sábado, 12 de febrero de 2011

ALGUNOS CAPÍTULOS DE ÍDOLOS ROTOS



PRIMERA PARTE

I

Mil emociones, a cual más intensa, le traían vibrando desde el alba: unas tristes, otras alegres, luchaban todas entre sí, pero sin alcanzar ninguna el predominio. De aquí cierta confusión, cierta perplejidad risueña, estado semejante al del éxtasis, o mejor al estado de alma de quien empieza a despertarse y duerme todavía, cuya conciencia en parte responde a los reclamos de la vida real, en parte se recoge, obstinada y feliz, bajo las últimas caricias de un sueño.

Alberto Soria volvía a la patria después de cinco años de ausencia. Cuando vio la tierra muy cerca, todas las memorias de sus niñez y juventud, hasta aquel instante confundidas con muchas cosas exóticas, recobraron su primitiva frescura; y desde la cubierta del buque se dio a reconocer, al través de esas memorias, la costa y los grises peñascos de la playa, las colinas áridas medio sumergidas en el mar, los verdes cocales y las casas del puerto, agazapadas las unas al pie del monte que sigue la curva costanera, desparramadas las otras por la misma falda del monte, cuesta arriba. A medida que se acercaba a la tierra y más claramente distinguía los objetos unos de otros, con más vigor el pasado revivía en su alma. Casas, árboles, peñascos y algunos lugares muy conocidos de él evocaban en su espíritu un enjambre de recuerdos. Ya en tierra, después de haber caído en brazos del hermano que le esperaba en el muelle, siguió viendo hombres y cosas a través de los recuerdos, con sus ojos de cinco años atrás, no habituados al llanto, a la sombra, ni al dolor, sino hechos a la sonrisa, a la franca alegría de vivir, a las formas vestidas de belleza y a la belleza vestida de luces. De pronto se halló pensando en los últimos años de su vida como en un sueño, cuya vaga y esplendorosa fantasmagoría estaba a punto de apagarse.

Ya el cambio de aspecto de ciertas cosas le recordaba su larga ausencia, ya la intacta fisonomía antigua de otras cosas representábale con tanta viveza el pasado, que le parecía no haber vivido jamás ausente de la tierruca.

Así en esa ambigüedad oscilante de vigilia y de sueño estaba todavía, horas después de haber saltado a tierra, en un vagón del tren que le llevaba a la capital. Sentado contra un ventanillo del vagón, a la derecha, se asomaba de tiempo en tiempo a ver el paisaje, y se complacía en admirar sus pormenores, cuando antes esos mismos pormenores no le llamaban la atención, o le causaban hastío de verlos con frecuencia. Si quitaba los ojos del paisaje, los ponía en el hermano sentado junto a él, y entonces los dos hermanos se consideraban mutuamente con una mezcla de curiosidad y ternura. Desde que se abrazaron en el muelle, a cada instante se miraban y sonreían. Era tal vez la sorpresa de encontrarse cambiados, al menos por de fuera, lo que llamaba a sus labios la sonrisa, pues para entrambos el tiempo había volado, y ninguno de los dos estaba apercibido a encontrar mudanzas en el otro. Para Alberto, en especial, era muy grande la sorpresa. A su partida, el hermano, cinco años menor que él, era apenas un adolescente: el cuerpo desmirriado, el rostro sin asomos de barba y de expresión melancólica y mustia. Su madre, enferma cuando le dio a la vida, murió meses después, y en esta circunstancia veían todos el por qué de su aire pálido y marchito. Ahora aparecía transformado de un todo: de chico melancólico y frágil se había cambiado en mozo gallardo y fuerte. No conservaba de su antigua expresión enfermiza sino una como sombra de cansancio alrededor de los ojos. Aparte ese tenue rastro de su antigua endeblez, toda su persona, vestida con elegancia, y hasta con un poco de amaneramiento, respiraba la satisfacción de quien está bien hallado con el mundo y empapa el ser, alma y cuerpo, en todas las fuentes de la vida.

Si no con igual sorpresa, Pedro observaba al hermano con mayor curiosidad, como si esperase descubrir en éste algo maravilloso traído de muy lejos. Y los dos hermanos hablaban de muchas cosas, pero si orden ni coherencia, cayendo de vez en cuando en silencios profundos. La misma abundancia de lo que deseaban decirse, repartiendo al infinito su atención, sellaba sus labios. Además de eso los preocupaba, haciéndoles enmudecer, el temor de rozarse con un punto sensible, sobre el cual ninguno de los dos quería decir nada, esperando cada uno que empezase el otro.

