñasco, a la manera de gracioso parasol de China. Y de todas estas cosas y de los matices de estas cosas se exhalaba para el viajero como una esencia, como un espíritu, un ideal de belleza fuerte y salvaje.

Por segunda vez la atención de Alberto fue distraída hacia el interior del coche; pero entonces no fue la voz de su hermano, sino la voz de una mujer la que rompió su éxtasis contemplativo. En el mismo vagón, enfrente de Soria, conversaban dos pasajeros: un hombre como de treinta y ocho años, alto, seco, de ojos grandes, brincones y frente prolongada por una calvicie prematura, y una mujer bastante joven, rubia, de labios rojos, frescos, sensuales, lujosamente vestida y sentada entre una multitud de cachivaches: abanicos, abrigos y cajas de cartón de varios estilos y dimensiones. En el hombre, Alberto reconoció un vago de buena familia, un elegante de profesión, antiguo héroe de salones y clubs, y en la mujer a una vendedora de caricias, antaño muy a la moda en la capital, por cuyos paseos y calles arrastraba, como nuncios de un impudor, trajes llamativos y escandalosos. El veterano de salones y clubs hablaba lenta y reposadamente, como persona de pro, en tanto que su interlocutora lo hacía con bruscos aspavientos descompasados. De su conversación nada llegaba a los demás viajeros, apagadas como eran las voces por el ruido del tren en marcha. Pero el tren se detuvo en una estación, y entonces Alberto oyó a la mujer decir de modo claro y distinto:

--¿Y qué me dices de Mario Burgos? Me han asegurado que tiene amores con Teresa Farías. Como Teresa Farías antes de casarse con Julio Esquivel fue novia de Mario…

Y la mujer acabó ahogando un refrán grosero en una carcajada cínica y ruidosa. El héroe de salones y clubs murmuró algo con voz imperceptible, y vio después a los demás viajeros, como temeroso y avergonzado de que hubiesen oído las palabras de su compañera de viaje.

Alberto, al oírlas, volvió los ojos como asombrados e interrogadores al rostro del hermano, el cual se limitó a responder con una sonrisa de significación incierta. Aunque no mera amigo de ninguna de ellas, Alberto conocía a las personas cuyos nombres acababa de escuchar, y tal vez por eso le impresionaron hondamente las palabras malévolas de la errante vendedora de caricias. Después de llenarle de asombro mezclado con un poco de indignación, esas palabras desviaron el rumbo de sus pensamientos. Desviaron sus pensamientos hacia el país lejano, hacia la distante ciudad europea de donde él venía.

Abstraído en la rememoración de cosas lejanas, para él desaparecieron las cosas al través de las cuales iba el tren, puesto en marcha de nuevo; no vio cómo el paisaje cambiaba poco a poco, sucediendo a las altas cumbres colinas humildes, y a los enormes despeñaderos quiebras nada profundas. Por último, a la derecha de la vía surgió una hilera de sauces, de follaje amarillento y pobre, y a poco se divisaron a lo lejos, como avanzada de la ciudad, ya muy próxima, algunas casas caprichosamente esparcidas. Como tantos viajeros que, al llegar al término, se complacen en recordar su punto de partida, Alberto evocaba con lucidez maravillosa la ciudad europea abandonada por él quizás para siempre. Los recuerdos de los últimos días vividos en esa ciudad fueron pasando por su memoria deslumbrada; pero uno solo de esos recuerdos triunfó al cabo de la esplendidez y la fuerza de los otros. En los largos mediodías y en las tristes noches de a bordo, en alta mar, le había perseguido sin tregua. Y ahora, cuando tal vez iba a extinguirse completamente, se lo representaba doloroso y bello como nunca. Era el recuerdo de un adiós todo besos y lágrimas. Era la visión de un cuerpo de mujer, lleno de temblores, enlazado a su cuerpo; la visión de unos ojos rebosantes de lágrimas, inclinados sobre sus ojos, húmedos de llorar; la visión de unos labios tendidos hacia sus labios en demanda del último beso; la visión radiante de una hermosa cabellera rubia, llamarada de sol cuajada en finísimas hebras áureas, caída, durante los espasmos del dolor, en cascadas de trenzas y lluvia de rizos alrededor de dos frentes, hasta vestir de suave seda y perfume las mejillas de dos rostros, hasta ocultar a la vez dos cabezas, cubriéndolas y amparándolas con toda su magia de luz y de oro, como una tienda real, perfumada y rica, protectora del amor de dos novios augustos.


II

Alberto Soria recordaba siempre con disgusto los días de incertidumbre y de dolor que siguieron al término de sus estudios filosóficos. Necesitaba en esos días elegir carrera, según los deseos de su padre; y ante lo difícilde acertar en su elección, mantúvose un buen espacio de tiempo irresoluto. Adivinaba, merced a su inteligencia clarísima, lo decisivo y grave del momento. Otros de su misma edad, compañeros suyos en los bancos de la escuela, tranquilos e indiferentes por incapaces de reflexión, descuidados de porvenir, se disponían a tomar, al menos impulso extraño, por el atajo más próximo, así como un tropel de sufridos corderos obedientes a la voz y al cayado de un pastor ignorante. Víctimas de un sistema, todo rapidez, con el que se pretende madurar cerebros y pulir inteligencias, como se mueven máquinas por electricidad o vapor, en casi todos, precozmente amanerados, era ya imposible un desarrollo natural, armónico y sereno. Condenados a la fatiga prematura, en ellos el germen primordial, producto de la herencia y el medio, germen en cuyo regazo van las aptitudes y energías de cada individuo, había muerto ya bajo un fárrago de influencias contradictorias, o en balde trataba de crecer, permitiéndose de cuando en cuando alguna protesta efímera.  Unos, los más, escuchaban  y seguían resignados un consejo cualquiera; otros, los menos, y de estos pocos era Alberto, caían en confusión y duda, sin atinar, casi ninguno de ellos, la carrera mejor avenida con sus gustos e inclinaciones.

            En el seno de la familia Soria se discutían con frecuencia las posibilidades de éxito feliz de cada profesión en particular, pero nadie tomaba en cuenta las aficiones mismas de Alberto. Su padre estaba por la Medicina o las Matemáticas; su tía materna, la tía Dolores,, estaba sólo por las Matemáticas y hacía ascos a la Medicina, como un oficio por demás plebeyo. Entretanto Alberto, el único interesado, no mostraba amor decidido por ninguno de esos estudios y profesiones. Sentíase más bien atraído hacia el estudio del Derecho, en parte por ser la ciencia del Derecho la preferida de su tío paterno, el político de la familia, llamado Alberto como él y a quien él adoraba, en parte porque en la profesión misma de abogado algo le seducía. No le seducía el estudio mismo del Derecho ni el de sus fuentes históricas. Le seducía la faz menos científica y más brillante de la profesión de abogado, idealizada por la figura del abogado triunfador en causas célebres.

Nada le parecía tan glorioso como encadenar a los adversarios, leyes y jueces, con la cadena de oro de la palabra bella y el gesto noble y persuasivo.. Este parecer iba en su alma ligado a la emoción más  profunda y turbadora de su adolescencia: emoción experimentada cuando fue a un teatro por la primera vez de su vida y pudo ver desarrollarse en la escena majestuoso y deslumbrador un drama perfecto. Los periodos harmoniosos y correctamente declamados, el ademán sobrio y feliz de algunos actores, los gritos dolorosos de los personajes tomados de la vida real, el centelleo de las luces y las joyas y los aplausos de la multitud le turbaron hasta dar a su fantasía la exaltación de una embriaguez violenta. Aquella noche le fue imposible dormir: los oídos llenos con las palpitaciones de todas sus arterias, los ojos abiertos en la sombra y empeñados todavía en representarse los episodios más notables del drama, pensando una y otra vez en los actores, como en entes casi divinos, considerando otras veces al autor oculto de aquella urdimbre de verdad  y poesía, desarrollada en la escena, como una cima insuperable de grandeza y de gloria…

Deseando por una parte acabar con sus vacilaciones infinitas; queriendo por otra parte huir de las estériles disputas provocadas por esas mismas vacilaciones en el seno de su familia, decidió, en uno de esos arranque peculiares de los caracteres incompletos, débiles y enfermizos, abrazar la profesión de ingeniero.
 (…)

La tensión de su voluntad la sostenía el señuelo de una promesa. Su padre le había ofrecido enviarle a Europa a coronar su carrera científica, ganado en los grandes centros del viejo mundo mayor suma de ciencia, y preparándose, por el solo hecho de cruzar el océano, un éxito más feliz, como creía y aseguraba candorosamente el viejo Soria.
(…)

Mientras la vida se le insinuaba amable y risueña en su alma despertó, a favor del reposo y del medio parisiense, un germen dormido. Y el germen brotó derramándose como savia invisible por todo el ser incontaminado de Alberto, una fuerza nueva que cada vez más afinaba sus ojos, afinaba su piel, afinaba sus nervios, y le hacía buscar, casi a pesar suyo, en los seres y en las cosas, la gracia y la harmonía. Aquella su emoción turbadora, experimentada de niño cuando fue por la primera vez a un teatro, se renovó más clara y a menudo, revelándose al fin como un instinto, como un sentimiento irresistible, nacido con él, indispensable para él, sentimiento vivo y delicado de la Belleza harmoniosa.

Conocía de antes algunos de sus compatriotas residentes en París y dedicados al estudio: médicos en su mayor parte, raros ingenieros, y unos pocos artistas. Entre sus compatriotas no cultivó y sostuvo amistad verdadera sino con Emazábel,, médico, e Iglesias, artista, pintor y escultor a la vez, condenado a sucumbir dos años más tarde, en plena esperanza de triunfos. Iglesias y un joven argentino, amigo de Iglesias, llamado Calles, pintor y discípulo de Laurens, fueron los camaradas predilectos de Soria. Con ellos visitó los sitios más frecuentados de los artistas, los talleres, escuelas, los grandes museos y las exposiciones ocasionales de escultura y pintura.

Semejantes excursiones, en los primeros tiempos, las hizo, o creyó hacerlas, con igual placer con que hacía excursiones a los alrededores de París o visitaba las casas de curiosidades, regalo y diversión de la ociosa gente bulevardera.. Pero poco a poco se marcó su predilección por las excursiones artísticas, y en éstas creció de un modo casi palpable el caudal de sus ideas y gustos estéticos. El grano de oro de su amor al arte, primero a penas perceptible como diminuta chispa de luz, muy ligero alcanzó las proporciones de filón rico y profundo. Soria saboreó pronto una alegría nueva, la alegría de conocer, con solo echar una ojeada sobre un mármol o una pintura, los primores y excelencias de una obra, como también el nombre del artífice cuyas manos movieron el pincel o encerraron en la piedra de la estatua la llama de la vida.

Cuando quiso reanudar la interrumpida labor de sus estudios de matemáticas, advirtió y pudo medir en toda la magnitud el cambio asombroso realizado en él por el hecho de vivir en una atmósfera de arte.
(…)

En compañía de Iglesias y  Calles, y por su género de existencia, hubo de reconocer a muchos artistas, entre ellos a uno que sobre él ejerció una influencia indiscutible. Se llamaba José Magriña. Era uno de esos hombres de talento no muy grande, pero de voluntad prodigiosa, que van dejando por donde pasan una impresión de fuerza y de salud, con la cual dominan y subyugan. Pintor, joven como de unos treinta años, nacido en Cuba de padres españoles, estrecho de frente, cejijunto y bastante seco de carnes,, desdeñaba muchas cosas: desdeñaba el oro, desdeñaba la mujer, desdeñaba las letras, desdeñaba la política. En él no cabían sino dos ideas, dos pasiones, dos fanatismos: la independencia de su país y la gloria de su arte.. Su amistad fue para Soria como un baño de energía, y en Soria completó la obra de mucho antes iniciada por el medio. A poco de conocerse ya eran verdaderos amigos. Y como José Magriñat se hallaba en vísperas de realizar uno de sus mejores sueños de artista, el viaje de Italia, cuando llegó el momento de partir, nada le fue tan fácil como llevarse de compañero a su nuevo amigo Alberto Soria.

