martes, 28 de septiembre de 2010

E L N E O C L A S I C I S M O


Es una escuela del siglo XVIII, proyección del humanismo renacentista, cuyos autores se propusieron captar y expresar en obras modernas el espíritu y las enseñanzas de los escritores antiguos. El poder de la razón y lo razonable; una ilimitada confianza en la fuerza de lo natural es lo que guía a este siglo. Es la época de la Ilustración.

Neoclasicismo y Preromanticismo en Hispanoamérica

Gran parte de lo que se escribe en Hispanoamérica entre 1800 y 1830 se encuentra de alguna manera relacionado con la emancipación de casi todas las provincias españolas y con su organización político-administrativa. Las guerras a favor de la independencia se complementaron con la prédica ideológica, cuyo objetivo era cimentar los principios que debían sostener el nuevo orden social.

Estas prédicas ideológicas estuvieron sustentadas en el pensamiento de la Ilustración. Montesquieu y Rousseau contribuyeron tanto en Europa como en América a que se destruyera el gobierno absolutista de los reyes. Por otra parte, quienes dirigían la emancipación adquirieron rápidamente la conciencia de que la América hispánica era distinta a Europa y a la América anglosajona, y de que las soluciones a los problemas hispanoamericanos se debían centrar en las propias realidades étnicas, geográficas, económicas, culturales y políticas. La necesidad de divulgar estas nuevas ideas y de informar acerca del curso de las guerras nacionales dio origen a una literatura política que adoptó las formas de cartas, discursos, proclamas, decretos, artículos polémicos o satíricos y ensayos. Estos escritos se hacían públicos a través de periódicos, folletos y hojas sueltas.

Para finales del siglo XVIII, la ciudad de Caracas tiene aproximadamente unos treinta mil habitantes. Al igual que Aragua y los Valles del Tuy, ha alcanzado un próspero y creciente desarrollo agrícola.

La Compañía Guipuzcuana, en sus naves, saca de los puertos del litoral el cacao de Chuao y Barlovento; el tabaco de Cumaná y Barinas, los cueros del Llano. Las empresas de la Compañía, a pesar de su monopolio económico; el comercio de contrabando con Curazao, que no pueden impedir y a veces fomentan los funcionaros reales, y el Reglamento de Comercio Libre promulgado por la Corte de España en 1778, han contribuido al auge de los negocios y a la abundancia y holgura criolla. Los mantuanos se han construido hermosas casas, con patios cubiertos de fuentes y hermosos árboles y delicadas flores. Allí crecen familias numerosas y se cuentan y guardan sólidos escudos castellanos. El bienestar ha producido también, contra el sencillo ruralismo de los dos primeros siglos coloniales, un más refinado estilo de vida urbana. La Caracas de finales del siglo XVIII y principios del XIX es una de las más agradables ciudades indianas.

Las naves que vienen de Europa y de México, el comercio con los ingleses, franceses y holandeses de las Antillas, traen a aquella sociedad, junto con sus mercancías, las ideas nuevas. Como la clase criolla está más rica y toma conciencia de su poder, siente ahora con mayor viveza los obstáculos que para su desarrollo político y social le plantea la Administración española.

En Venezuela, el 19 de abril de 1810 se prende la chispa que encendería las dormidas voluntades de los distintos grupos que con diferentes actitudes comparten la dirección de la sociedad colonial. La Revolución Francesa y las lecturas de contrabando hechas por algunos teóricos de nuestro movimiento emancipador, determinan en el ámbito cultural un antagonismo definido frente a la literatura y pensamiento colonial. Las manifestaciones literarias más importantes de este período casi se reduce al periodismo y a la oratoria.

La oratoria que se estila en los días iniciales de la emancipación rompe con los viejos moldes coloniales. La acción de las masas y de las grandes asambleas imprime un nuevo corte a la oratoria de la revolución. Los oradores utilizan un lenguaje encendido, capaz de remover las más dormidas pasiones.