El tren había dejado la costa y subía, simulando amplias ondulaciones de serpiente, por los flacos de la sierra. Lejos, a la derecha, se divisaban los últimos cocales, la playa y su orla de espumas, el mar y el distante horizonte marino, cerrado por espesos cortinajes de nieblas. Enfrente y a la izquierda no se veían sino cumbres, laderas y hondonadas. A la vuelta del camino desaparecieron el mar, la playa y los cocoteros, para minutos más tarde reaparecer, y continuar así, apareciendo y desapareciendo, según el capricho de la ondulosa vía férrea. A medida que el tren se internaba en la serranía, más imponente y monótono era el paisaje. A un lado, la cuesta pedregosa del cerro; al otro lado, el barranco, en ciertos lugares profundísimo; por todas partes rocas negruzcas y tierra árida, color de ocre, de tonos amarillentos y rosados, a trechos cubierta de raros manchones de verdura. Algunas quiebras, merced a ocultos hilos de agua, provenientes de la cumbre, lucían una vegetación lozana y rica; pero todas las demás, no humedecidas nunca, o sólo muy de tarde en tarde, por el agua del cielo, criaban maleza ardida del sol, rastrera y pobre. Por la orilla del barranco se sucedían los cactos de grandes pencas espinosas, en el extremo de algunas de las cuales resaltaba el higo rojo y áspero, semejando viva púrpura cuajada en los labios de una herida, o inmenso rubí oscuro, casi negro. Y a lo lejos, muy cerca de las cimas, de cuando en cuando aparecían, fuertes y nobles habitantes de la altura, los araguaneyes en flor, interrumpiendo con sus regios mantos de estrellas de oro la uniformidad gris de los breñales.

Soria contemplaba el paisaje, recogiendo sus líneas salientes y sus colores más vivos con ojos expertos, habituados a percibir en todas partes y en todas partes recoger los rasgos dispersos e infinitos de la multiforme belleza. Pero su atención la distrajo Pedro, quien, primero titubeando, luego en tono resuelto, dijo como siguiendo una conversación interrumpida:

--Pues “el viejo”, como ya te he dicho, está malo, muy malo. Los médicos no le conceden mucho tiempo de vida. Según ellos afirman, difícilmente resistirá a un nuevo acceso. El último acceso le dio hace unos quince días, y no he visto nada más espantoso. Desde entonces en casa vivimos en perpetua zozobra, temiendo cada día lo que puede traer el día venidero. Afortunadamente, Rosa es toda firmeza y valor, y equivale a muchas enfermeras juntas. Cualquiera otra se habría rendido al cansancio, pues tarea de sobra tiene con su marido y papá.

--¿Su marido? ¿Y Uribe también está enfermo?

--Siempre. Ya de esto, ya de aquello, siempre se queja de algo. Y aunque tiene aspecto descalabrado y enfermizo, y vive consultando a los médicos, hasta ahora no sé a punto fijo qué enfermedad es la suya.

Por el alma del recién llegado pasó como un relámpago de alegría perversa. Era su venganza. Se vengaba de la tristeza abrumadora y sin motivo, de su dolor sutil e indefinible, suerte de celos malsanos prendidos en su alma como un germen de amarguras cuando recibió en Europa la noticia del proyectado matrimonio de Rosa Amelia. Esta, a propósito de su casamiento, le escribió unas cuantas líneas, las cuales, a pesar de su tono cariñoso, no bastaron para sofocar en el ánimo de Alberto Soria el grito de un extraño despecho. Alberto se creyó ofendido en su amor a la hermana, como traidoramente despojado de un bien precioso, y desde esa época, sin él mismo saberlo, tuvo celos del intruso, y guardó a la hermana un resentimiento vivo.

Pero inmediatamente después de haberse alegrado se avergonzó de su alegría, y sobre todo se avergonzó de no haberse entristecido mucho al conocer el estado lastimoso del padre. Su semi-indiferencia le repugnó, y turbado, como el reo capaz de comprender su falta, quiso distraerse volviendo los ojos al adusto panorama de la sierra.