Seis meses duró el viaje, la peregrinación artística de ciudad en ciudad, como de santuario en santuario; seis meses llenos de luz, vividos en la sagrada comunión de un mismo ideal de belleza.
(…)

Florencia despertó las últimas rebeldías del alma de Soria y determinó el cambio de éste. El punto de partida de su transformación fue un pensamiento sacrílego acariciado algunas veces por él  bajo la cúpula de la Sagretía  Nuova entre los ricos mausoleos de las Médicis, mientras admiraba como en éxtasis la célebre Noche de Miguel Ángel. Ante aquellas figuras no acabadas, tales como un tesoro apenas presentido de formas bellas y líneas poderosas, diose una vez a pensar  si nadie podría desentrañar la idea y completar la obra inconclusa del maestro incomparable.
(…)

A su vuelta a París, Alberto Soria tenía ya formado un propósito muy firme, para cuya realización contaba con Iglesias y un artista notable, maestro de Iglesias.

Y en cuanto pudo se dio al trabajo, velando su vida, ocultando sus proyectos a la curiosidad impertinente y maligna. Sólo Iglesias y Magriñat estaban en el secreto, y muy bien lo guardaban. Soria tenía un miedo, rayano en pavor,  al ridículo, y si alguien llegaba a enterarse de sus planes, y estos fracasaran por una razón cualquiera,  la menor sonrisa irónica sorprendida en unos labios hubiera sido para él como un tósigo de muerte. Además él hallaba un soberbio placer de orgulloso en rodear de misterio  su vida.

(…)

Sintiéndose iniciado por el Amor  en los misterios de la Belleza, en sus amores buscó y halló Alberto el germen de su primera obra de arte. La concepción original de su obra pasó a través de muchas metamorfosis amables antes de hacerse definitiva. Su primera idea fue la de representar, en una o más figuras bellas,  el ideal confusamente delineado de su amor futuro, libre y feliz, nacido lejos de toda sospecha, superior a toda liviandad y pequeñez, exento de mancha. De esa idea pasó a otra, que le pareció análoga, si no idéntica en el fondo: la de representar el amor antiguo, sano y alegre. Y así fue, imaginando y cavilando, hasta que del bosque informe de sus imaginaciones confusas brotó la riente figura del Fausto robador de Ninfas, admitido al ser representado en el concurso anual de escultura, triunfó de sus concurrentes, de sus muchos rivales de mármol y bronce.

La noticia de haber obtenido Soria una medalla cayó como una bomba entre sus compatriotas estudiantes, causándoles indecible sorpresa.

--¡Soria escultor!  ¡Y sobre escultor premiado!
--¡Quién lo hubiera dicho!
--¿Pero a qué hora trabajaba? ¡Si yo le creía la pereza en persona.!

(…)

En medio a grandiosos proyectos de nuevas esculturas lo sorprendió el aviso de la enfermedad súbita del padre, y ante el angustioso llamamiento de los hermanos apercibióse a la partida. Sin gran tristeza dejó tras de sí una obra no acabada, muchas esperanzas, muchos sueños de artista y el amor y los labios de Julieta.. Le seducía la idea de volverá la patria. Y al pensar en la patria, no pensaba en realidad sino en la imagen que de ella se había formado durante su austera vida estudiantil, imagen hermoseada y engrandecida más tarde por los recuerdos y la ausencia.

Al despertar, al día siguiente de su llegada, en la casa paterna, recordó de nuevo los últimos años de su vida como se recuerda un sueño largo. Su ilusión, en ese instante, fue completa. El sol penetrando a través de rejillas de puertas y ventanas, caía sobre los objetos familiares colocados en los mismos sitios  y de igual modo que cinco años atrás. Ya vestido, Soria abrió la puerta que comunicaba su alcoba con la salita donde antes él y Pedro  recibían a sus compañeros de estudio. Una ola de frescura y fragancia fue su encuentro, como dándole los buenos días. En el centro de la sala, sobre una mesa redonda, había una cesta de cristal llena de rosas frescas. Y como el caminante que abrumado de fatiga, calor y sed, sumerge los labios en un arroyo frío y transparente, así Alberto hundió su rostro en el manojo de rosas recién cogidas. Los pétalos de las rosas le hicieron cosquillas en la barba, la nariz y los labios; le mojaron la frente y las mejillas. Y Soria, en un grito de sorpresa infantil, exclamó casi ebrio:
--¡Cuantas rosas! ¡Cuántas rosas!.



IV


El médico de la familia, un doctor Fuentes, que a su redondez de figura y a su gravedad sentenciosa de voz debía cerca de las cuatro quintas partes de su reputación y clientela, había dicho con tono solemne y afectado:

--Me parece caso concluido… caso concluido. Sólo un milagro puede hacer que ese corazón triunfe. Sus fibras débiles, degeneradas, no reaccionan ya sino muy difícilmente a los tónicos más poderosos. Cafeína, esparteína, trinitrina y demás remedios análogos, administrados al enfermo, obran como si los tirásemos al aire. Para mí, el desenlace final es inminente.

Y como sucede, cuando todos yerran, los médicos estuvieron acordes. Emazábel mismo, aún con su prestigio de médico y recién llegado de París, halló justas las palabras de Fuentes, y agregó que, a lo sumo, podría establecerse un estado de asistolia crónica, de ningún modo perdurable.

Pero, contra los pesimistas pronósticos de los médicos, la disnea angustiosa de don Pancho comenzó a desaparecer poco a poco, su pulso a readquirir su antigua regularidad y firmeza, y todo su cuerpo a deshincharse, con tanta rapidez, que en donde estaba distendida con exceso, como en las piernas lo estaba, la piel quedó formando arrugas enormes. De la posición molesta que en la cama tenía, la cabeza y el tronco sobre un alto rimero de almohadas, pasó don Pancho a sentarse de tiempo en tiempo en una silla del dormitorio, y luego a pasear por éste, charlando a la vez con los que iban a visitarle y entreteniéndose al principio en animar su charla con desahogos de buen humor, el fácil buen humor de quien después de verse a dos dedos de la tumba, se ve con salud más o menos perfecta y saborea la vida, golosamente, como un regalo.

Un tanto sorprendidos, los médicos no dejaron de sostener su pronóstico. Emazábel aconsejó a Alberto no fiarse mucho de aquella inesperada mejoría.

--Nada tan común en los enfermos del corazón como los golpes traicioneros. Sobre todo en las enfermedades aórticas, aún entre las mejores apariencias, puede sobrevenir la muerte súbita, aventando con un soplo todas las esperanzas.

Pero Alberto, si bien oía con mucha atención y aparentaba acatar los prudentes avisos de Emazábel, en realidad no hacía de ellos caso ninguno. No quería indagar si era fundado o no el temor de los médicos: bastábale ver la mejoría indiscutible de su padre. Y ésta, para él, era como un acto de clemencia para el alma de un condenado a la tortura. Lo libertaba de una preocupación fija y dolorosa. Varias veces en el curso de su viaje, al regreso de París, pensó con espanto si no hallaría al padre muerto o moribundo. Y al pensar de ese modo, se consideraba como reo de un crimen inútil, de un crimen sin remisión, el crimen de estar ausente, muy lejos, en la paz y la dicha, mientras el padre agonizaba. A la mano tenía mil excusas fáciles, atenuadoras de su crimen, pero a pesar de ellas le quedaba siempre en el alma algo así como la anticipada amargura de un remordimiento.

La mejoría del padre, además de adormecer y disipar sus escrúpulos, permitióle dejar el encierro, ya muy largo, y recorrer la ciudad ansioso de ver los cambios efectuados en el aspecto de la población, en los rostros de conocidos y de amigos, u en la belleza de las mujeres antiguamente admiradas. Quería también verificar las malas predicciones de algunos amigos. Estos, desde que él llegó, no cesaban de anunciarle decepciones, enojos, desagrados de toda especie. El mismo día de su llegada, en la estación del ferrocarril, dos o tres de los que fueron sus camaradas en Europa y habían regresado antes que él, dieron principio a sus malos anuncios, diciéndole cosas disparatadas, dejándole adivinar contrariedades y tristezas, alegrándose de su vuelta con palabras y frases ambiguas, entre serias y burlonas, que desconcertaron a Alberto por el tono zumbón y maleante.

Alberto se dio a saborear las dulzuras de la vuelta. Recordó, entonces, comprendiendo por vez primera su hondo sentido, las palabras de un autor admirado: Se parte únicamente para volver. Mucho del goce de un viaje está en el regreso. Y se explicaba la inquietud de ciertas almas que, en un ir y venir alternado y continuo, se procuran a cada paso el dolor de la partida y el placer del retorno, hasta hacer de la propia existencia una sola voluptuosidad triste.

Su primera salida la hizo una mañana, pero no más caminó doscientos metros, cuando volvió atrás los pasos. Al verlo tan pronto de vuelta, su hermana le preguntó si había olvidado alguna cosa.

--No, no he olvidado nada. Es que… Por la tarde saldré.

Pero no dijo la causa de su retroceso brusco. Sólo interiormente pensaba: “Parece una artimaña diabólica. Un pormenor tan baladí ¿cómo ha podido causarme una impresión tan viva, un desagrado tan profundo?. Si Emazábel llegara a saberlo, ya tendría para un buen rato de broma. Y no sólo Emazábel: cualquiera otro hallaría mi desagrado muy ridículo”. Y pensando así, Alberto se representaba su breve paseo. A lo sumo unos doscientos pasos: la calle angosta, sucia, a un lado casi desierta y abrasada de sol; al otro lado, en sombra, algunos transeúntes; por la calzada, a trechos limpia, a trechos inmunda, un coche a todo correr y un carro lento, saltante y chillón. En el trayecto, el recién llegado se complace en darse cuenta de que está pisando la calle, que. De lejos, con la imaginación, había recorrido a menudo, y, aunque no desagradablemente, lo marea y lo turba cierto contraste repentino entre lo que ve y lo que él esperaba ver, porque la ausencia había en él poco a poco borrado la memoria de las proporciones: en su recuerdo no eran las calles tan estrechas, ni tan bajos los edificios. Por último, al término del corto paseo, otra calle, la calle del Carnaval, aun más desaseada: en las aceras, transeúntes más numerosos, y calle abajo, el flemático y torpe avanzar de dos jamelgos flaquísimos, un tranvía de ruedas grandes y caja diminuta, como caja de muñecos y de soldados de plomo. El tranvía, adelante, el cochero con el pie en el estribo, el otro pie en la plataforma, y las riendas, como al descuido, en las manos; dentro del carro, una mujer y tres hombres; en la plataforma trasera, el conductor, con la gorra tirada sobre la nuca, los labios dispuestos al silbido, estira el brazo derecho negligentemente por entre dos de los pasajeros a presentar a uno de estos el billete del tranvía. Y sin cuidarse de si el pasajero ve o no el ademán y tomo o no la boleta, como si para él nada de eso tuviera importancia ninguna, silba muy orondo y clava los ojos en el rítmico andar provocador de una chicuela que pasa.

