Les presentaremos el cuento Central, publicado en las narraciones breves
La mujer de espaldas.
CENTRAL (Cuento)
“Uno nunca llega a comprender a su mamá”, pensó el muchacho, haciendo equilibrio sobre la acera rota, en la bomba de gasolina. Espera que el semáforo cambie, mientras otro grupo –dos negritos, señoras con paquetes, el fiscal de tránsito—llega junto a él.
Un vertiginoso chorro de buses y autos ocupa la calle. Zumban las motos y el aire es espeso, casi doloroso. Bastaría mirarlo bien para respirar con dificultad; pero nadie lo hace y la ciudad parece intrincada de vitalidad. Él viste su corta chaqueta de cuero, pantalón de pana acanalada, de un marrón rojizo. La camisa rosa muestra el pecho y un collar de pequeñas piedras mates. Es bastante alto; la ropa, aunque holgada luce empujada por la potencia del pecho, de los brazos y las piernas. Tiene veinte años.
Acaba de sentir que su madre, sin decirlo, vuelve a oponerse a sus salidas. Hijo único, nunca vio a su padre, y la mamá de cuarenta y cinco años resulta tan libre que pocas veces se vuelve exigente, como en los últimos días. Cuando él ha estado afuera casi todas las noches de la semana, cuando ya eso debía ser aceptado en casa, su madre se enfurece en silencio. Uno nunca llega a entenderla por completo. Van a ser las cuatro de la tarde. Federico mira su reloj y se asegura de tanta puntualidad: jamás llegó a tiempo en ninguna ocasión, aunque durante dos años recientes, en el ejército, creyó haber adquirido esa costumbre, esa rigidez: lo puntual.
Esta noche, como todas las suyas desde que salió del servicio militar, será elemento de azar. Fue por casualidad como conoció a Quintero hace ocho días, aquí mismo, y como éste lo llevó donde sus amigos; y con ellos, más tres whiskies, quedó acordado que él sería hoy recepcionista y acomodador durante la función de ópera. Hasta trae en una bolsa plástica su viejo uniforme y su gorra, según lo sugirió el cantante. Ese contacto de una semana atrás fue así de simple. Quintero, a quien acababa de conocer, lo invitó a subir: en el piso 36 habría un grupo de amigos suyos.
Entonces, cuando subían, Federico previó que encontraría una fiesta. Pero estaba un hombre solo, un piano, muchos discos. El apartamento parecía lleno de mil adornos. Al tercer trago, entre risas, bromas y chistes obscenos, el cantante consultó a Quintero: y éste le propuso a Federico que viniera, vestido con uniforme (Federico había confesado que guardaba uno, como recuerdo) el próximo sábado, para recibir a los invitados. “Sería impresionante que nuestra función de ópera tuviera –como gran categoría—a un militar de recepcionista” dijo el hombre, entre serio y burlón. Allí se realizaría una función de ópera: a Federico no le extrañó lo estrecho del local: nunca escuchó ópera y no sabe exactamente de qué se trata; se entusiasmó con su rol, y aceptó.
¿Verá de nuevo a Quintero? Tal vez, en algún billar, en la calle, por aquí mismo como la primera vez. En verdad, Federico nada puede recordar de Quintero, exepto que era muy flaco.
El muchacho cambia de una mano a otra la bolsa plástica. Está haciendo equilibrio sobre el cemento roto de la acera, en la bomba de gasolina y siente el grueso empuje de tantas personas que se acercan esperando el cambio del semáforo: ya va a dar luz verde, con letras que dicen PASE, y Federico apresta su cuerpo para cruzar.
Pero aún nada adopta la verdadera historia o, por lo menos, la paralela: ¿quizás porque ninguna reviste radiaciones, salidas y contactos con las otras? ¿O porque este ambiente vuelve esponjosa la individualidad, de tal modo que, al ceñirla, ablanda su destino dentro de la multitud? En todo caso, aunque no sea la historia frontal, podemos seguir con Federico durante esa tarde de junio, en 1980.