Por el fondo del barranco y por la escueta ladera del monte empezaron a correr sombras de nubes, y finas gotas de agua cayeron, mojando la cara de Alberto Soria, asomado al ventanillo. Hacia atrás, hacia el mar ya invisible, el paisaje seguía, inundado de luz; y en ese espectáculo de lluvia y sol a un tiempo. Alberto vio la imagen fiel de su alma, comparable en aquel segundo a un rostro enigmático y misterioso que de un lado sonriera y del lado opuesto llorase.

La lluvia cesó, y deshecho el nublado, reinó de nuevo en toda la extensión del paisaje la claridad fastuosa del sol, apenas interrumpida por la breve noche de los túneles. Alberto Soria observaba de nuevo las cuestas, la gualda túnica de los araguaneyes floridos, las colinas color de ocre, bajas, casi desnudas, en algunos puntos revestidas de mogotes escuálidos, tales como dispersos mechones de cabellos lacios en una calva incompleta. Ya se distraía siguiendo sobre las piedras del monte un grupo de raíces trepadoras, enlazadas como serpientes; ya se regocijaba a la vista de un peñasco en forma de cono, de vértices coronado por un solo árbol abierto sobre el peñasco, a la manera de gracioso parasol de China. Y de todas estas cosas y de los matices de estas cosas se exhalaba para el viajero como una esencia, como un espíritu, un ideal de belleza fuerte y salvaje.

Por segunda vez la atención de Alberto fue distraída hacia el interior del coche; pero entonces no fue la voz de su hermano, sino la voz de una mujer la que rompió su éxtasis contemplativo. En el mismo vagón, enfrente de Soria, conversaban dos pasajeros: un hombre como de treinta y ocho años, alto, seco, de ojos grandes, brincones y frente prolongada por una calvicie prematura, y una mujer bastante joven, rubia, de labios rojos, frescos, sensuales, lujosamente vestida y sentada entre una multitud de cachivaches: abanicos, abrigos y cajas de cartón de varios estilos y dimensiones. En el hombre, Alberto reconoció un vago de buena familia, un elegante de profesión, antiguo héroe de salones y clubs, y en la mujer a una vendedora de caricias, antaño muy a la moda en la capital, por cuyos paseos y calles arrastraba, como nuncios de un impudor, trajes llamativos y escandalosos. El veterano de salones y clubs hablaba lenta y reposadamente, como persona de pro, en tanto que su interlocutora lo hacía con bruscos aspavientos descompasados. De su conversación nada llegaba a los demás viajeros, apagadas como eran las voces por el ruido del tren en marcha. Pero el tren se detuvo en una estación, y entonces Alberto oyó a la mujer decir de modo claro y distinto:

--¿Y qué me dices de Mario Burgos? Me han asegurado que tiene amores con Teresa Farías. Como Teresa Farías antes de casarse con Julio Esquivel fue novia de Mario…

Y la mujer acabó ahogando un refrán grosero en una carcajada cínica y ruidosa. El héroe de salones y clubs murmuró algo con voz imperceptible, y vio después a los demás viajeros, como temeroso y avergonzado de que hubiesen oído las palabras de su compañera de viaje.

Alberto, al oírlas, volvió los ojos como asombrados e interrogadores al rostro del hermano, el cual se limitó a responder con una sonrisa de significación incierta. Aunque no mera amigo de ninguna de ellas, Alberto conocía a las personas cuyos nombres acababa de escuchar, y tal vez por eso le impresionaron hondamente las palabras malévolas de la errante vendedora de caricias. Después de llenarle de asombro mezclado con un poco de indignación, esas palabras desviaron el rumbo de sus pensamientos. Desviaron sus pensamientos hacia el país lejano, hacia la distante ciudad europea de donde él venía.