Fuera de eso, nada recordaba de su corto paseo, nada por lo menos bastante a justificar su desagrado, su tristeza, aquel dolor abierto de súbito en su alma como la rosa de una herida. Pero pronto olvidó su disgusto, ocupándose en abrir y vaciar dos cajas enormes de su equipaje, todavía cerradas, llenas la una de libros, la otra de objetos de arte, casi todos regalos de sus camaradas artistas. Pedro le ayudaba, riendo y parloteando muy contento con satisfacer al fin su curiosidad imperiosa. Con porfía pueril, su curiosidad no había hecho sino rodar alrededor de aquellas dos cajas, midiéndolas con los ojos, calculando su peso, contemplándolas, acariciándolas tenazmente como a dos mudas esfinges a las cuales pretendieses arrancar un secreto delicioso y extraño. Mientras desclavaba las maderas, rompían el zinc y echaban a un lado en desorden la paja y los papeles de rellenar, el buen humor y la charla de Pedro aumentaban, desbordándose en exclamaciones de asombro ingenuo y exagerado, como asombro de niño. De los libros llamaron la atención de Pedro algunos ya célebres que él no conocía aún, y otros, conocidos o no de él, pero de edición atrayente, lujosa y rara.

(…)

Después de los libros fueron los demás objetos, los regalos que traía Alberto a los de la casa y los que le habían hecho a él sus amigos en Europa: el bibelot raro, las curiosidades de pueblos y países remotos, y cuanto exornaba su taller y su habitación parisienses. De cada una de esas cosas parecía fluir una ola de remembranzas. Alberto ebrio de memorias, hablaba, hablaba, hablaba, y el rumor de su voz acrecía la dulce embriaguez de sus recuerdos. A cada paso decía un nombre, y al nombre seguía un retrato o una caricatura, y la historia alegre o triste de una noche, de una tarde o de una hora de su vida de estudiante y artista, de paseante vagabundo y trabajador, perseguido y torturado por la obsesión de la obra. Y el entusiasmo de Alberto se comunicaba fácilmente al hermano porque se trataba de París, el fascinador señuelo de todas las almas jóvenes, y Pedro creía adivinas, alcanzar y poseer la luz, el amor y el perfume de Paris a través de los labios fraternos. Lo que Pedro no entendió muy bien fue la alegría y casi exaltación del hermano ante dos objetos, apreciados en mucho al parecer, según lo cuidadosamente enfardelados que estaban: el uno era una cabeza de yeso, cabeza deliciosa de muchacha de veinte años, cabeza leonardina, la boca sensual y doliente, los ojos impregnados de ideal; el otro, una acuarela pequeñita, simple manojo de crisantemos áureos.

La cabeza era obra de Alberto, la acuarela obra de Calles, aquel pintor de la Argentina amigo suyo.

Cuando Alberto, hacia la tarde, salió de nuevo, nada persistía en su espíritu de su inexplicable disgusto de la mañana. Pisando la acera con más gozo y agilidad, se puso a recorrer las calles con la impaciencia del extraño que desea verlo todo y aprisa. De vez en cuando reconocía, o bien se imaginaba reconocer el rostro de un transeúnte, y entonces vacilaba entre saludar o no, siguiendo después, cuando no lo hacía, perseguido por la duda de si la persona en cuestión sería un amigo de poco tiempo, ya olvidado. A veces parábase a observar un cambio entrevisto. Pero los cambios realizados durante su ausencia no eran muchos: ya una casa recién construida, ya un hotel, o, sobre todo, un café nuevo con pretensiones de lujoso, en donde antes existió una covacha infecta o un fogón miserable. En ea primera salida lo llenaban de regocijo pueril ciertos pormenores. Así, de un lado de la plaza Bolívar, se detuvo ante un árbol en flor a contemplarlo, como si fuese un modelo soñado con todas las gracias y primores, o un bronce de Rodín, o un mármol perfecto.

En esta guisa, reconociendo rostros de viejos conocidos, deteniéndose a observar los cambios, experimentando vagos deleites a la vista de nonadas fútiles, cuando más graciosas, Alberto recorrió muchas calles, atravesó algunas plazas y, por último, ya muy tarde, se dirigió a lo más alto de “El Calvario”, deseoso de abrazar con la mirada, como en un solo abrazo de luz y de amor, a la ciudad entera. Dejó atrás la empinada y fatigosa gradería de cemento que lleva a lo alto de la colina, y tomó por la senda de suave pendiente por donde van los coches, para subir con más descanso y ver desarrollarse más lentamente el claro paisaje nativo. Ascendiendo la colina, antes estéril, hoy sembrada de flores y árboles, lo asaltaron, por analogía de impresiones, dos recuerdos: el de una tarde romana en el Pincio y el de una luminosa tarde florentina en la Viale del Colli, donde un veneciano, proscrito en Florencia, hablaba de sus verdes canales dormidos en un perpetuo sueño de belleza, con acento quejumbroso y nostálgico.

Llegado a la cumbre del paseo, buscó los mejores puntos de vista, y desde allí se entretenía en descubrir con la mirada, nombrándolos a un mismo tiempo, los edificios más notables: el teatro Municipal; cerca del teatro una iglesia a la manera de Bizancio, coronada de cúpulas; la Plaza de Toros, la Catedral, la iglesia de la Pastora y demás templos, casi todos de arquitectura mediocre. Y las torres de los templos, idealizadas por la distancia, proyectadas sobre el Ávila unas, sobre el cielo las otras, adquirían a los ojos de Alberto gracia y esbeltez indecibles. Hacia el Noroeste le pareció ver todo un barrio nuevo como si la ciudad, en ese punto, se hubiera ensanchado bruscamente: casas construidas y casas a medio construir sobre una tierra color de ocre, algunos dispersos manchones de arboleda y muchas calles, apenas en esbozo, rompidas (sic) de barrancos.

Cuando Alberto se dispuso a bajar del Calvario hacía tiempo que las rosas del largo crepúsculo de septiembre se deshojaban en el cielo occiduo. Mientras él bajaba, aproximándose a la ciudad, seguían deshojándose las rosas de luz, ya no solamente en el cielo occiduo, sino en todos los puntos del cielo. Y las rosas deshojadas caían sobre el Ávila, sobre los techos de las casas, sobre las torres de los templos, en las calles de la ciudad, e inflamaban la atmósfera. Alberto veía asombrado el suave incendio fantasmagórico, preguntándose por qué, tiempo atrás, antes de su partida, no observó nunca esas rosas de los crepúsculos de septiembre. Y a esa pregunta, confusamente se respondía que tal vez sus ojos, deshabituados por la ausencia, hechos a contemplar y descubrir muchas bellezas exóticas, habían aprendido a ver mejor la belleza de las cosas familiares.

De vuelta al centro, a su llegada a la plaza Bolívar, vio muchas mujeres que bajaban hacia la plaza por la calle Norte, y se fue por ésta, llevado por su curiosidad, calle arriba. Eran devotas que salían de la Santa Capilla, unas, de velo, otras, de pañolón, casi todas con libros de rezos en las manos. La Santa Capilla. Antes ligera y diminuta como un joyel, unida tan sólo hacia atrás al caserón de la Academia de Bellas Artes, libre a los lados y al frente, en medio de una plaza en armonía con su magnitud, había sido, a expensas de la plaza, convertida en pesado laberinto, feo y lúgubre, merced a la imaginación churrigueresca de ciertos curas y beatas. Muchas devotas, quedaban aún estacionadas y en grupos, conversando en las puertas de la capilla fronteras al Parque, vasto cuartel coronado de almenas. El frente del cuartel no está separado de la capilla de hoy sino por la sola anchura de la calle. Y tanto la capilla de un lado, como del lado opuesto el cuartel, situados como están en la intersección de dos calles, forman esquina. N la esquena misma, del lado de la capilla, había un grupo de devotas; y otros grupos había en la plazuela del lado Norte, único fragmento respetado de la antigua plaza. Al pasar Alberto cerca del grupo estacionado en la esquena, una del grupo, vestida de negro, como de luto riguroso, y con un velo negro también y muy tupido, como el de cualquiera turca de Estambul, con un solo y vivo movimiento alzó y dejó caer el velo impenetrable. Y Alberto pudo ver, como un relámpago, una cara desconocida y preciosa. Luego, a la vista de una mujer del grupo de la plazuela, le asaltó la duda que, a la vista de otras personas, le había asaltado más de una vez aquella tarde. Creyó reconocerla; y más le turbó la duda cuando notó que ella se fijaba en él con la misma tenacidad que él en ella. Después de seguir adelante por algún tiempo, ocupado en un soliloquio mudo: “debe ser ella… no, si no puede ser…”, volvió de improviso la cara. Y los ojos de la mujer habían seguido sus pasos. Entonces, no sin antes disimular su intento, sacando el reloj a ver la hora, regresó por donde había ido.

A lo lejos, en Occidente, morían las últimas rosas diáfanas. Las devotas del grupo de la esquena no se habían dispersado aún, y la misma muchacha del grupo, con el mismo ademán rápido y gracioso, alzó y dejó caer el velo impenetrable.

--Coquetuela—se dijo para sí Alberto, y siguió entonces camino de su casa, agitado por las mil sensaciones confusas de aquel día. Pensaba en el barrio nuevo, desde la altura del Calvario entrevisto, construido sobre tierra árida color ocre; pensaba en el desaseo de las calles; veía de nuevo, sobre el desaseo de las calles, deshojarse las infinitas rosas del crepúsculo. Y dentro de él relampagueó la visión de la ciudad nativa como una visión de ciudad oriental, inmunda y bella.