Sí; Federico salta a la calle, la atraviesa, perdido dentro de la gente áspera. Y en seguida queda inmovilizado bajo las gigantescas pantallas de las fachadas: cinco murallas, una misma forma repetida cinco veces lo aplasta. Mil ventanas visibles pero secretas están sobre su cabeza: los grandes edificios del Parque Central. Estos, sin embargo, no son nada: frente a Federico y a su derecha, dos faros enormes avanzan desde el suelo: copian su imagen en cien fragmentos, copian la imagen de los cerros próximos y del cielo; y se elevan casi ruidosamente. Así emergen las torres laterales, fragmentadas en espejos cambiantes que producen vértigo desde abajo. Y hacia uno de esos monumentos irreales, hacia un punto de esa estadística visual Federico se sabe convocado.
Ahora él camina por los pasillos interiores; pasa frente a una elegante tienda de ropa masculina, cerca del cine, y deja detrás los dos abastos de cristal. Va a cruzar una pequeña calle subterránea donde cierta pastelería, espléndida, subyuga. Pero ésta no podrá ser la historia proporcional, geométrica: no es Federico quien avanza por el pasillo hacia la pastelería sino Juan José; y Juan José conoce exactamente el sitio al cual debe arribar: un apartamento del piso 11, a medias oficina y a medias hogar, donde Josefina lo espera enfurecida. El hombre blanco y algo grueso, en camisa, se mueve con celeridad: ella tendrá que someterse, que aceptar. ¿No pudo realmente sospechar con sus salidas, con tantas horas fuera de casa –sospechar de todo lo que podría significar la existencia de la Otra? Ningún hombre completo debe tener después de los veinticuatro años una sola mujer. Y Juan José llega a los cuarenta. Ha perdido el gusto por las diversiones, por las fiestas; le agrada conversar con amigos y en pequeños grupos. Frecuenta el cine, la prensa, la televisión. Y desde hace años se siente como sosegado en todo: menos en la sexualidad. A cada instante lo abruma ina urgencia erótica. Si en la noche estuvo con Josefina, antes de mediodía sabe que debe buscar a la Otra. Hay como un plazo tendido para él, una trampa de la cual no logra escapar si no encuentra una mujer. Y, sin embargo, nada de esto es nuevo: lo sintió a partir de los veinticuatro años. Sólo que antes lograba perder dos o tres noches en reuniones con amigos, y ahora nada le interesa aparte de estar con Josefina, con la Otra o con cualquiera. En cada caso, eso sí, cree permanecer realmente enamorado, con la obsesiva ilusión (fugaz, instantánea) de un muchacho de catorce. Se siente cromático, conquistador. Y aunque engaña a ambas mujeres, ellas nada notan; vive en este edificio, con Josefina, pero durante dos noches a la semana duerme afuera (con la Otra) y le dice a aquella que va a estar con su familia, con su envejecido padre,a quien no visita desde hace meses. Otras veces pasa las tardes en un hotel o en los autocines, con cualquiera. Nunca queda completo con sus dos mujeres, aunque sexualmente ellas le basten (incluso pasa días sin acostarse con Josefina o con la Otra): porque se reconoce tan distinguido, tan ejemplarmente hombre que busca con obsesión atraer nuevas mujeres: y en toda situación ataca, queriendo algo de ellas que él mismo desconoce.
Anoche, por ejemplo, durmió afuera: es uno de sus días fijados para hacerlo: y hoy al mediodía llamó a Josefina mientras la Otra estaba en el baño: ella contestó furiosa (como ocurre otras veces) y le exigió que regresara enseguida. Así lo prometió Juan José, ansioso y preocupado de pronto por tal arranque de su mujer: y temeroso de la Otra, en el baño. Seguro, dominante, añadió sin embargo que iría cuando quisiera. Había algo desacostumbrado en el tono de Josefina, un nerviosismo acuoso. Y aunque él siempre quiso en lo más hondo, que Josefina supiera sobre sus otros amores, ahora lo alarma tal posibilidad. “Vente para hablar; no sigo más contigo”, gritó ella. ¿Qué quería esta loca? Quizá sólo le faltaba algo de speed.