Abstraído en la rememoración de cosas lejanas, para él desaparecieron las cosas al través de las cuales iba el tren, puesto en marcha de nuevo; no vio cómo el paisaje cambiaba poco a poco, sucediendo a las altas cumbres colinas humildes, y a los enormes despeñaderos quiebras nada profundas. Por último, a la derecha de la vía surgió una hilera de sauces, de follaje amarillento y pobre, y a poco se divisaron a lo lejos, como avanzada de la ciudad, ya muy próxima, algunas casas caprichosamente esparcidas. Como tantos viajeros que, al llegar al término, se complacen en recordar su punto de partida, Alberto evocaba con lucidez maravillosa la ciudad europea abandonada por él quizás para siempre. Los recuerdos de los últimos días vividos en esa ciudad fueron pasando por su memoria deslumbrada; pero uno solo de esos recuerdos triunfó al cabo de la esplendidez y la fuerza de los otros. En los largos mediodías y en las tristes noches de a bordo, en alta mar, le había perseguido sin tregua. Y ahora, cuando tal vez iba a extinguirse completamente, se lo representaba doloroso y bello como nunca. Era el recuerdo de un adiós todo besos y lágrimas. Era la visión de un cuerpo de mujer, lleno de temblores, enlazado a su cuerpo; la visión de unos ojos rebosantes de lágrimas, inclinados sobre sus ojos, húmedos de llorar; la visión de unos labios tendidos hacia sus labios en demanda del último beso; la visión radiante de una hermosa cabellera rubia, llamarada de sol cuajada en finísimas hebras áureas, caída, durante los espasmos del dolor, en cascadas de trenzas y lluvia de rizos alrededor de dos frentes, hasta vestir de suave seda y perfume las mejillas de dos rostros, hasta ocultar a la vez dos cabezas, cubriéndolas y amparándolas con toda su magia de luz y de oro, como una tienda real, perfumada y rica, protectora del amor de dos novios augustos.

IV

El médico de la familia, un doctor Fuentes, que a su redondez de figura y a su gravedad sentenciosa de voz debía cerca de las cuatro quintas partes de su reputación y clientela, había dicho con tono solemne y afectado:

--Me parece caso concluido… caso concluido. Sólo un milagro puede hacer que ese corazón triunfe. Sus fibras débiles, degeneradas, no reaccionan ya sino muy difícilmente a los tónicos más poderosos. Cafeína, esparteína, trinitrina y demás remedios análogos, administrados al enfermo, obran como si los tirásemos al aire. Para mí, el desenlace final es inminente.

Y como sucede, cuando todos yerran, los médicos estuvieron acordes. Emazábel mismo, aún con su prestigio de médico y recién llegado de París, halló justas las palabras de Fuentes, y agregó que, a lo sumo, podría establecerse un estado de asistolia crónica, de ningún modo perdurable.

Pero, contra los pesimistas pronósticos de los médicos, la disnea angustiosa de don Pancho comenzó a desaparecer poco a poco, su pulso a readquirir su antigua regularidad y firmeza, y todo su cuerpo a deshincharse, con tanta rapidez, que en donde estaba distendida con exceso, como en las piernas lo estaba, la piel quedó formando arrugas enormes. De la posición molesta que en la cama tenía, la cabeza y el tronco sobre un alto rimero de almohadas, pasó don Pancho a sentarse de tiempo en tiempo en una silla del dormitorio, y luego a pasear por éste, charlando a la vez con los que iban a visitarle y entreteniéndose al principio en animar su charla con desahogos de buen humor, el fácil buen humor de quien después de verse a dos dedos de la tumba, se ve con salud más o menos perfecta y saborea la vida, golosamente, como un regalo.

Un tanto sorprendidos, los médicos no dejaron de sostener su pronóstico. Emazábel aconsejó a Alberto no fiarse mucho de aquella inesperada mejoría.

--Nada tan común en los enfermos del corazón como los golpes traicioneros. Sobre todo en las enfermedades aórticas, aún entre las mejores apariencias, puede sobrevenir la muerte súbita, aventando con un soplo todas las esperanzas.

Pero Alberto, si bien oía con mucha atención y aparentaba acatar los prudentes avisos de Emazábel, en realidad no hacía de ellos caso ninguno. No quería indagar si era fundado o no el temor de los médicos: bastábale ver la mejoría indiscutible de su padre. Y ésta, para él, era como un acto de clemencia para el alma de un condenado a la tortura. Lo libertaba de una preocupación fija y dolorosa. Varias veces en el curso de su viaje, al regreso de París, pensó con espanto si no hallaría al padre muerto o moribundo. Y al pensar de ese modo, se consideraba como reo de un crimen inútil, de un crimen sin remisión, el crimen de estar ausente, muy lejos, en la paz y la dicha, mientras el padre agonizaba. A la mano tenía mil excusas fáciles, atenuadoras de su crimen, pero a pesar de ellas le quedaba siempre en el alma algo así como la anticipada amargura de un remordimiento.