SEGUNDA PARTE

                                                                                I

Don Pancho se paseaba, trémulo de ira, por la alcoba. Alberto no sabía qué decir ante aquel mal humor inexplicable. La causa de la furia paterna era un pormenor tan baladí, que Alberto no se detuvo a considerarla como la causa real de aquella furia, sino como la gota imperceptible, pero suficiente a desbordar el agua del vaso henchido hasta los bordes. Rosa Amelia había llevado una medicina a don Pancho unos minutos después de la hora indicada por los médicos, y la breve tardanza de Rosa era el solo motivo aparente de la furia. Desconcertado, sin decir palabra, Alberto veía ya la cama anchísima, fuerte y severa, antiguo lecho nupcial, regazo de amores mullidos de esperanzas y sueños, entonces refugio de la viudez con la enfermedad y la tristeza por almohadas; ya sobre la cabecera de la cama la estampa de una Virgen pendiente de la pared; ya con una progresiva inquietud al descompasado andar del padre furioso. Este, de pronto, las manos en los bolsillos del pantalón, los ojos como llamas, los labios lívidos, paróse delante de Alberto.
--¿Lo ves? ¿Lo ves?—dijo apretando los dientes como si quisiera vencer el nerviosismo y repentino temblor de labios y barba--, Eso es toda mi vida hace tiempo. Ya van para dos años que vivo en propia casa como un intruso, como un huésped incómodo.
--No digas así… No digas así  ¡No te exaltes, por Dios! Tú sabes que los médicos te recomiendan serenidad, reposo y nada de emociones.
Alberto se puso en pie, y con suavidad y momos como a un chicuelo, llevó a ocupar un sillón frontero de la silla en que él estaba.
--Sí, nada de emociones. Eso lo dicen los médicos y es muy fácil decirlo. Como si las emociones fuese muy fácil impedirse conservando la memoria, teniendo corazón, sin arrancarse los nervios,  todos los nervios. Sí, sí: sería un bien para todos. Anoche lo estaba pensando. Los pensé toda la noche, sintiéndome sol, solo y como abandonado en una cárcel desierta. Los sirvientes no más me acompañaban, porque todos ustedes habían ido a esas bodas, a las bodas de ese amigo de Uribe. Y al sentirme solo, por la primera vez después de mi gravedad, pensé en la muerte, deseándola. Bien pude morirme anoche. Mi suerte habría sido coronación de la vida que llevo hace años, porque me habría muerto casi de mengua en mi propia casa.
Alberto, al oír estas palabras y comprender lo que escondían de reproche y verdad,  tuvo la sensación vertiginosa de un gran peligro que acabase de rozarlo con su ala de tinieblas.
--No digas eso. No debes decirlo eso. Tú te empeñaste en que fuéramos a esas bodas. Rosa Amelia no quería ir, y fue por complacerte..
Así en efecto había sucedido. Pero a don Pacho le pareció haber obtenido muy pronto la obediencia de Rosa, y esta obediencia fácil lo entristeció mucho.
--Es verdad, es verdad, ella fue por exigencias mías. Pero, ¿cómo no exigírselo, si de no hacerlo yo así, hubiera sido peor para ella?. Hubiera sido peor. ¡Ah!, tú no sabes… Si no digo ni una palabra, o expreso el deseo, vivo, angustioso como era mi deseo,  de guardarla anoche a mi lado, la habría puesto en un conflicto cruel e inútil. Su marido la hubiera obligado a ir con él. Bastaba que yo desease lo contrario. ¡Ah! Tú no sabes… La voluntad de ese hombre nunca es mi voluntad; su deseo es lo contrario del mío; entre los dos hay una lucha sorda, obstinada y perpetua. Así no pasaba antes…Antes, es decir, cuando yo no le conocía como lo conozco ahora, cuando yo no estaba enfermo, y nada temía y nadie me era necesario, porque mis brazos eran fuertes, mi cuerpo de bronce y un poco de juventud calentaba todavía mis venas. Entonces yo era el amo, el único amo, y él, Uribe me adulaba hasta la bajeza, hasta darme náuseas. Pero hoy las cosas han cambiado mucho, muchísimo. Hoy le conozco muy bien, y él lo sabe; hoy veo claro en el fondo de su alma con la misma aversión de quien inclina su rostro sobre un estercolero profundo, y él lo sabe. A pesar mío, él siente y ve mi desprecio. Y como él sabe, además cuánto necesito hoy, enfermo, sin esperanzas, de la solicitud y el amor de mi hija, se venga. Se venga. Descontando sus antiguas adulaciones con crueldades finas de mujer, y su venganza tiene blanco fácil y puntería justa. Desde que estoy enfermo no hago sino temblar, creyendo leer en sus ojos y en sus labios una amenaza horrible: la de quitarme a Rosa y llevársela muy lejos, no sé adónde, no importa adónde. El todo es hacerme el mayor daño, vengándose bien de mi desprecio. Y con esa amenaza obscura vivo entre las inquietudes y congojas de una avaro… ¿Y es esto justicia? ¿Es esto recompensa de mi vida de esfuerzos, trabajo y honradez? ¡Buena recompensa! ¡Buena justicia!... Lucha, trabaja, no descanses. No disipes la herencia de un padre laborioso, antes bien acrécela y utilízala noblemente.  

(…)

Alberto oía esos gritos de dolor del padre, ya atónito como ante algo inesperado, ya sin asombro ninguno como ante algo muy conocido, como si todos aquellos gritos los hubiera escuchado otra vez dentro de sí, en el fondo de su alma, inevitables ecos de un gran dolor esparcido en la quietud angustiosa de la casa paterna. Los labios de su padre le decían al fin claramente el drama íntimo y obscuro, entrevisto primero en los labios de Rosa, casi adivinado más tarde al través de las palabras y gestos de Uribe y al través de las reticencias más o menos significativas del hermano.
Distraídamente, como si hablara consigo mismo, Alberto exclamó:
--¿Pero cómo pudo ser? ¿Cómo pudo ser? --. Y de este modo expresaba su vano esfuerzo por concebir algo inverosímil, como la unión de dos términos de todo punto contrarios: la unión de cuanto ya podía conocer de Uribe, por sus palabras y acciones, con lo que él siempre creyó de la hermana, representado en su espíritu por una figura ideal, fuerte y noble, extraña al fondo frágil e instinto de la hembra.
--¿qué cómo pudo ser? ¡Qué se yo! Fue lo inevitable… Como todos esos males que se advierten cuando ya no tienen cura. Entonces, además yo no tenía sino escrúpulos vagos, vagas presunciones de lo que podría suceder en un porvenir más o menos remoto. Pero nada considerable que objetar, nada que me permitiera asumir actitud, muy expuesta a un ridículo inútil, de padre inflexible y tirano. Entonces él, Uribe, no era tal como se reveló después, como es ahora. Era, ni más ni menos, como tantos otros jóvenes de “buena familia”, de esos que no faltan a los bailes ni demás fiestas rumbosas de la llamada “buena sociedad”, que viste bien y bailan mejor, que pasean en coche por la tarde y van al club por la noche, que tiene, cuando no son ricos, un empleo en cualquier casa mercantil y tal vez gastan algo o mucho más de lo que puede darles el empleo.  Si de él podía decirse algo más, yo no lo supe, ni nadie fue para decírmelo. Breve tiempo duró el engaño, porque todo, ¿oyes?, todo llegó de improviso, como suele llegar la inundación, como suele venir la avalancha. El matrimonio fue como la piedra de toque de Uribe; a poco de casado, su miseria física y moral saltó afuera, salió a la luz, a propagarse, manchándolo y corrompiéndolo todo como una llaga progresiva. ¡Ah! tú no sabes… tú no sabes…
(…)
Después de un minuto de silencio y de reposo, don Pancho exclamó de nuevo, como pensando en algo que dejara por decir:
--¡Ah! tú no sabes… tú no sabes… La misma Rosa Amelia no sabe todo lo que es Uribe. Ella, sin embargo, es natural, sabe de muchas de las miserias de Uribe, y las esconde, pretende esconderlas a mis propios ojos, como se esconde una lepra. Es incapaz de confesarme la menor flaqueza de su marido.
--Eso yo lo comprendo—observó Alberto—Sí ella es así con todos, lo comprendo y la aplaudo. Un orgullo natural, nos impulsa a esconder la lepra que nos roe la vida, y ese orgullo, en ella, es quizás para el porvenir el mejor salvaguardia de su virtud y su honra. Sin ese orgullo ¿qué sería de ella? ¿hasta dónde iría ella cuando tú faltes?.
-- No entiendo lo que dices… ¿Qué hasta dónde iría? Pues hasta donde exige el deber, hasta donde puede ir quien tiene de Soria en las venas.
Alberto no replicó. Pensaba en lo infinito del desencanto de Rosa y en lo irremediable de su tristeza; y al pensar así recordó, comprendiéndola entonces, la expresión de susto que tuvieron los ojos de su hermana cuando él, recién llegado, en el jardín, le habló cándidamente, en broma, de su esperanza fallida de hallar junto a ella, como junto a la rosa, el botón, un renuevo de su hermosura y de su alma.
A poco, don Pancho rompió en nuevas lamentaciones; pero ya no eran Rosa ni Uribe quienes las causaban, sino Pedro.
--Un mala cabeza… un mala cabeza – repetía el viejo a cada paso. Ni su voz ni su furia tenían, al hablar de Pedro, la acerbidad y aspereza que tenían cuando hablaba de los otros --. Un mala cabeza. Está perdiendo su tiempo de un modo lamentable. A veces me figuro que los años bastarán a corregirlo, porque él es bueno y suave en el fondo. Otras veces me mortifican mucho sus cosas, y aún me desesperan.
Y las cosas de Pedro que más le disgustaban eran sus veleidades políticas y amorosas. Las primeras le disgustaban por los amigos de que empezaba a rodearse Pedro, so pretexto de política, hombres casi todos de mala reputación y costumbres.
--¡La política! ¿Para lo que ha llegado a ser la política! Una feria, una triste feria, la feria de las almas feas y monstruosas. ¡Si, al menos, Pedro pudiera ser como su tío Alberto! Pero ni él tiene su carácter, ni hoy pueden darse hombres como Alberto, como tu tío Alberto y otros más de su época y su partido, verdaderos liberales puros. Busca hoy uno que haya sido en política la tercera parte de lo que fue y que sin se vicioso, como él, muera sin dejar un céntimo. No lo hallarás, como tampoco hallarás entre esos políticos de hoy dos manos limpias de enjuagues. No sé lo que ha pasado. No sé lo que ha pasado por el país. Parece como si hoy no se pudiera ser político sin suscribir antes a un pacto por el cual se enajena la honra. Ese es mi miedo.
Cuanto a las veleidades amorosas de Pedro, no le dolían sino por quien era entonces el objeto de sus veleidades.
--¡La hermana menor de Uribe, Matildita, nada menos! ¡Cuándo yo no deseo sino alejar a esa gente de nosotros lo más posible! Pedro sabe muy bien que esa es mi voluntad, y sin embargo se divierte en atarnos a la familia de Uribe con nuevas ligaduras.
..Eso no puede ser nada serio…
--Serio es de todos modos, porque de todos modos es una mala acción. Él debe tener en cuenta que esa muchacha, aunque la crea digna de burla, es la hermana de Uribe, la cuñada de Rosa. Y por lo que respecta a uno de mis temores, para mí es lo mismo en todo caso. Por pocos serios que sean los amores de Pedro y Matildita, siempre serán un pretexto admirable para los embrollos de misia Matilde. No sabes cómo es la misia Matilde de entrometida y trapacera. Me gustaría que hablases a Pedro, a ver si logras disuadirlo de esos amores.
Después de tomar aliento en una pausa más larga que las anteriores, don Pancho prosiguió:
--Y decir, tal vez a dos pasos de la muerte, después de una vida llena de trabajo, consagrada al deber, que no he visto cuajar una sola esperanza, ni una sola. Eso es muy triste, muy triste. Tú mismo … No, no … Si no voy a reprocharte nada, porque tú no mereces reproche ninguno. Sé demasiado que siempre te condujiste bien: lo sé demasiado. Pero…
Alberto esperaba ansioso lo que el padre iba a decir.
--Pero has dejado de hacer algo que me hubiera complacido mucho: en tres meses que llevas aquí no has ni intentado ejercer tu profesión de ingeniero. Y como dice Almeida, esa profesión es un capital que tienes entre las manos, pero inactivo, estéril, como el capital guardado en el fondo de la hucha. Al hablarte así, no te dirijo ningún reproche: te expreso el deseo de que no abandones tu profesión, porque mañana, cuando yo muera, si acaso dejaré a ustedes lo suficiente para vivir, y eso no basta.
Mientras escuchaba con atención a su padre, Alberto sentía en sus adentros como un hervidero de tristezas, despecho y dolores, uno como hervidero de muchas cosas feas y muchas cosas malas que pretendieran salir de una sola vez, y de improviso. Alberto, sin embargo, se contuvo.
Lo contuvo el pensamiento de la vida pecaría del padre, el pensamiento de la muerte inevitable y próxima, suspendida sobre loa frente del padre como un gesto de amenaza invisible, y a ese pensamiento, la indulgencia y la piedad aplacaron su hervidero interior de muchas cosas feas y muchas cosas malas.
--Trataré de hacer como tú quieres.
Pero apenas dijo así, cuando ya estaba arrepentido y se avergonzaba de haberlo dicho, como de una cobardía sin perdón. La promesa que envolvía sus palabras le recordó la que hizo, recién llegado, a Rosa. “Ahora, ¿cómo cumplir esta promesa después de haber oído a su padre? ¿A él le tocaba ser, entre el dolor del padre y el de la hermana, a cual más profundo, entre esos dos egoísmos, a cual más terco, tal como la doliente figura de Rosa entre su padre y Uribe?”.
“Con todo eso, ni una palabra buena o indiferente sobre su arte, sobre su gloria y su porvenir de artista”, Y este dolor del artista, mezclado a los demás mezquinos dolores palpitantes en el silencio de angustia de la casa, vino a los labios de Alberto, cuando Alberto se vio lejos de la presencia del padre y rompió a gritar en medio de un sollozo:
--¿Adónde he venido? ¿Para qué he venido?.