Juan José toma el ascensor. Cerca de él pasa un muchacho de chaqueta oscura y camisa rosa, con una bolsa amarilla en la mano. Es Federico que busca (no recuerda bien las indicaciones de Quintero) el edificio donde lo esperan en el piso 36. Mucha gente sube con Juan José al ascensor: niños y una viejecita que lleva una jaula vacía. Gente apurada, borrosa y brillante envuelve a Federico por el gran pasillo central, mientras, cercana, la calle del sábado ruge y acomoda los edificios en su móvil musculatura de autos. Gente, voces, luces. Pero esa historia es oblicua ante la acumulación de este espacio, porque yo mismo avanzo en sentido contrario y no la conozco. Ignoro quién sea Juan José (no lo veré sino dentro de tres días, en la prensa), y no puedo asegurar la presencia de Federico, pero el comentario sobre ese espectáculo de ópera me llegará el lunes por televisión: y entonces será fácil imaginar su actuación de esta noche, como portero uniformado. Quizá ellos y yo estamos encontrándonos ahora, cuando compro dos dulces de guanábana en la pastelería y pido que me los envuelvan con papel especial.. Quizá desde aquí observo a Juan José (y a otros como él) tomar el ascensor, o me fijo en el pecho exuberante de Federico. Pero no los distingo, y sigo, esta tarde de sábado, hacia el apartamento letra 0.
Curiosamente, aunque aquí nací y aquí he vivido, la ciudad no adquirió su carácter –para mí—sino hacia 1960. Antes yo atravesaba calles, colegios, bares cines, sin darme cuenta. Mi conciencia era ajena a lo exterior; y a la vez sólo pensaba algo impensable. Pero de pronto los libros, la música (como esa canción de hace un tiempo, Sobreviviré que viene justo ahora desde una venta de discos), algunas cosas políticas, fracturaron algo mío que yo desconocía, y con ese golpe, unido al de la muerte de mi padre y a la súbita locura de mi mamá, más el deber de trabajar y de ingresar por la noche a la Universidad, con ese choque supe que algo no bastaba, la ciudad. Ambos nos correspondíamos; y comprenderlo fue una molestia, un exceso, pero también un descubrimiento, y comencé a quererla y a odiarla con riesgo equivalente. Me volví sus calles, sus edificios, su dispersión: yo era todo lo de antes, pero desde ella.
Y de pronto quedé ajeno a mi antigua fascinación por el paseo del Calvario y no me interesó más la Plaza Bolívar. Lo mío pasó a ser el Parque del Este, preferí la agilidad de las torres en El Silencio. Me hundí en los cines, en bares de mujeres, en algún baño turco. Vi los líderes, los gobiernos turnándose. Cuando participo de todo eso me ocurre como impulsado por otra presión, no por mi voluntad. Y aunque creo que he leído bastante, tampoco esos textos me hicieron independiente: los cito, los aprendo, y nada más. Soy un hombre que ha conocido (y querido) a muchas mujeres, que se angustia y no se soporta: porque siempre estoy soñando con algo impensable. No falto al trabajo, duermo mucho, tengo amigos. Nunca me imagino con hijos, porque entonces –si los tuviera—algún día yo moriré inesperadamente y ellos van a sentir lo mismo que yo cuando papá murió y, tal vez, lo que pasé cuando mamá (que permanece encerrada por Lídice) se volvió loca.
Esta tarde vengo del Museo ubicado dentro de estos edificios: una gran exposición con muñecos descabezados, de figuras alumbradas por dentro, con alambres como venas. Un genio del arte que no me conmovió, al contrario de los tejidos de Gego, bajo los que acabo de pasar: desiertos en el aire y melancólicos. Algo futuro forma parte de esta obra que no comprendo por completo, pero que invade con claridades. Durante años acepté que mi vida giraría alrededor del viejo parque de caobos y de los antiguos museos, parecía como si un círculo me detuviera allí –con la cinemateca, los cafés, con cervezas, amigos artistas y locos—y nunca imaginé que en 1980, ese cuerpo vital cambiaría: casi estoy reducido al gran Centro por donde ahora camino.