La mejoría del padre, además de adormecer y disipar sus escrúpulos, permitióle dejar el encierro, ya muy largo, y recorrer la ciudad ansioso de ver los cambios efectuados en el aspecto de la población, en los rostros de conocidos y de amigos, u en la belleza de las mujeres antiguamente admiradas. Quería también verificar las malas predicciones de algunos amigos. Estos, desde que él llegó, no cesaban de anunciarle decepciones, enojos, desagrados de toda especie. El mismo día de su llegada, en la estación del ferrocarril, dos o tres de los que fueron sus camaradas en Europa y habían regresado antes que él, dieron principio a sus malos anuncios, diciéndole cosas disparatadas, dejándole adivinar contrariedades y tristezas, alegrándose de su vuelta con palabras y frases ambiguas, entre serias y burlonas, que desconcertaron a Alberto por el tono zumbón y maleante.

Alberto se dio a saborear las dulzuras de la vuelta. Recordó, entonces, comprendiendo por vez primera su hondo sentido, las palabras de un autor admirado: Se parte únicamente para volver. Mucho del goce de un viaje está en el regreso. Y se explicaba la inquietud de ciertas almas que, en un ir y venir alternado y continuo, se procuran a cada paso el dolor de la partida y el placer del retorno, hasta hacer de la propia existencia una sola voluptuosidad triste.

Su primera salida la hizo una mañana, pero no más caminó doscientos metros, cuando volvió atrás los pasos. Al verlo tan pronto de vuelta, su hermana le preguntó si había olvidado alguna cosa.

--No, no he olvidado nada. Es que… Por la tarde saldré.

Pero no dijo la causa de su retroceso brusco. Sólo interiormente pensaba: “Parece una artimaña diabólica. Un pormenor tan baladí ¿cómo ha podido causarme una impresión tan viva, un desagrado tan profundo?. Si Emazábel llegara a saberlo, ya tendría para un buen rato de broma. Y no sólo Emazábel: cualquiera otro hallaría mi desagrado muy ridículo”. Y pensando así, Alberto se representaba su breve paseo. A lo sumo unos doscientos pasos: la calle angosta, sucia, a un lado casi desierta y abrasada de sol; al otro lado, en sombra, algunos transeúntes; por la calzada, a trechos limpia, a trechos inmunda, un coche a todo correr y un carro lento, saltante y chillón. En el trayecto, el recién llegado se complace en darse cuenta de que está pisando la calle, que. De lejos, con la imaginación, había recorrido a menudo, y, aunque no desagradablemente, lo marea y lo turba cierto contraste repentino entre lo que ve y lo que él esperaba ver, porque la ausencia había en él poco a poco borrado la memoria de las proporciones: en su recuerdo no eran las calles tan estrechas, ni tan bajos los edificios. Por último, al término del corto paseo, otra calle, la calle del Carnaval, aun más desaseada: en las aceras, transeúntes más numerosos, y calle abajo, el flemático y torpe avanzar de dos jamelgos flaquísimos, un tranvía de ruedas grandes y caja diminuta, como caja de muñecos y de soldados de plomo. El tranvía, adelante, el cochero con el pie en el estribo, el otro pie en la plataforma, y las riendas, como al descuido, en las manos; dentro del carro, una mujer y tres hombres; en la plataforma trasera, el conductor, con la gorra tirada sobre la nuca, los labios dispuestos al silbido, estira el brazo derecho negligentemente por entre dos de los pasajeros a presentar a uno de estos el billete del tranvía. Y sin cuidarse de si el pasajero ve o no el ademán y tomo o no la boleta, como si para él nada de eso tuviera importancia ninguna, silba muy orondo y clava los ojos en el rítmico andar provocador de una chicuela que pasa.

Fuera de eso, nada recordaba de su corto paseo, nada por lo menos bastante a justificar su desagrado, su tristeza, aquel dolor abierto de súbito en su alma como la rosa de una herida. Pero pronto olvidó su disgusto, ocupándose en abrir y vaciar dos cajas enormes de su equipaje, todavía cerradas, llenas la una de libros, la otra de objetos de arte, casi todos regalos de sus camaradas artistas. Pedro le ayudaba, riendo y parloteando muy contento con satisfacer al fin su curiosidad imperiosa. Con porfía pueril, su curiosidad no había hecho sino rodar alrededor de aquellas dos cajas, midiéndolas con los ojos, calculando su peso, contemplándolas, acariciándolas tenazmente como a dos mudas esfinges a las cuales pretendieses arrancar un secreto delicioso y extraño. Mientras desclavaba las maderas, rompían el zinc y echaban a un lado en desorden la paja y los papeles de rellenar, el buen humor y la charla de Pedro aumentaban, desbordándose en exclamaciones de asombro ingenuo y exagerado, como asombro de niño. De los libros llamaron la atención de Pedro algunos ya célebres que él no conocía aún, y otros, conocidos o no de él, pero de edición atrayente, lujosa y rara.