TERCERA PARTE

                                                                            I

Dos meses habían huido como un sueño delicioso; y Alberto los había disfrutado, como en un dulce cuento rancio un príncipe magnánimo disfruta del presente que, en homenaje a su virtud, le hizo un hada buena y viejecita. Él creía estarse iniciando entonces en el amor, en el verdadero amor tranquilo y puro, y cada vez más impropio se le figuraba dar el mismo nombre de amor a los abrazos, los besos y ls lágrimas de Julieta. Ese escrúpulo mezquino provenía de su estrecha concepción católica del amor  de los sexos, tan diestramente inculcada en su espíritu de niño que, sin él saberlo, continuaba como años atrás predominando en su alma, bajo todas sus rebeldías de intelectual y de artista orgulloso.
(…)
El amor lo reconciliaba con los seres y las cosas. La belleza de la tierruca, al través de la propia serenidad, encantaba sus ojos como la belleza de una estatua blanca y serena, de contornos limpios. De esta suerte se le aparecía la belleza de la tierruca, sobre todo al ver los cerros que del lado Norte limitaban el valle natal, cerros altos, de líneas precisas, netas, como cinceladuras, bastantes a dar a veces, por los días claros, la divina ilusión de un claro paisaje helénico. Pero de todo el valle, de la ciudad con sus calles sucias, con sus jardines lujuriantes, con sus arrabales pobres, partidos de zanjas, no acabado de construir, u quizás por eso mismo pintorescos; de los plantíos lejanos; de los verdes cafetales vecinos ya salpicados de rojo gracias a la madurez de los frutos; de los montes; del cielo azul, pocas veces pálido; de todo el valle parecía fluir, buscando el alma de Alberto, una como agua muy pura. Al mismo tiempo, de modo insensible, el amor le ponía en paz con las almas: compadecía, con emoción llena de llanto, la vejez del padre, torturada y enferma; lamentaba la juventud marchita y estéril de Rosa, y, en su indulgencia más y más grande, no hallaba tan ridículo a Uribe: le perdonaba sus terminachos grotescos, y apenas le oía  cuando hablaba, delante de cualquiera, de las “cosas” de Mario, e las opiniones de Mario, del ingenio profundo y de los proyectos enormes de Mario, como si todos estuviesen obligados a saber de qué Mario  se trataba.

(…)
Rosa fue la primera en advertir el cambio de Alberto y conocer la causa del cambio. Regocijaba por el cambio mismo, su regocijo llegó a júbilo cuando penetró sus razones. Lo perdido lo recobraba con creces. Reconquistaba al hermano cuando éste era dueño del amor de María. La vida le presentaba con sencillez, como una cosa ordinaria, lo que su deseo no se hubiera atrevido a soñar nunca: la unión del hermano con la amiga predilecta. Mejor no podía él empezarle a cumplir las promesas que le hizo recién llegado de Europa. Cifra de sus deseos y esperanzas, esa unión le prometía conservarle en el porvenir, de otro modo inclemente, dos grandes amores. Rosa y María se profesaban un cariño profundo. Sus vidas parecían obedecer a un destino idéntico. Un lazo muy sutil y muy fuerte ligaba sus almas (…) La alegría de Rosa, cuando Alberto le hizo la primera confidencia de su amor, fue grande. Feliz con la noticia y con la intimidad y confianza renaciente del hermano, trataba de tiempo en tiempo de renovar su alegría, provocando las confidencias. Rosa las acogía como un regalo, cuando no las provocaba como un juego, pues le procuraban ratos de buen humor y hasta de risas, gracias a la vieja timidez de Alberto (…) Al asombro de Alberto ella contestaba riéndose de muy buena gana, o bien decía:
--Nosotras las mujeres, tenemos don de adivinas, al menos en esas cosas.
Además de su alegría de las confidencias de su hermano, Rosa conoció una alegría nueva: la de hacer con las más bellas flores de su jardín, los ramilletes con que el hermano regalaba a su novia. En esta dulce tarea, Rosa ponía tal complacencia, y ternura que, en realidad, las flores llevaban en sus pétalos el homenaje y el perfume de dos almas…
Alberto vivía entonces, algo tarde, un fragmento de su juventud, aún no vivido de él, y con ese fragmento de su juventud conservaba en su alma un rincón intacto, casi virgen. De ahí, propiamente, de ese rincón de su alma, que no del jardín, venían manojos de jazmines y rosas, y con esos ramilletes, otros ramilletes mejores, más frescos, más puros, hechos con ternezas de amante y ensueños de artista.

(…)

                                               III
Cuando Alberto vio acabada la obra, no fue extrema su alegría. La obra no realizaba a sus ojos la plenitud absoluta y feliz de la idea que fue en su espíritu germen y atmósfera de la estatua. No la realizaba a sus ojos, porque ya en su mente esa plenitud no existía. Sin él advertirlo, mientras daba a la obra la última mano, comenzaba sin causa aparente el divorcio de sus ensueños de arte y de amor, hasta ese punto unidos en un solo ensueño confuso y vago. De aquí su júbilo incompleto. La obra, y eso era todo, por el esfuerzo de arte cumplido, halagaba su orgullo. El artista se hallaba satisfecho del esfuerzo, y satisfecho ante sí mismo, sin que esta satisfacción la menguase  la duda de cómo los demás hombres juzgarían de su esfuerzo y de su obra. El futuro juicio de los hombres le dejaba casi indiferente. El juicio futuro de los hombres, cualquiera que él fuese, no podía privar al artista de sentirse, ante la obra acabada, capaz de muchos otros nobles esfuerzos, análogos a aquel de que la estatua era símbolo, privándole a un tiempo de la fe en su virtud creadora, fe necesaria a los artistas, gracias a la cual estos oyen, aun en los días áridos, brotar cantando en su alma la belleza como un manantial de aguas vivas…
A su taller, uno tras otro, vinieron a admirar la obra sus amigos del “círculo de intelectuales inconformes”, como decía Emazábel, o del “ghetto de intelectuales”, como decía con mayor propiedad Romero. Alfonzo, Emazábel, Sandoval, Romero y los otros hallaron perfecta la estatua, y no escatimaron plácemes ni lisonjas al artista. Al verla, Romero exclamó: --¡Admirable! – agregando podo después: --Y no podrán decirte exótico y descastado como tantas veces me han dicho a mí, porque escribo de literatura extranjeras, y en mi prosa llana aseguro no entender lo que quieren significar hasta hoy en literatura con criollismo, americanismo y otros ismos semejantes. No podrán decírtelo porque has magnificado con barro de la tierruca la belleza criolla.
En efecto, el escultor había buscado de propósito un tipo criollo de gran belleza, y tuvo la suerte de conseguirlo sin tardanza, aunque no sin vencer no pocas dificultades y resistencias en una muchacha del Tuy, venida a la capital hacía tres años. La estatua la representaba desnuda, en ademán de pudoroso encogimiento, y con tal hábil artificio, que sin ver la sensualidad en sus labios pudiese percibirse el alma sensual de sus formas. El barro, entre los dedos de Soria, se impregnó de la suave languidez y gracia de movimiento de las formas vivas, como el barro de un ánfora se impregna de perfume, y con su tinta natural contribuyó al mejor éxito de la estatua, reproduciendo hasta donde era posible, con su áureo y mate color de canela, el color de la piel de aquella mulatica nacida a la sombra de los cafetales de Tuy, bajo los apamates vestidos de rosadas campánulas vaporosas.
Luego de alabarla en todos los tonos, Sandoval dijo melancólicamente:
--Así me gustaría trabajar. Te envidio. Sí, no digas que no. Te envidio. Me consolaré pensando que no tengo la culpa de no trabajar como yo quisiera, así como trabajas tú, con toda libertad y reposo. Ala fuerza  he de hacer como quieren y me imponen los filisteos, no como exige mi gusto.
Sandoval había estudiado pintura en París; había hecho un viaje de estudio en Italia, y no era un vulgar pintamonas (…) Y Sandoval marchó a Europa a estudiar pintura, pensionado del gobierno. Sin pérdida de tiempo, a su llegada a París, dióse en cuerpo y alma al trabajo en un taller famoso, donde ensayó sus vuelos y tuvo principio la gloria de algunos de los más notables pintores contemporáneos (…) Así, estudiando en el taller, estudiando en los museos, trabajando mucho, le llegó el momento de emprender una obra personal, seria y difícil, y de presentarse a concurso con esperanzas de victoria. Pero, entonces, un golpe rudo e improviso, una puñalada traicionera, mató en flor sus esperanzas. El gobierno de su país, sin dar aviso ninguno y sin paliar de ningún modo tan extrema y cruel determinación, acababa de suspender el pago de las escasas pensiones concedidas, la de Sandoval entre ellas. El gobierno se veía obligado a enfrentársele a una revolución poderosa; y su más ilustre hacendista, entre muchas otras medidas, a cual mejor, de sufragar para los gastos de la guerra, halló el de suprimir sueldos de insignificantes y obscuros empleados y pensiones de artistas (…) Este como negro paréntesis de su vida sirvió de algo a Sandoval: le enseñó a ver claro en muchas almas de compatriotas: en unas, muy de cerca de él, en París mismo; en otras, al través de cartas y a través de los mares. En casi todas no halló sino ruindades, frío y pequeñeces. Conoció, en cambio, dos almas buenas: un rico estudiante de su país y un artista español, camarada suyo, que rivalizaban, para él, en bondad y largueza; el primero no sin la oculta pena de ver a un extraño haciendo de un modo encantador y sencillo lo que de ningún modo hacían sus compatriotas. Más tarde, cuando Sandoval pudo, gracias a unas manos piadosas, volver del olvido, como quien vuelve de entre los muertos, para de nuevo entrar en su país, no hablaba de aquellos dos amigos, el estudiante y el artista, sin estremecérsele de ternura la voz y llenársele a veces los ojos de verdaderas lágrimas …
Así lo halló Alberto a su llegada de Europa, ejerciendo de retratista unas veces, otras ilustrando abigarrados anuncios de carreras y corridas. “Vivía de retratar –acostumbraba decir a sus íntimos –beocios y filisteos. Y aun ilustrando anuncios de corridas y carreras, retrataba a sus compatriotas” Hablando de ese modo entre sus amigos, vengaba sus pobres sueños de arte idos para siempre, sus fallisdas esperanzas de gloria, su vida entera de artista frustrado …
Sin embargo, merced a la magnificencia de un cliente caprichoso, el pintor, siquiera por algún tiempo, descansó de retratos y de anuncios. El cliente, poco ducho en cosas de arte, si no sabía estimar al pintor, como artista, habíale cobrado inclinación y afecto como hombre. Le encargó una Madona, ofreciéndole, si la Madona resultaba de su agrado, una larga recompensa. Y aunque la obra fuese de encargo y el asunto de la obra no fuese de toda la predilección y gusto de Sandoval se dio a ella hasta acabarla, con entusiasmo tan brioso, como si en su espíritu, ya desencantado y mustio, reflorecieran todos los sueños y las esperanzas locas del pintor adolescente. En un paisaje desolado, estéril, de rocas y arenas grises, la Madona, entada sobre una roca, tenía entre los risueños y glotones labios del Niño, el pezón de uno de sus pechos rebosantes. La originalidad sutilísima de la obra estaba en el contraste, querido y marcado sin violencias por el pincel, entre le paisaje y las figuras del Niño y la Madona. De ese contraste provenía, envolviendo como en una atmósfera de gracia la obra entera, un simbolismo encantador, a la vez claro y profundo.
El cuadro había de exponerse al público en el mismo lugar y en la misma ocasión que la estatua de Alberto. Así lo tenían concertado los dos artistas, mientras cada uno de ellos trabajaba en su obra. Llegado el instante de exponer las obras, Alberto opuso resistencia y algunas objeciones a la idea de exponer, como quería Sandoval, en un café de los mejor concurridos, cuyo dueño cedía graciosamente un rincón a propósito para el caso. Temía tal vez el escultor que las obras, en semejante sitio expuestas, vieran menguada su dignidad y prestigio de obras de arte. Pero Sandoval desechó sus escrúpulos y le persuadió de que era más ventajoso para ellos y para sus obras el exponerlas donde y cómo él decía:
--Al feo caserón de la Escuela de Bellas Artes, si ahí, como tú pretendes, nos dieran espacio y refugio para nuestras obras, nadie iría a verlas, en tanto que, expuestas en el café, a la fuerza las ven todos. Aquí nadie se mueve por ver una estatua ni un lienzo. No basta exponer el lienzo y la estatua: es necesario imponerlos. Es necesario obligar a los ojos a posarse en la escultura y el cuadro; es necesario obligar, siquiera un día, a los dignos habitantes de nuestra muy culta ciudad, a ennoblecerse los ojos, antes de cerrarlos para el sueño, con la visión de una obra de arte. Por lo tanto, el sitio más a propósito es el café. Ahí van todos: los hombres a beber indispensable copa de brandy, el brebaje más embrutecedor y venenoso y uno de los principales factores de nuestra “grandeza” material y política, y las mujeres, por la noche, después de escuchar música en la plaza, o después de salir del teatro, si no a beber malos menjurjes, al igual de los hombres, como suele verse en los discretos rincones de algún buffet de baile, si a refrescarse y a continuar muy a menudo el flirt emprendido esa misma noche en la plaza o n el teatro.
Esas y otras muchas razones alegó Sandoval hasta convencer a Alberto.
La Madona y la estatua parecieron una mañana expuestas en el café, así como Sandoval quería. Desde entonces, Alberto, ya por desocupado, ya atraído por el sitio, ya por juntarse con Romero por el secreto deseo de saber cuanto pudiera decirse de su obra, o por todo eso a la vez, iba todas las tardes a la Plaza. Allí, al pie del monumento erigido al Libertador, en el centro de la plaza, encontraba siempre a Romero y los dos amigos empezaban, uno al lado del otro, a caminar arriba y abajo por el ancho camino de baldosas que, dividiendo a dos la plaza y pasando al pie de la estatua de Bolívar, corre de la calle en donde están, al Sur, los edificios de Palacio Arzobispal, de la Gobernación y los Tribunales, hasta el principio de la gradería de cimento que sube a la calle del Norte, levantada sobre el nivel de la plaza. El remate de esa gradería de cimento lo forma el espacio de donde la Banda Marcial, jueves y domingos por la noche, acompaña el paseo y la conversación de los concurrentes a la plaza, con fragmentos de óperas, alternados con valses y trozos de música charanguera. …