Dejé mi carro en el estacionamiento inferior: mañana, al salir, pagaré el exceso. Pero es que aquello formaba parte de la ciudad de antes; aquí, en cambio, todo pertenece al año 2000: justamente para cuando yo estaré en la madurez total. Los jardines y las fuentes, el taller de Soto, los restaurantes modernos, las grandes fachadas que son como murallas blancas y, sobre todo, las torres brillantes, las más altas de la ciudad, encendidas como túneles de sol, variables durante el día con sus desbordados espejos, eso conforma mi vida de hoy, la felicidad “Seré distinto” dije hace un año. “Me diferenciaré de todos: no viviré más solo y seré alegre acompañante”. Nunca se me había ocurrido: me agotaba en una vida sin contornos. Pero apenas lo decidí la ciudad dio facilidades: basta de vivir noches con mujeres aisladas, de fantasear con esos amigos artistas, de prolongar situaciones cómicas y estimulantes, que dejan terrosos sabores al amanecer.
EL MANDARÍN, AZAR de su niñez, recibió de su maestro… el apólogo de la calavera nihilista en el sitio del vendaval. Un astrólogo señalaba ese día el equilibrio de los elementos. Todo aquí señala el equilibrio, piensan los padres, luego de leer el poema que no disciernen por completo. Los astrólogos son ellos mismos para su hijo: él está al lado, a punto de dormirse. Acaban de dejarlo sobre la camita; lo han sentido rodar hacia el sueño, pasar de intrincado alambre móvil a lento osito, a gato de mil pieles tersas, a niño que bosteza y se le cierran los ojos, con humedad.
Los astrólogos son ellos mismos –piensan sin decirlo: no necesitan decirlo—porque se eligieron con amor, con gratitud, con esperanzas. Seis años antes se casaron bajo condiciones serenas, unidos por una ternura sin interrupciones: como si el mundo sólo pudiera madurar en ellos: en el moreno cuerpo de la mujer joven, en el dorado cuerpo de este hombre sano y regular. Trabajan en el mismo oficio, son sinceros y no desean nada más que a sí mismos.
Protegida por esa plenitud surgió esta casa: este apartamento. Lo compraron sin esfuerzos, porque sintieron que aquí la ciudad tendría un cuerpo moderno, con todos los servicios y comodidades. Hasta colegio llegará a haber. Desde su ventana, el gran parque de caobos se irisa, con la curva verde de la gran montaña. Al comienzo parecía un apartamento normal. Pero él, con su afición por la arquitectura, y ella, con su gusto por la decoración, fueron eliminando las esquinas de las habitaciones, los ángulos de las puertas; corrieron cortinas de colores, insertaron marcos de metal plateado: construyeron un mundo sinuoso, sosegado y lumínico, donde las lámparas, los muebles, el equipo de música, los libros, consuelan de las punzantes escenas exteriores. Quisieron tener una casa extraída de la imaginación, que reflejara la claridad de su amor, la nitidez de sus pensamientos: y aquí está todo. Cada vez, al entrar, saben que una burbuja espléndida, pulposa y blanca los protege. Su casa se cierra con ellos en una reflexión de belleza.
El niño nació hace cinco años: y desde entonces es el complemento total. Acaban de dejarlo sobre su cuna circular, en el cuarto de juegos armoniosamente creado. Ellos leen el poema que habla de un astrólogo y –sin decirlo—se reconocen en ese equilibrio de elementos, aunque afuera todo el Parque Central sea un vendaval. Van a cenar; el niño debe dormir.
El hombre y la mujer se miran, sonríen, crédulos de su mutua compañía, de su satisfacción. El gran silencio amado los envuelve. Las luces del lugar casi cantan, previsivas.
Y entonces ambos –porque siempre reaccionan al mismo tiempo—creen escuchar un leve ruido. Algo como si una lluvia estuviera cayendo sobre cada objeto; un lento desgranarse de aire; un arenoso movimiento que levanta capas, una tras otra. Se miran; sonríen con gesto de interrogación. ¿Qué es?