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Después de los libros fueron los demás objetos, los regalos que traía Alberto a los de la casa y los que le habían hecho a él sus amigos en Europa: el bibelot raro, las curiosidades de pueblos y países remotos, y cuanto exornaba su taller y su habitación parisienses. De cada una de esas cosas parecía fluir una ola de remembranzas. Alberto ebrio de memorias, hablaba, hablaba, hablaba, y el rumor de su voz acrecía la dulce embriaguez de sus recuerdos. A cada paso decía un nombre, y al nombre seguía un retrato o una caricatura, y la historia alegre o triste de una noche, de una tarde o de una hora de su vida de estudiante y artista, de paseante vagabundo y trabajador, perseguido y torturado por la obsesión de la obra. Y el entusiasmo de Alberto se comunicaba fácilmente al hermano porque se trataba de París, el fascinador señuelo de todas las almas jóvenes, y Pedro creía adivinas, alcanzar y poseer la luz, el amor y el perfume de Paris a través de los labios fraternos. Lo que Pedro no entendió muy bien fue la alegría y casi exaltación del hermano ante dos objetos, apreciados en mucho al parecer, según lo cuidadosamente enfardelados que estaban: el uno era una cabeza de yeso, cabeza deliciosa de muchacha de veinte años, cabeza leonardina, la boca sensual y doliente, los ojos impregnados de ideal; el otro, una acuarela pequeñita, simple manojo de crisantemos áureos.

La cabeza era obra de Alberto, la acuarela obra de Calles, aquel pintor de la Argentina amigo suyo.

Cuando Alberto, hacia la tarde, salió de nuevo, nada persistía en su espíritu de su inexplicable disgusto de la mañana. Pisando la acera con más gozo y agilidad, se puso a recorrer las calles con la impaciencia del extraño que desea verlo todo y aprisa. De vez en cuando reconocía, o bien se imaginaba reconocer el rostro de un transeúnte, y entonces vacilaba entre saludar o no, siguiendo después, cuando no lo hacía, perseguido por la duda de si la persona en cuestión sería un amigo de poco tiempo, ya olvidado. A veces parábase a observar un cambio entrevisto. Pero los cambios realizados durante su ausencia no eran muchos: ya una casa recién construida, ya un hotel, o, sobre todo, un café nuevo con pretensiones de lujoso, en donde antes existió una covacha infecta o un fogón miserable. En ea primera salida lo llenaban de regocijo pueril ciertos pormenores. Así, de un lado de la plaza Bolívar, se detuvo ante un árbol en flor a contemplarlo, como si fuese un modelo soñado con todas las gracias y primores, o un bronce de Rodín, o un mármol perfecto.

En esta guisa, reconociendo rostros de viejos conocidos, deteniéndose a observar los cambios, experimentando vagos deleites a la vista de nonadas fútiles, cuando más graciosas, Alberto recorrió muchas calles, atravesó algunas plazas y, por último, ya muy tarde, se dirigió a lo más alto de “El Calvario”, deseoso de abrazar con la mirada, como en un solo abrazo de luz y de amor, a la ciudad entera. Dejó atrás la empinada y fatigosa gradería de cemento que lleva a lo alto de la colina, y tomó por la senda de suave pendiente por donde van los coches, para subir con más descanso y ver desarrollarse más lentamente el claro paisaje nativo. Ascendiendo la colina, antes estéril, hoy sembrada de flores y árboles, lo asaltaron, por analogía de impresiones, dos recuerdos: el de una tarde romana en el Pincio y el de una luminosa tarde florentina en la Viale del Colli, donde un veneciano, proscrito en Florencia, hablaba de sus verdes canales dormidos en un perpetuo sueño de belleza, con acento quejumbroso y nostálgico.