(…)
La primera expresión del juicio público sobre las dos obras de arte expuestas, les vino a Soria y Romero del diputado Perdomo. Delante de Perdomo, alguien habló de la Madona y la estatua, y el diputado por el Zulia, con el aplauso de su auditorio y con aires de suficiencia y lástima, dijo no concebir cómo, en el momento en que se discutían los más trascendentales problemas, hubiese quienes malgastaran el tiempo haciendo mujercitas de barro y pintando Vírgenes.
Fuera de los mencionados grupos, esmaltaban la plaza otros de formación caprichosa.
De entre los académicos, de un modo invariable, todas las tardes, a la misma hora partía a juntarse con el señor Fabricio Ramos, al pie de un jabillo enfermo, el académico don Miguel Rincones. Aislados, en aislamiento olímpico, del resto de los mortales, el espaldar de la silla de uno de ellos contra el exangüe tronco del jabillo, reanudaban ahí su perpetuo diálogo, interrumpido sólo durante las horas de trabajo y de sueño …
Como lazo de unión entre los grupos de la plaza, andaban de uno a otro, sin respetar a veces los íntimos coloquios de Rincones y Ramos, e interrumpiendo otras veces el ir y venir de los paseantes, Perdomo el diputado, y Diéguez Torres. Perdomo practicaba así la que él tenía por una de las más indispensables condiciones del político perfecto: la de hablar con el mayor número de gentes, en el espacio de tiempo más corto, sobre asuntos de la más diversa índole. Hablar mucho significaba para él pensar abundantemente. A su juicio, taciturno e imbécil representaban una misma cosa. Y como siempre tenía en los labios un riquísimo sartal de frases, vivía feliz, figurándose poseer bajo el cráneo vastas minas de ideas. Diéguez Torres, más inteligente, y por lo tanto menos charlatán, iba de grupo en grupo recogiendo especies y palabras útiles a sus fines, adulando a unos, bromeando con otros, esparciendo cizañas, armando enredos, buscándose auxiliares y amigos, esgrimiendo, en fin, en defensa de su obra de luchador, como decía él sus mejores armas, entre ellas la calumnia (…) Para hacer más rápida y fácil su obra, o más bien la coronación de su obra, ocurriósele a Diéguez Torres una idea brillante: dentro de poco se cumpliría el aniversario de la elección del Presidente, y ningún pretexto mejor para halagar al César, manteniéndole propicio. Bastaba enderezarle, con motivo del aniversario de su elección y de modo público, en hoja impresa, felicitaciones y plácemes calurosos, firmados por cuantos distinguidos liberales jóvenes quisieran, figurando él, Diéguez Torres, como el primero de los firmantes. Ya sabría él, más tarde, monopolizar los méritos de aquellas felicitaciones públicas. Por de pronto buscaba sus víctimas. Una tarde se cruzó con Soria y Romero en la plaza, y acercóse a ellos, saludándoles con afectada amabilidad zalamera. Mientras les daba la mano se dirigió a Soria, diciéndole: “Mis felicitaciones … Muy bonita su estatuica”. Luego, sin otra palabra, se alejó Diéguez Torres, y los dos paseantes prosiguieron su interrumpido paseo. Al marcharse el politicastro, Romero vio con ojos tristes a su amigo: --No te extrañe +, ni te importe eso de la estatuica. La envidia es así. Así es Diéguez Torres. Me parece estarle oyendo, cuando publiqué mi libro y cometí la bobada de enviarle un ejemplar, decirme en tono y aires protectores: “Muy bueno tu folletico”. Y el folletico tiene trescientas páginas escritas en no muy mala prosa. La envidia es así: en un matiz de expresión, en una palabra, en una sombra halla asidero…
(…)
Y Romero  continuó hablando de cómo nadie parecía haberse fijado en la Madona y la estatua expuestas hacía tiempo. Apenas un periódico, reputado el más serio, acababa de publicar sobre las dos obras de arte un mezquino suelto de crónica, zurcido con tan maquiavélica destreza, que según la disposición de ánimo del lector, éste podía leer en el suelto elogios o censuras. –Perdomo estuvo muy cerca de la verdad al decir cómo es malgastar el tiempo emplearlo pintando Vírgenes y esculpiendo Venus criollas. Tiene razón. En una atmósfera llena de miseria y fealdad política no cabe una chispa de arte, ni un fulgor de belleza”.
Y hablando y hablando, con igual amargura, desesperada, Romero terminó por desear que el Bolívar del monumento de la plaza y su caballo de bronce desaparecieran de improviso, una tarde, entre la lluvia de rosas del crepúsculo, en un relámpago, para que no honrasen más con su gloriosa pesadumbre aquel pedazo de tierra maldito, como un pudridero de conciencias.
(…)
Precisamente en la noche de ese día, Sandoval llegó al “ghetto”, al círculo de intelectuales reunido un rato, como de costumbre por la noche, alrededor de una mesa de un café vecino de la plaza, agitando en los aires con la mano derecha, un periódico. Este era el único periódico religioso de la ciudad, y en él había un artículo lleno de alusiones insultantes para Sandoval y Soria. El artículo no mencionaba a ninguno de los dos artistas e iba firmado por una equis. Mas lo insulso de su prosa y la cobardía del ataque denunciaban claramente el alma y la pluma de Fabricio Ramos y don Miguel Rincones. El artículo hablaba de ciertos jóvenes que por haber pasado los mares y haber vivido en París creíanse autorizados a pintar y esculpir indecencias; maldecía del arte con que esos jóvenes medio locos pretendían corromper una sociedad culta, muy honrada y católica, arte sensual, voluptuoso, pagano, todo impudicia y desnudeces; y el anónimo, dejando brotar la mala fe entre vaciedad y vaciedad como un negro chorro de fango, terminaba por aconsejar a los padres y madres de familia, buenos católicos, evitasen a la inocente mirada de sus renuevos el espectáculo de obras que no eran sino frutos de aquel arte podrido.
            Cuando uno de ellos acabó de leer en voz alta el artículo anónimo, Emazábel dijo:
            --El presidente y los ministros proyectan y consumarán un robo en grande; dos de nuestros dandys consuman un robo en pequeño; y ustedes pagan. Si nosotros dejamos hacer, nunca reinará aquí otra justicia: justos por pecadores: justicia de sacristía que no se atreve con los bandidos del Poder, ni con los rateros de salón, y cierra con el arte y el artista, indefensos por nobles.
            --Todo eso dan ganas de llorar –exclamó Romero.
            --¿Y por qué no de reír?—gritó Alfonzo.
            Soria no dijo una palabra; pero en sus ojos había toda la tristeza del mundo. Y cuando muy tarde, esa noche, volvía a su casa, hallóse viendo y considerando, si no con verdadero odio, con algo muy parecido al odio verdadero, los hombres, las cosas, todo lo de aquella ciudad estrecha y mezquina, de conciencia como sus calles, angosta y sucia.

CUARTA PARTE


                                                                                 III

            Hacía una semana las tropas de la revolución habían penetrado en triunfo en la ciudad, cuando Alberto volvió de su escondite.
            Algunos todavía no lograban darse cuenta de cómo Rosado alcanzó tan estupenda y rápida victoria. Parte porque el gobierno la mantuviese, por motivos fáciles de adivinar, en la mayor ignorancia de lo que estaba pasando en el resto de la República, parte porque ella fuera de por sí indiferente y descuidada, la capital, en efecto, no se vino a formar idea justa de la revolución y de su magnitud y su brío, sino cuando, ya victoriosa, la revolución tocaba a sus puertas.
            Apenas tres o cuatro meses bastaron al antes obscuro cabecilla vulgar, transformado por la suerte de las armas en ilustre campeón intrépido y feliz, para estrechar y vencer al gobierno, vengando la ley atropellada por los mismos que debían servirles de severos guardianes escrupulosos. En toda la República, el movimiento de la revolución fue irresistible y unánime. De todas partes respondió un eco al grito de guerra de Rosado y sus compinches. Muy al principio tan sólo hubo un momento de vacilación y desconfianza, provenientes quizás del turbio fondo de melancólico escepticismo acumulado en el alma del pueblo durante una larga y negra serie de revueltas inútiles. Pero el pueblo, siempre niño, se dejó, como otras veces, engañar y seducir de palabras hermosas. La facultad, en él inagotable, de forjarse ilusiones, triunfó de su vago escepticismo. En su corazón se puso a germinar, a sonreír y a florecer una loca esperanza. Y esa esperanza, propagándose como el más traidor de los contagios, no respetó ni a los más fuertes. Muy pronto la compartieron con la masa del pueblo incauto los que no hacían parte de la muchedumbre anónima, los que sobresalían del nivel común y aun algunos de los que, diciéndose intelectuales, proclamábanse adversarios de toda guerra, como si de la guerra y de su fatal séquito de generalotes advenedizos. Unos y otros eran insensiblemente llevados a poner su esperanza en la guerra, como si de la guerra hubiese de salir la salvación de todos…

(…)
            A su llegada a la capital, Rosado encontró dispuesto a rendírsele, tras de cortos y sencillos parlamentos, lo que del gobierno quedaba aún de pie. De esa ocasión aprovecharon los politicastros rezagados todavía, para mostrarse políticos hábiles, pasándose al enemigo por el cómodo puente de plata de los parlamentos. De los primeros entre los hábiles fue Perdomo. Según este, la suma de todas las responsabilidades y todas las traiciones estaba en el César fugitivo. Y no sólo se pasó con extraordinaria desfachatez al enemigo, sino además trató de escamotear a los triunfadores una buena parte de triunfos, por la manera como él había conducido y llevado a feliz conclusión los parlamentos...