Pasa el silencio y en seguida vuelve el sonido, pero ahora con realidad muy táctil: saben que algo delicadísimo, una película de polvo está cayendo sobre ellos, sobre todo. Se sienten sacudidos por cosquillas; ríen a carcajadas; y se levantan. La ventana muestra un anochecer espléndido, un junio seco. No hay desorden.
Recorren el baño, la cocina; ningún chorro abierto; pero el grumoso sonido persiste; y ahora van hacia el cuarto del niño. Aquí las luces están encendidas, igual que hace un rato. Avanzan y se asoman: sólo entonces lo miran. Desnudo, como un adorable juguete, el niño surge desde una espesa nube: tomó los envases de talco –el que su adre usa diariamente y los otros, guardados en el armario—y desde hace rato riega con ellos la habitación. Todo está blanco y liviano; todo se ha vuelto esponjoso, aéreo. El piso pierde densidad con su alfombra de puntos claros, y la cama parece más gorda. Hace media hora que juega con el polvo. Los envases están vacíos. Y el niño construye incomprensibles imágenes, desordenados signos con su volátil materia. Cada movimiento suyo levanta una onda lunar, cada gesto crece con arenoso sonido del aire. Una nube transparente envuelve el cuarto. Corre bajo las brumosas señales de las lámparas.
JUAN JOSÉ ABRE la puerta y encuentra todo en silencio; atraviesa la sala principal, convertida por Josefina en pequeño local comercial desde cuatro años antes, y se asoma a la cocina. La mujer tampoco está en el dormitorio de ambos ni en la sala donde guardan mercancías.
La encuentra sentada en el piso, a la entrada del baño, con el rostro inclinado. Ya él conoce esa actitud: deriva de un paso de mepivacaína, de frecuentes speeds. Ella alquila esta parte de su casa a la empresa en que trabaja como secretaria; su jefe es un uruguayo, interesado en la astrología y en las sectas anónimas. De algún modo Juan José depende del dinero ganado por ella y de las relaciones excelentes, entre Josefina, su jefe y otra mujer, la administradora.
Juan José viene de una tranquila noche con la Otra; le gustaría encontrar a Josefina ansiosa de amor y de esos gestos obscenos con los que ambos trafican, en íntimo código. Hasta creyó que la hallaría furiosa, por cualquier motivo y por su retraso de hoy. Pero ella está ausente. ¿Cuánto tiempo hace que tuvo la droga?. En todo caso, quedarse así es típico de Josefina. El hombre le resta importancia; se inclina contenido, aunque algo irritado, y trata de levantarle la cabeza. La mujer ha llorado; lo mira como si hubiese estado esperándolo ansiosamente; y de repente salta: se cuelga del pelo de Juan José, aullando; le arrasa la cara con las uñas, lo muerde; lanza sus pies contra los testículos y él, al comienzo, sonríe tratando de aplacarla; luego intenta inmovilizarla. Pero todo es inútil, la mujer solloza, lo insulta: Juan José no puede entender sus palabras: un sonido que surge desde el pecho de ella lo aterroriza y lo enloquece. ¿Qué le pasa? La mujer persiste en su lucha, llorando. Con sus saltos la falda ha caído y la blusa, rota, cuelga de un lado. ¿Quién es esta fiera, cómo dominarla? Juan José se asombra: es imposible hablar. Ella corre tras él, lo persigue. ¿Cuál secreto descubrió la mujer, qué cosa la hirió tanto, cómo resolver esta situación? De pronto él advierte que no logrará tranquilizarla ni someterla, y un pensamiento brusco lo ilumina: si la mujer toma un cuchillo o una tijera podría cortarlo. Y antes de que ella lo haga, él toma la sartén más gruesa, cuando pasan por la cocina. Ambos se escupen. El hombre se aleja un instante y regresa sobre ella: uno, tres, seis golpes en la cabeza; otros en el pecho, en la espalda, la debilitan, la aturden, la tumban. Juan José se recuesta ahora de la puerta, en el baño, respirando profundo. Qué mujer tan loca. ¿Qué le pasaría realmente?.