Entre los representantes de la nueva sensibilidad política y literaria dentro de esta manifestación cultural se encuentra Francisco de Miranda, Simón Bolívar, Antonio Muñoz Tébar, Francisco Espejo, Vicente Salias, entre otros. Los oradores de los días iniciales de la emancipación son fogosos; emplean un lenguaje brioso, caldeado por los sentimientos revolucionarios. Emulan en sus gestos y en sus párrafos vibrantes a los grandes oradores de la Revolución francesa. La vieja oratoria española de largos períodos, de rebuscadas expresiones de corte académico se desvanece para siempre en los primeros embates de la revolución emancipadora.

Por su parte, el periodismo había alcanzado en los momentos iniciales del movimiento libertador una gran vigencia. En 1808, se funda la Gazeta de Caracas. Su primer número aparece el 24 de octubre. Fue editada por Mateo Gallagher Y Jaime Lamb, en la imprenta que ellos habían comprado en Trinidad y que viniera a bordo del barco que condujo a Miranda a las costas venezolanas, en su expedición de 1806. El periódico era semanal y estaba sujeto a la censura del gobierno. Durante la Guerra de Independencia, este periódico unas veces estuvo en manos de los patriotas y en otras en manos de los realistas.

En los días cruciales de la revolución emancipadora, junto a la Gaceta de Caracas nacen otros voceros que servían de medios divulgativos a los empresarios del nuevo movimiento político. Entre otros periódicos, podrían citarse el Semanario de Caracas, cuyos primeros números corresponden al mes de noviembre de 1810, redactado por el Licenciado Miguel José Sanz y José Domingo Díaz. El Mercurio Venezolano, con sesenta páginas, bajo la dirección de Francisco Isnardi y cuyo primer número apareció en 1811. El Patriota de Venezuela dirigido por Vicente Salias Y Antonio Núñez Tébar, órgano de la Sociedad Patriótica, cuyos primeros números corresponden a junio de 1811. El Publicista de Venezuela, órgano del Supremo Congreso, cuyo primer número apareció el 4 de julio de 1811 y fue redactado por el secretario de la corporación. Todos estos periódicos sirven a la causa emancipadora y anuncian una vigorosa generación de pensadores. La tradición del periodismo de la emancipación culminará con la aparición de El Correo del Orinoco que en 1821 dirige José Luis Ramos. Ya para entonces, la República en manos de una generación que ha logrado alcanzar el triunfo, gracias a su arrojo, cuanta con una publicación oficial, estimulada y orientada por el propio Libertador.

Los libros que se leerán en toda América Latina, para esta época, serán referidos al dominio despótico del español, a ideas revolucionarias en contra de ellos. Desde 1771, Venezuela había mandado un mensajero a lo que se pudiera llamar el gran cónclave del Enciclopedismo revolucionario europeo: Francisco de Miranda, quien con su táctica de conspirador y su avasallante personalidad tratará de despertar la conciencia de los americanos. Él actúa desde los países europeos, en compañía de algunos enciclopedistas y conspiradores de ese continente firmando un plan de emancipación americana.

Mientras Miranda llega a hacer la revolución, otros hombres en Venezuela realizan la crítica al sistema colonial español. Entre algunos tenemos a Miguel José Sanz, Juan Germán Roscio, Cristóbal Mendoza, y Simón Rodríguez quien desde 1800 anda por Europa practicando la pedagogía de Rousseau. Nacido en plena colonia va a morir casi nonagenario y olvidado cuando ya muchos presidentes se han sucedido en las nuevas repúblicas americanas; rompe los límites de un esquema literario nacional.

Para comienzos de 1800, la alta clase criolla de Caracas, alcanza un refinamiento casi europeo. La música colonial que es uno de los milagros de la cultura venezolana y la poesía neoclásica juguetona y apacible, encantan las veladas sociales de la aristocracia nativa.

La casa de los Ustáriz, ricos y epicúreos señores y las haciendas de café de Chacao, Blandín y la Floresta, al pie del Ávila y bajo sus frescos ceibos y bucarales, congregan en días de fiesta a grupos de alegres y despreocupadas gentes. Se improvisan conciertos y se recitan poesías.