(…)
            Entretanto el populacho y la soldadesca llenaban las calles de la ciudad con su regocijo bullicioso, dando vivas  a la revolución y a su jefe. Grupos de soldados y de pueblo se paseaban por las calles, contentos con lanzar ternos o vivas y exclamaciones de júbilo. Pero manos tan hábiles como aviesas trabajaron por convertir el ardor de ese regocijo en furias vengadoras. La muchedumbre, de alma pasiva, se dejó llevar a los peores excesos por algunos de los que en tiempos de paz llamábanse partidarios de la justicia y del orden. Merced a esos justos, en la ciudad estallaron los motines y prendieron las represalias. Inocentes máquinas y otros útiles de una imprenta, en donde un grafómano servil imprimió sus lisonjas al gobierno caído, fueron arrastrados y esparcidos en toda la ciudad por la mano de saqueadores ebrios, entre algazara de granujas. La venganza de los justos no podía caer sobre la persona del César, ni sobre las personas de sus ministros, como el César puestos en salvo; pero cayó, seguida de la multitud, sobre sus casas indefensas…
            Cuanto le dijo Romero sobre las escenas vergonzosas que habían afeado por aquellos días la ciudad, y sobre la acaecido con la llave del taller, no impresionó tanto a Alberto como la simple noticia de haber sido, de orden superior, transformado en alojamiento de tropas el caserón de la Escuela de Bellas Artes. Rosado lo había dispuesto así porque todos los cuarteles de la ciudad no eran bastantes a contener su ejército victorioso. Semejante noticia fue para el escultor como inesperada catástrofe. Cuando tiempo atrás, con la intención de hacer, ajustándose a los proyectos ilusorios de Emazábel, una serie de conferencias, hizo llevar a la Escuela su última obra y las copias del Fauno y la Ninfa de su obra premiada en París; y cuando obligado a dejar la ciudad y esconderse en el campo, quedaron sus estatuas en la Escuela, ni por un segundo se imaginó que ahí, en la Escuela, en el único rinconcito de su tierra consagrado al estudio del arte, pudieran corres sus obras ninguna clase de peligro. “¡Cómo imaginarse entonces que la Escuela de Bellas Artes la convertirían muy pronto en refugio de soldadesca!”.
            --¿Y mi Venus criolla? ¿Y las copias del Fauno y la Ninfa?.
            Romero no sabía nada de eso: no había podido informarse de nada en aquellos días de tumulto. Era inútil, y además arriesgado, salir en aquellos días a la calle, recorrida por bandadas de saqueadores.
            --Supongo –dijo Romero—que tus estatuas, con las copias de esculturas célebres que hay en la Escuela de Bellas Artes, las habrán resguardado de toda ofensa en algún lugar inaccesible a las gentes de tropa.
            --¿Pero no estás seguro?
--No. ¿Cómo he de estarlo?
--Pero, en fin, el director de la Escuela debe saber en dónde y cómo se hallan las estatuas.
--La escuela no tiene director: el que tenía cuando te marchaste para el campo renunció poco antes de entrar en la ciudad Rosado con sus tropas, y el gobierno, en esos días, no estaba para ocuparse en designar un nuevo director a la Escuela.
--¿Entonces qué hacer? Quiero saber ya, inmediatamente, en dónde y cómo se hallan las estatuas. El Fauno y la Ninfa no me importan mucho: al fin son copias. Pero mi última obra, ya eso es distinto.
Y el escultor habría deseado correr, volar, como el hombre a quien vienen a decir que su hijo está en peligro de muerte. Para él, artista, su obra sin duda era más que su hijo. Un hijo no podía ser de él solo, en tanto que su obra era exclusivamente de él, solo de él símbolo perdurable de su orgullo, sangre de su genio, alma de su alma.
Sin pensar ninguno de los dos en lo que hacían, Alberto y Romero se llegaron a la puerta del cuartel, antes Escuela de Bellas Artes. El oficial de guardia condescendió a conversar con los dos amigos, y les advirtió que, para cumplir su deseo de entrar en el cuartel a ver las estatuas y llevarse una de ellas, debían proveerse de un permiso en toda forma del mismo general Rosado. Discurrían poco después de hablar con el oficial de guardia, sobre la mejor manera de conseguir aquel permiso, cuando se les apareció como un salvador Pedro Soria, vestido aún con sus arreos de campaña: espada a la cintura, chaqueta bien ceñida al talle, pantalones listados de amarillo, y en la cabeza, rodeando el ancho sombrero de paja, una cinta de color gualdo vistoso. Y Pedro se ofreció a conseguirles en un periquete el permiso de Rosado.
Sin embargo, el permiso que tardó en llegar a las manos de Alberto unos días, que para Alberto se deslizaron con lentitud angustiosa.
Cuando volvió por fin a la entrada del cuartel, volvió en compañía de Romero.
--¡Cabo Miyares! Acompañe a estos señores hasta allarriba, aonde están las jestatuas –dijo el oficial de guardia, después de leer el permiso y la firma de Rosado.
El oficial de guardia y el cabo Miyares cambiaron una sonrisa picaresca, no advertida de los otros. Y el cabo Miyares, zambo un si es no es patojo y muy cabezón, se dispuso a guiar a los dos amigos, adelantándose a ellos cosa de uno o dos pasos. No tenían sino atravesar el corredor principal de piso bajo, subir por una escalera a gradas gastadísimas del tanto subir y bajar de la gente, para llegar, en el piso alto de la casa, al salón consagrado, cuando la casa no era cuartel, sino escuela de arte, a los trabajos de escultura.
El salón de esculturas, muy vasto, daba a la calle, y encerraba muchas copias de estatuas célebres… (…)… Las paredes las tenían tapizadas de academias y otra suerte de dibujos. Ahí, en esa estancia, fue donde quedaron, a la partida de Alberto, las copias aisladas del Fauno y la Ninfa en París y su Venus criolla.
Mientras atravesaban el corredor principal del piso bajo y subían la escalera, ansiosos de llegar a donde habían de estar aún las esculturas, los dos amigos vieron apenas los soldados que, solos o en grupo, llenaban, en el piso inferior, los corredores y el patio.
Ya tendidos por sobre los duros suelos, o sobre mantas, azules de un lado y rojas del otro, dormían; ya extendidos sobre un costado, formando círculo con otros compañeros encima de la frazada bicolor, jugaban. Entre los soldados podían verse todos los tipos del pueblo: rostros blancos, cuya blancura servía de realce a la amarillez paludosa; negros casi puros de las poblaciones costaneras, con escleróticas muy blancas y almas fatalistas; gestos duros, batalladores e inteligentes de mulatos; y gestos apacibles de indios, de mirar melancólico y dulce.
En lo alto de la escalera, el cabo Miyares, rascándose la cabeza y encarándose don los dos amigos, se detuvo por un segundo, que fue para los tres de honda perplejidad y embarazo.
--La cuestión es que loj mochachoj han … desarreglao un poco esos muñecos. Como cuando uno viene de campaña no lo licencian a uno ái mismo…
Alberto y Romero, a su llegada al salón, empezaron a entender lo que significaban las reticencias de Miyares. El hijo de Latona, Apolo, descendido de su pedestal, rotos los brazos y un pie, no vencedor, andaba por los suelos boca abajo. En esa misma actitud ignominiosa, muy cerca de Apolo, estaba Antinoo, el de las formas divinas. Y ambos, como supliciados a traición, lucían en la espalda, en lo más bajo del dorso, la boca de una herida profunda. Luego, ante el espectáculo de las Venus, decaídas como Apolo, se les acabó de revelar la última significación recóndita de las reticencias de Miyares. Las Venus, al revés de dios de la luz, miraban al techo del salón, no hacia la tierra. Los soldados, entre una frenética explosión de erotismo bestial, con ls puntas de sus bayonetas habían simulado en los blanco cuerpos de las estatuas, el sexo de las diosas. Y no pudiendo ya violar campesinas en los ranchos de la sabana y en los bohíos del monte,  violaron, con sus caricias de brutos, las blancas diosas de yeso. En las divinas alburas de las Venus aparecían con toda claridad las huellas de los brazos infames y el inmundo rastro de la más ruín semilla de hombre. Alberto, mudo, manifestaba su espanto, su indignación y su ira en una palidez intensa. Romero, por su parte, adivinando y respetando el dolor de su amigo, no podía menos de pensar en una como epopeya gigantesca y terrible, la epopeya de la Sangre y la Lujuria, desarrollada en la noche de las cavernas prehistóricas.
Con el ímpetu de náufrago, Alberto se asió por un instante fugitivo de una esperanza falaz, al divisar a lo lejos, en el fondo de la estancia contigua al salón, en el mismo lugar y en la misma actitud que él la dejó la última vez, la copia de su Fauno. La estatua del Fauno era, en efecto, la sola estatua respetada de la chusma. Con su alma de plebe, obscura y supersticiosa, la soldadesca vio, a través de la frente bicorne y de los labios irónicos del semidiós de los campos, un demonio truhán y vengativo.
Pero sobre la Ninfa y la Venus criolla parecía haberse encarnizado la furia de espasmos y caricias bestiales de los bárbaros en celo. Sobre todo, la Venus criolla era una sola ruina triste, en la cual muy difícilmente se alcanzaba a reconocer la antigua obra, la escultura destinada a perpetuar un peregrino fulgor de belleza, la estatua de la mulatica del Tuy fresca y primorosa, como hecha de barro blondo, fragancia de canela y zumo de flores de apamate.
Cuando Alberto abarcó, en toda su magnitud, la miseria de sus creaciones, después de considerarla en silencio durante un largo espacio, de su garganta brotó, rompiéndose, destrozándose, algo que fue mitad sollozo, mitad rugido:
--¡Canallas! ¡Canallas! ¡Canallas! ¡Todos canallas!
Luego, por un instante, se rió con risa de loco, mientras decía, señalando las estatuas y dirigiéndose a Romero:
            ¡Y nosotros que teníamos la candidez de pensar en el arte como en un medio de regeneración política! ¡Blasfemos!... ¿Ves? ¿Ves? Por aquí pasó la Bestia, la gran Bestia impura. ¡Ah, la Democracia! ¡Nuestra Democracia! ¿Nuestra santísima Democracia!
--¿El blanquito como que se ha molestao? Yo le dije que loj muchacho…-- empezó a decir, un poco amostazado, el cabo Miyares, el zambo, un si es no es patojo y muy cabezón, al sentir en las palabras y la risa irónica de Alberto, los latigazos del insulto.
--¡Sí me he molestado! ¡Sí me he molestado! – gritó el artista, en una súbita exaltación de rabia. Y su palidez, ya intensa, creció hasta convertirse en blancura, semejante a la blancura en que resplandecían, antes de ser violadas, las frágiles diosas de yeso.
Prudentemente, el cabo Miyares retrocedió unos pasos: en la palidez espantosa del artista reconoció una palidez que no era la del miedo. Entretanto, Romero se acercaba a su amigo, le asía del brazo, y, atrayéndole a sí, le decía:
---¡Cálmate! ¡Cálmate y vámonos!. Vámonos Aquí nada hacemos.
Alberto, dócil, se dejó llevar del amigo.
A la salida del cuartel quiso hablar, y, cuando empezó a hablar, se le saltaron las lágrimas.
---Alfonzo tenía razón --- prorrumpió ---. Alfonzo tenía razón cuando me dijo que me fuera. Yéndome entonces, cuando él me dijo, me hubiera llevado quizás algo intacto, me hubiera llevado quizás casi entero el buen humor de la tierruca. Alfonzo tenía razón: nadie tiene derecho a sacrificar su ideal. El supremo deber de un artista es poner en salvo su ideal de belleza. Y yo nunca, nunca realizaré mi ideal en mi país. Nunca, nunca podré vivir mi ideal en mi patria. ¡Mi patria! ¡Mi país! ¿Acaso es ésta mi patria? ¿Acaso es éste mi país?
Y antes que en lengua bárbara, la bota férrea de nuevos conquistadores, la de los bárbaros de hoy, venidos también del Norte, como los bárbaros de ayer, la escriba para la turba infame, ciega  ante la verdad, sorda al aviso, el artista calumniado, injuriado, humillado, escribió con la sangre de sus ideales heridos dentro de su propio corazón, por sobre las ruinas de su hogar y sobre las tumbas de sus amores muertos, una palabra irrevocable y fatídica: FINIS PATRIAE.