Y entonces la observa inmóvil sobre el piso de la sala, con sangre en el cabello y en la cara; con sangre que se riega por todo su cuerpo. Curioso, se acerca, se inclina y la voltea: entonces comprende que la mujer está muerta. ¿Cuánto duró todo? ¿Qué hora es? Si la historia resultara segura, sería el momento en que Federico ya está vestido de militar, en el piso 36, sobrio y fortísimo con el uniforme que, sin embargo, lo adelgaza un poco. El apartamento de dos plantas fue convertido en teatro: desde el balcón hacia el pie de la escalera, sillas en semicírculo. Quitaron los adornos y los afiches: todo está ocupado por el piano y por una mesa con bebidas y pasapalos. Desde el otro piso bajarán los cantantes. Algunas lámparas encendidas dan un ambiente de extraordinaria distinción, piensa Federico. Recuerda por un momento a su madre; si supiera dónde ande él. Pero uno nunca llega a comprender a su mamá: si ella supiera que salió esta noche para cuidar una sesión de ópera seguramente estaría encantada. Hace rato, cuando llegó, lo recibió el cantante con quien se había comprometido ocho días antes. Era un hombre de buena estatura, levemente gordo, moreno; con voz muy baja y piel fina. Después llegaron un muchacho pequeño, gritón; otro señor gordo. También un moreno bastante delgado, de bigotes. Y el pianista.
Federico se sirvió un whisky, mientras todos estaban arriba. El cantante le agradeció su cumplimiento, le indicó cómo recibir a los invitados y cuándo apagar las luces. Una tarea agradable y fácil. Imaginó cuánto podría tomar y comer durante la ópera. Se asomó al balcón; la vista daba al sur, y percibió el cambio de la ciudad, desde el amarillo al violeta, hasta la negrura completa. Abajo, en la calle, autos y gente parecían puntos, trazados dentro de una brumosa red de humo.
De pronto, alguien tocó el timbre; y entró una mujer blanca, algo mayor; vestida de rojo. No había terminado de sentarla en el sitio que su nombre indicaba, cuando todos los invitados comenzaron a aparecer. Elegantes, alegres, conocidos entre sí (el lunes, por televisión, yo sabría que entre ellos estaba una mezzo de gran prestigio internacional, traída por la Municipalidad para la Temporada Oficial de Ópera de la ciudad, así como nuestros mejores barítonos, un clavecinista y dos directores de orquestas; en síntesis, lo mejor del mundo musical capitalino. ¿Quiénes serían los otros invitados? ¿Algún crítico? ¿Gente de televisión?), por sus conversaciones, por la confianza con que se tratan. Federico los recibe y les brinda. Por momentos cree notar alguna mirada o un detalle de las sonrisas, que le parecen burlones. Pero nada aquí está fuera de orden; y piensa cómo su mamá lo vería con gusto en la sala brillante.
Cuando acomoda al último visitante, se sirve un trago. Es casi la hora de apagar las luces. El pianista, ahora de traje oscuro, se coloca ante su instrumento. El público calla y yo termino de colocar las cosas para nuestra cena: Luisa no tardará en regresar al apartamento letra O y encontrará servido cuanto dejó dispuesto. En un extremo coloco una vela encendida, acerco los dos dulces de guanabana (sabor que ella prefiere) y me entono con un poco de cerveza. Hace poco que ella bajó, quería algo más del abastos y, como su radio sigue encendido, escucho por segunda vez hoy la amada canción de Gloria Gaynor Sobreviviré. Lamento que Luisa se la pierda, es una de nuestras favoritas, aunque ambos la conocimos en situaciones distintas, yo viviendo solo, pensando cosas irrealizables, y ella atada a un marido que sólo se interesa por los viajes. Juntos, en cambio, hemos resuelto las incomodidades, las pequeñas separaciones, hasta cruzar unidos la vida entera. Que gran diferencia ser un tipo que forma una pareja y ser un hombre con mujeres, siempre dependiente del azar. ¿Cómo no practiqué antes la felicidad? Por eso, ahora, mientras espero a Luisa para cenar, nada me importan las ficciones que practico al andar por la calle, mientras camino por el Parque Central o al manejar. Nunca