Allí estará con su timidez y fresca inteligencia Andrés Bello quien preside la más nueva promoción poética, la que ha enterrado el barroquismo colonial en una sencillez neoclásica. El Enciclopedismo europeo llega a Venezuela a pesar de los Reyes. Con Bello se crece, gracias a sus lecturas de los clásicos Virgilio y Horacio. Bello espera que el progreso pueda adaptarse sin violencias, por el simple juego de las fuerzas naturales. Invocaciones a la paz, al trabajo de las dilatadas tierras, a una vida virgiliana en las claras campiñas del centro de Venezuela que todavía no puede ver sino animadas por ninfas y mitos clásicos, son las primeras poesías de Bello.


CARACTERÍSTICAS DEL NEOCLASICISMO

1. Papel de la razón en el acto creador

Los neoclásicos consideran importante el sujetarse a los dictados de la razón en el acto creador. Es una manera de evitar el desbordamiento de la imaginación y de las emociones para evitar que se destruya la armonía del poema.

2. El plan de la obra

La armoniosa distribución de las partes se logra elaborando un plan y siguiéndolo disciplinadamente.

3. La decantación del lenguaje

Los neoclásicos buscan lo acabado, lo perfecto, y para ello utilizan un lenguaje poético, claro y sencillo.

4. El estudio de los modelos clásicos

La manera como los neoclásicos logran escribir en una forma reflexiva es a través de la lectura de los grandes clásicos de la antigüedad. Estudiando sus obras se purifica el gusto y se aprende a conservar el dominio sobre la imaginación, aun en medio de los estallidos emocionales. La lectura de los clásicos depara la posibilidad de ganar una lengua culta, rica y propia.

5. El arte como imitación de la naturaleza

Así como los griegos y los romanos concebían el arte como una imitación fiel de la naturaleza, los neoclásicos heredan esta posición y se plantean como ideal estético la representación fidedigna del hombre y de la naturaleza, tal y como aparece en la realidad. Cuando por excepción incurren en hipérboles o en el uso de recursos extraordinarios que contradice esta idea es porque así lo amerita el tema tratado.

6. Función didáctica de la poesía

Para los antiguos, la poesía era la maestra de los pueblos. El poeta enseñaba deleitando. También los neoclásicos asumen la poesía como un medio para difundir sus mensajes doctrinarios.

7. La Impersonalidad

Los poetas neoclásicos evitaron que el mundo privado de sus sentimientos se proyectase directamente en la obra.

8. La Universalidad

El neoclasicismo no fue partidario de los temas locales. Su orientación estética reposa sobre cierta idea de lo universal. Lo mutable y transitorio no es importante. Hay que buscar lo permanente, captarlo y expresarlo y así crear una obra de interés que se proyecte sobre más lectores y al mismo tiempo que llegue a ser permanente en el tiempo.

Listas de Referencias

Díaz Seijas, P. (1966) La Antigua y Moderna Literatura Venezolana. Caracas: Ediciones Armitano.

Picón Salas, M. (1961) Estudios de Literatura Venezolana. Caracas, Ediciones Edime.

Sambrano Urdaneta, O. y Miliani, D. (1971) Literatura Hispanoamericana. Tomo I. Caracas, Ediciones Texto.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Romanticismo Social y Juan Vicente González


Romanticismo Social

En su deseo de provocar una transformación profunda que emancipe al hombre de la miseria y la ignorancia, los intelectuales románticos ponen su arte al servicio de las ideas reformistas. Novelas, poesías, dramas se convierten en emisarios de las nuevas doctrinas. Los escritores fundan organizaciones, participan en luchas ideológicas, y hasta algunos ofrendan sus vidas en nombre de la libertad de los pueblos.