Llegado a la cumbre del paseo, buscó los mejores puntos de vista, y desde allí se entretenía en descubrir con la mirada, nombrándolos a un mismo tiempo, los edificios más notables: el teatro Municipal; cerca del teatro una iglesia a la manera de Bizancio, coronada de cúpulas; la Plaza de Toros, la Catedral, la iglesia de la Pastora y demás templos, casi todos de arquitectura mediocre. Y las torres de los templos, idealizadas por la distancia, proyectadas sobre el Ávila unas, sobre el cielo las otras, adquirían a los ojos de Alberto gracia y esbeltez indecibles. Hacia el Noroeste le pareció ver todo un barrio nuevo como si la ciudad, en ese punto, se hubiera ensanchado bruscamente: casas construidas y casas a medio construir sobre una tierra color de ocre, algunos dispersos manchones de arboleda y muchas calles, apenas en esbozo, rompidas (sic) de barrancos.

Cuando Alberto se dispuso a bajar del Calvario hacía tiempo que las rosas del largo crepúsculo de septiembre se deshojaban en el cielo occiduo. Mientras él bajaba, aproximándose a la ciudad, seguían deshojándose las rosas de luz, ya no solamente en el cielo occiduo, sino en todos los puntos del cielo. Y las rosas deshojadas caían sobre el Ávila, sobre los techos de las casas, sobre las torres de los templos, en las calles de la ciudad, e inflamaban la atmósfera. Alberto veía asombrado el suave incendio fantasmagórico, preguntándose por qué, tiempo atrás, antes de su partida, no observó nunca esas rosas de los crepúsculos de septiembre. Y a esa pregunta, confusamente se respondía que tal vez sus ojos, deshabituados por la ausencia, hechos a contemplar y descubrir muchas bellezas exóticas, habían aprendido a ver mejor la belleza de las cosas familiares.

De vuelta al centro, a su llegada a la plaza Bolívar, vio muchas mujeres que bajaban hacia la plaza por la calle Norte, y se fue por ésta, llevado por su curiosidad, calle arriba. Eran devotas que salían de la Santa Capilla, unas, de velo, otras, de pañolón, casi todas con libros de rezos en las manos. La Santa Capilla. Antes ligera y diminuta como un joyel, unida tan sólo hacia atrás al caserón de la Academia de Bellas Artes, libre a los lados y al frente, en medio de una plaza en armonía con su magnitud, había sido, a expensas de la plaza, convertida en pesado laberinto, feo y lúgubre, merced a la imaginación churrigueresca de ciertos curas y beatas. Muchas devotas, quedaban aún estacionadas y en grupos, conversando en las puertas de la capilla fronteras al Parque, vasto cuartel coronado de almenas. El frente del cuartel no está separado de la capilla de hoy sino por la sola anchura de la calle. Y tanto la capilla de un lado, como del lado opuesto el cuartel, situados como están en la intersección de dos calles, forman esquina. N la esquena misma, del lado de la capilla, había un grupo de devotas; y otros grupos había en la plazuela del lado Norte, único fragmento respetado de la antigua plaza. Al pasar Alberto cerca del grupo estacionado en la esquena, una del grupo, vestida de negro, como de luto riguroso, y con un velo negro también y muy tupido, como el de cualquiera turca de Estambul, con un solo y vivo movimiento alzó y dejó caer el velo impenetrable. Y Alberto pudo ver, como un relámpago, una cara desconocida y preciosa. Luego, a la vista de una mujer del grupo de la plazuela, le asaltó la duda que, a la vista de otras personas, le había asaltado más de una vez aquella tarde. Creyó reconocerla; y más le turbó la duda cuando notó que ella se fijaba en él con la misma tenacidad que él en ella. Después de seguir adelante por algún tiempo, ocupado en un soliloquio mudo: “debe ser ella… no, si no puede ser…”, volvió de improviso la cara. Y los ojos de la mujer habían seguido sus pasos. Entonces, no sin antes disimular su intento, sacando el reloj a ver la hora, regresó por donde había ido.

A lo lejos, en Occidente, morían las últimas rosas diáfanas. Las devotas del grupo de la esquena no se habían dispersado aún, y la misma muchacha del grupo, con el mismo ademán rápido y gracioso, alzó y dejó caer el velo impenetrable.

--Coquetuela—se dijo para sí Alberto, y siguió entonces camino de su casa, agitado po ls mil sensacioes confusas de aquel día. Pensaba en el barrio nuevo, desde la altura del Calvario entrevisto, construido sobre tierra árida color ocre; pensaba en el desaseo de las calles; veía de nuevo, sobre el desaseo de las calles, deshojarse las infinitas rosas del crepúsculo. Y dentro de él relampagueó la visión de la ciudad nativa como una visión de ciudad oriental, inmunda y bella.


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