volveré a saber de Federico ni de José Luis, aun cuando mañana o después la televisión y la prensa me lleven a imaginarlos, a suponerles actos que justamente podrían estar ocurriendo ahora. Ahora, cuando dejo de ser ese imaginario astrólogo, ese brujo mandarín que conocí en un poema porque aquí, estando Luisa y yo, únicamente existe la armonía de los elementos. Ahora, cuando el público escogido y entusiasmado delira con cada aria: porque Federico mantiene la sala a oscuras (los focos son controlados desde la parte alta, como todo cuanto ocurre frente a ellos) y el pianista sabe extraer cuidadosos acercamientos a las voces para apoyarlas, mezclarlas o estimularlas, sin herir jamás su delicadísima pureza. Ya Federico no se sorprende con las francas risas que despiertan las voces ni por la burla con que el público sigue el espectáculo; la mezzo se mofa en italiano, los barítonos hacen gestos insólitos y los directores de orquesta aplauden a rabiar. Nunca creyó él que un espectáculo de ópera pudiera ser tan alegre. Lo que no entiende al, principio es cómo desapareció el cantante (aquel hombre algo gordo) ni el pequeño ni el moreno, y cómo quienes bajan de la planta alta sean mujeres doradas, de largos pelos azules, de bocas rojas, de ojos centellantes, con cascos, con tules, con flores. Mujeres imperfectas, algo musculosas y nunca bellas, pero dotadas de gestos graciosos y de grandes voces, agudísimas, que registran las arias, vacilan sobre los tules y aturden al público de manera magistral. A menos –piensa inesperadamente Federico, después de un sexto whisky—que todas ellas sean hombres, que estas mujeres nudosas sean los mismos hombres (incluido el cantante amigo de Quintero), a quienes él vio subir horas atrás hacia la otra parte de la casa. Pero entonces, esa mujer vestida con inmensa falda blanca, lleno el pelo de violetas y el pecho de joyas oscuras; esa mujer que tose y oculta su rostro tras el abanico, aunque el pañuelo quede manchado de sangre; esa mujer que canta, tose y sangra, va a morir dentro de la música. Pero no: la mujer, desnuda sobre el piso, es Josefina definitivamente muerta. Y el hombre –que la ha contemplado desde hace horas, en silencio, maníacamente tranquilo—toma la única decisión posible: hacer desaparecer el cuerpo. Pierde una mujer, pero muchas lo retendrán en los próximos años. Josefina, una simple secretaria, ya ha pasado. Le gustaba realmente, la prefería por su seguridad y sus vuelos, bajo cualquier droga: compañera perfecta. Pero hay que acabar. Y Juan José saca lentamente una gran tijera, una segueta. Le corta el pelo. Trae un soplete y le quema los ojos y la boca, le hace arder las manos. ¿Qué cosa quería reclamarle ella? ¿Por qué reaccionó con tal violencia? Juan José busca tres bolsas amarillas, de plástico, tres bolsas grandes. Con un cuchillo desprende la cabeza; le rebana los brazos y el cuello. Pero nunca se imaginó que el esqueleto estuviera tan unido; y esas piernas tan largas. Tendrá que ingeniárselas para sacar de aquí este cuerpo, en las bolsas plásticas. Juan José procede. Sudoroso, con rapidez sobre pedazos de periódicos y en dos tobos, acumula a Josefina, la tigresa furiosa del atardecer. Pero en un momento de reflexión recuerda que esta oficina pertenece a todos: a la mujer que administra y al jefe uruguayo; amigos íntimos, confiables. Si sigue como va, Juan José no terminará esta noche y mañana domingo debe sacar el cuerpo de aquí, limpiar. Se le ocurre llamarlos a todos. Fueron amigos de Josefina y son compañeros suyos. Seguro que aceptan. Levanta el teléfono y comienza a marcar: cómo decirles lo que ha pasado: bueno, directamente, para que ayuden; así como Luisa –que acaba de entrar-- arregla un último detalle de la ensalada y se sienta a mi lado, existiendo sólo para nosotros, aunque es muy tarde y mejor Federico se queda a dormir en el solitario y excitado apartamento del cantante. Mamá tal vez no entenderá; pero tampoco uno llega a comprenderla de verdad.
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