En esa búsqueda, los románticos caen en sistemas utópicos, arrastrados por excesos imaginativos y sentimentales. Desean transformar la sociedad en nombre de loa justicia y los sentimientos. Los principales reformistas se dan en Francia Claudio Saint Simon (1769- 1825) y Carlos Fourier (1772- 1837) se hacen famosos como los representantes del Socialismo utópico que gana innumerables seguidores.

En Hispanoamérica, tal vez más que el Romanticismo Literario, es el Romanticismo Social el que obtiene mayores repercusiones con obras realmente sólidas. Argentina, la puerta del Romanticismo literario en América, es la primera en conocer las doctrinas sociales de Esteban Echeverría. Con él están Juan Bautista Alberdi (1810-1884) y Domingo Faustino Sarmientos (1811-1888). Por su parte, en Venezuela, tenemos a Juan Vicente González, Fermín Toro, Cecilio Acosta y Eduardo Blanco, quienes se preocupan por reflejar en sus obras la proyección de esas doctrinas liberales.

El Romanticismo Social fue una tendencia que intentó una nueva manera de interpretar y juzgar los hechos históricos y sociales, agregándoles también la imaginación y la sensibilidad en aquellas disciplinas que intentan instruir y hacer reflexionar a los hombres. En Europa, la primera reacción fue ir en contra de la forma como se hace Historia en el siglo XVII. Los historiadores neoclásicos se limitan a imitar los modelos de la antigüedad grecolatina. Una historia impersonal, imparcial y objetiva, donde no podía intervenir el yo del autor, para no faltar a la veracidad de los hechos. Los acontecimientos históricos se muestran desligados de los aspectos económicos y sociales. Las documentación utilizada no son documentos de archivos, sino sólo transcriben en forma fría y desapasionada las crónicas, las memorias y los anales que ya estaban redactados, sin hacer críticas, ni juicios sobre los hechos.

Los historiadores franceses son los primeros en buscar nuevos rumbos. A comienzos del siglo XIX, aparecen Chateaubriand con el Genio del Cristianismo (1802). Esta obra abre las puertas al Romanticismo Social. Michelet, con su Historia de Francia (1853) se convierte en el maestro de esta escuela romántica. Al pasar esta tendencia a América se encuentra con buenos seguidores, y en Venezuela estará Juan Vicente González, quien inicia la historia romántica con su obra Historia del Poder Civil en Colombia y Venezuela.

Características del Romanticismo Social en Venezuela

1. Visión Crítica de la Realidad

El historiador romántico conoce el hecho histórico y busca explicárselo y lo relaciona con el pasado para encontrar sus raíces.

2. La Empatía

El historiador se identifica con el hecho que narra. Lo presenta como si lo estuviese viviendo. Por eso da preferencia a la historia de su Patria.

3. Visión Subjetiva del hecho histórico

Como el yo del historiador siempre está presente, todo se carga de subjetividad; se emociona ante los hechos y toma partida ante ellos.

4. Apoyo en Fuentes Documentales

Los juicios elaborados por el historiador deben ser propios pero partiendo de documentos reales; por eso deben ir a la fuente más cercana y no basarse en crónicas o relatos de segunda mano.

5. Estilo Poético

Como los románticos escribían con emoción, su estilo debía adaptarse a esa circunstancia. Por esta razón la prosa utilizada tenía un tono declamatorio, que perseguía conmover, convencer y lo hace mediante giros y figuras poéticas como: metáforas, exclamaciones, interrogaciones, símiles e imágenes de todo tipo.