Referencia Bibliográfica
Manuel Díaz Rodríguez (1964) Caracas: Colección de Clásico Venezolanos de la Academia Venezolana de la Legua. Nº 10. Tomo I



JUAN VICENTE GONZÁLEZ

MESENIANA A FERMÍN TORO


Pereció como perece un instrumento
divino en la discordia de los elementos
terrestres, resonando en el Universo
Fermín Toro


Es medianoche. Silencio dulce y triste envuelve la tierra adormecida. La luna pálida va visitando las dispersas nubes; las estrellas del cielo se miran en los ríos: las cimas de los árboles se estremecen, murmuran y parecen pensativas… Aún está más triste mi corazón. En vano un aire fresco acaricia las hojas; el otoño imita en vano las galas de la primavera y flores del color del rocío. ¿Qué nuevas desgracias amenazan a mi patria? ¿Qué reciente crimen se ha cometido en nombre de la santa libertad?

¡Es que acaba de abrirse una tumba y ha caído en ella el último venezolano, el fruto que crearon la aplicación y el talento, y que sazonó la paz en los envidiados días, que para siempre huyeron de gloria nacional! ¡Lloradle es afligirse con los destinos de un pueblo condenado a vivir de la ceniza de sus días pasados!.

¡Oh! ¿Quién me diera las alas del canto para volar hacia esos tiempos, praderas cubiertas de rosas donde la libertad sonreía como las flores del loto sagrado, donde una nación dormía, a la sombra de palmeras, entre sueños de amor y de felicidad?.

¡Cuatro jóvenes, cuatro árboles, llenos de perfume y vida, alzaban allí sus altivas copas, ornato y gloria de la patria; y a todos, a todos los ha segado la muerte!.

Por nueve años, bajo caney pajizo, extraño a las cosas de la vida, errante con los astros por los espacios del cielo, atento a la divina música que los guía; con la pluma en la mano, o bien mustio y silencioso, viendo las olas crecer, enfurecerse y estrellarse a los pies de su morada, languideció el menos joven de aquellos varones, el que plantó en Venezuela el árbol hermoso de las matemáticas. ¡El mar, con un espantoso estrépito, invade ya el sepulcro que encierra sus restos abandonados!.

¿Quién es aquél, que lucha y lucha  con el destino adverso y cae, al fin, como el gladiador romano, arrojando del abierto pecho roja sangre, que acusa la injusticia de los cielos? Rota tiene en la heroica diestra la espada de Catón; el ajeno egoísmo y la vileza encadenan sus gigantescos miembros; en sus entrañas ceba su pico hambriento el buitre de la desesperación. ¡Id ninfas del Océano: id a saludar con vuestro armonioso canto la tumba del nuevo Prometeo!.
Y ti, ¡oh poeta! creíste evitar los decretos de la suerte, cambiando por otra patria la de tus padres y amigos y llevaste a orgullosos y antiguos pueblos la soberanía del genio y el artificio mágico de tu estilo. El extranjero puso a tus pies coronas y te sentó, asombrado, en medio de sus maestros… Y caíste, sin embargo, a su tiempo, como una fruta madura que el aire desprende. ¡Pertenecías a la gloriosa pléyade que debía desaparecer!.
¡Cagigal, García, Baralt, no es que crea que habríais cambiado los acontecimientos, a haber vivido más. En el drama del tiempo tiene cada hombre su papel trazado de antemano, y cuando un actor desaparece, es que nada tenía que hacer sobre la escena. Vuestra vida no habría detenido a la República en su curso fatídico; la muerte os libró de más amargos desengaños. Pero, ¡quiénes os sucedieron?... ¡La yerba se ha nacido y medra sobre el césped blanco, y crece, para insultar vuestra tumba, la infausta espiga!.

¡Con los funerales de Toro yo hago vuestros funerales, amigos muertos!.

¡Ah! ¿Qué hiciera yo para hablar dignamente de4 ti, hombre excelente? (porque la escasa fuerza que me han dejado el destino, y los años la consume el dolor…) Esposo a los veintiún abriles viviendo del pan del pobre, sujeto a penosos deberes, ¿cómo logró su espíritu abarcar el círculo inmenso de los conocimientos humanos? ¡Las ciencias morales y políticas, las metafísicas a que no basta la vida, las ciencias naturales que fueron el consuelo de sus últimos años, todo lo dominó su inteligencia vasta! ¿Qué de aptitudes! ¡Cuántos talentos que harían la gloria de muchos hombres! Niño aún, sobre el coro del cercano pueblo, su inspirado violín sorprendió una vez a un auditorio atónito, y cuatro Chacines, desde el altar y el púlpito, le saludaron estáticos. El amor, como a la hija de Dibutade, le enseñó el arte de Apeles. Semejante a aquella luz que alumbró al mundo antes de la creación de los astros, una luz divina iluminaba su alma antes que el sol del estudio la vivificase. Los más vastos sistemas eran reminiscencias para su espíritu. ¡Pensando en sí, defendió la existencia de las ideas innatas!. ¡Su alma elevada. Rodeaba, como el cielo, cuanto hay sobre nuestra cabeza y nuestros pies!

La naturaleza le había hecho orador. Con la firmeza, flexibilidad y energía que distinguieron su palabra; con el brillo y magnificencia de lenguaje, inseparables del fuego del corazón, viósele siempre del partido de las nobles y generosas causas. En tiempo en que las Cámaras sabían guardar su gravedad, estuvieron muchas veces para olvidarla en un entusiasmo sin ejemplo. Poseía el principal elemento del orador: una voz de corriente pura y extenso aliento, de sonido preciso y claro, de acento distinto y vibrador, que marcaba todos los movimientos de su alma sublime. Era una voz eco de su espíritu, música de su genio, dulce y flexible, patética o irritada, que sonaba a veces como el clarín guerrero, llena de ritmos y armonía.

Como político, Toro fue de esos espíritus ideales que sueñan hermosas teorías sobre el cabo de Suniun o en los jardines de la Academia. Abrasaba su alma el amor de la libertad, llama celeste, y el amor de los hombres, que en él no se debilitó jamás. Cuando el demonio tentador de la gloria, el odio a la injusticia, la impaciencia de vengar los ultrajes de la patria, le arrastraron a ardientes polémicas o a peligrosas resoluciones, su espíritu, en emoción perpetua, se esparcía sobre todos los objetos, colorando las palabras, animando y engrandeciendo los hechos.

Tres veces visitó Europa al servicio de la República. Con el célebre apellido de la esposa de Bolívar en un pueblo aristocrático, joven, de maneras brillantes, de palabra viva, lleno de talento y gracia, una nación grande le ofreció en su seno honores y fortuna. Todo le convidaba a aceptar. ¿Qué le esperaba en un país que se había convertido en cementerio de sus hijos, en el loco de sus tiranos? ¿Por qué preferir a la gloria y el respeto el menosprecio de la ignorancia y el odio de la envidia? Mas Toro no vacila; por bella que sea la tierra del extranjero y por grandes promesas que haga, jamás reemplaza aquella en que asegurado la paz de la República, vuelve, nuevo Anacarsis, a morir en su seno.

En todas partes se agita el hombre sobre el mar de la vida, llena de vanos dolores. Pero en nuestra tierra desgraciada, hasta la copa del placer se llena de ajenjo; la primavera de los años se extingue sin honor; suspira la virtud en el menosprecio; toda esperanza es quimera; la existencia es un sueño doloroso… Para estar tranquilo habría tenido que vivir sin entrañas en medio de las convulsiones de la historia contemporánea. Pero ¡cuál sería su dolor al ver la patria amada convertida en sepulcro de ilusiones muertas! ¡Al asistir a la crucifixión de un pueblo infortunado!... Sobre la cima del pensamiento, al abatir sobre el sombrío valle que habitamos, su mirada de águila, despedazado el corazón, bajaba a mezclarse en nuestras tristes miserias, para alegrarse con nuestros vanos contentos, dar lágrimas al dolor, consuelo al infortunio, excusa a todas las faltas, súplicas a todas las desgracias, animación a todas las esperanzas. El desdén de su labio silencioso era piedasd; su erguida frente no acusaba a sus compatriotas envilecidos, sino al destino inexorable.

Cuando escritores como Toro juntan a un noble carácter un bello talento, son semidioses, héroes y salvadores de su patria; son los sumos sacerdotes de un templo donde se precipitan todos para ofrecer al cielo sus temores y esperanzas, y donde los oprimidos respiran el aire de la libertad, mezclando alegres cantos al riste son de las cadenas.

Adoran unos al honor, otros la gloria, y hay quienes prefieren la virtud, o la bravura, o la libertad, o la verdad, o el amor, o la amistad; Toro era el panteón de todos estos sentimientos; su ardiente corazón era un cielo lleno de divinidades, el santuario del amor y de la poesía.

Él ciñó a la frente todas las coronas que penden del árbol de la vida: la corona de laurel que las musas tejen, la fresca corona de rosas del amor, la que el estudio prepara y viene tras el afán y los años. Las rosas brotaron espinas sobre sus sienes; la corona del poeta se desvaneció a sus ojos entre el tedio y la amargura; la de las ciencias, severa y triste, que guardaba para la edad madura, cayó de su frente, ¡ah!, en el sepulcro helado.

¡Yo te saludo, amigo, no en esa fosa estrecha, sino en los espacios luminosos, donde innumerables astros giran con desconocida armonía sobre este pequeño túmulo que llamamos nuestro universo.

Antes del día supremo habías ido a buscar en medio de la naturaleza la armonía y el amor que no hallaste en los hombres. Viviste en los campos, oyendo el soplo de los vientos, atento al variado color de las trémulas hojas, poniendo el oído al religioso murmullo de los bosques agitados. Y mensajeras del pálido reposo, contemplaste el mundo como una flor fresca y te reclinaste en su seno sonreído. ¡Los cielos te coronan!.

Juan Vicente González
1865