Biografía de Juan Vicente González

Juan Vicente González es considerado el primer gran escritor romántico en prosa del siglo XIX que tuvo Venezuela. Nacido en Caracas el 28 de mayo de 1810, su pasado es bastante oscuro. Se desconoce quien fue su padre y su madre, ya que fue abandonado en la casa del Realista Francisco González, quien le da su apellido y lo protege. Las circunstancias de su nacimiento, le ocasionaron problemas en la Caracas de entonces. Esto fue motivo para que más adelante se formara en él cierto carácter inadaptado y resentido. Él mismo escribirá años más tarde: «Una mujer del pueblo formó mis entrañas, y una mujer que amaba al pobre, que era compañera del que sufría, cuidó de mis primeros años». Sus primeros estudios corrieron a cargo del presbítero José Alberto Espinosa, quien le protegió y orientó con sus consejos. Recibe el grado de Bachiller en 1828. Sus estudios universitarios contaron con la ayuda del Padre José Cecilio Ávila, a quien González años más tarde, rendirá encendido tributo de admiración y agradecimiento. En 1830 se gradúa de Licenciado en Filosofía. La primera doctrina religiosa que alumbró el camino de su fe, fue la cristiana. Interno en el presbiterio de los Neristas durante su infancia, realizó estudios de teología y sagrados cánones; pero por motivos que se ignoran, al final no coronó su carrera eclesiática. En 1836 casó con la señorita Josefa Rodil, virtuosa dama descendiente de una familia realista. Al matrimonio siguieron varios hijos: Juan Vicente, Jorge, Luis Eduardo e Isabel. De todos se distinguió el segundo, quien llegó a ser escritor y pedagogo de notables condiciones.

Desde la separación de Venezuela de la Unión Grancolombiana, en el año de 1830, González empieza a participar en la vida política del país. Son los días en que empiezan a aparecer los partidos políticos. González titubea: una vez será liberal y después abrazará definitivamente el bando conservador. Su vida transcurre en uno de los períodos más oscuros y turbulentos de la República. El mismo escribe: «Nacido un año después que Venezuela dio su grito de independencia, criado en medio de los furores de la Guerra a Muerte y el ruido de sus combates, crecido entre las tempestades que precedieron a su organización definitiva y a su breve edad de oro, testigo y actor de los últimos acontecimientos, pertenezco a todas sus épocas por algún punto, conozco sus hombres y las pasiones e intereses que los movieron».

En su educación literaria puede situársele dentro del romanticismo y ya a partir de 1830, había comenzado a leer a franceses como Lamartine, Chateaubriand, Michelet, Víctor Hugo, Alejandro Dumas y los españoles Espronada, Zorrilla y el Duque de Rivas
En 1840 figura entre los fundadores de «El Venezolano», periódico de corte liberal, al lado de Tomás Lander, Valentín Espinal, Urbaneja y Antonio Leocadio Guzmán. Pronto se distancia, sin embargo. Y cobra un odio feroz contra Guzmán, en torno al cual hará girar posteriormente toda su actuación pública. En 1846 funda “el Diario de la Tarde” con el que ataca la candidatura presidencial de Leocadio Guzmán. González resulta electo diputado, Durante este de 1846, González es el Jefe político del Cantón de Caracas, experimenta el placer de hacer prisionero a, Antonio Leocadio Guzmán, solicitado con urgencia por conspirador.

Cuando Monagas llega al poder, la situación política de González cambia. Su más encarnizado enemigo de ayer, humillado y por gracia de Monagas desterrado, después de haber sido condenado a muerte por el tribunal, aparece poco después en la dirección del Gobierno. Empieza para González su via-crucis. Sombras y tinieblas pueblan en las noches sus reflexiones. Los Monagas se perpetúan en el poder. Durante esa época acontece el asesinato del Congreso, el 24 de enero de 1848. Era para entonces González, diputado. Aun cuando al día siguiente cedió a las presiones de Monagas para empatar el hilo constitucional y asistió a la sesión convocada, con este acto selló su retiro de la vida política de aquel momento. Entonces se dedicó a la enseñanza. Ya no como simple catedrático, lo cual había sido habitual en él desde su egreso de la Universidad, sino como propietario de un nuevo colegio: «El Salvador del Mundo» Su esposa lo secunda en la honrosa empresa. En los bancos del colegio se forma una generación brillante: Eduardo Blanco, Pedro Arismendi Brito, Julio Calcaño, Rafael Villavicencio, Marco Antonio Saluzzo, Agustín Aveledo y su propio hijo Jorge González Rodil. Los estudios en «El Salvador del Mundo», de acuerdo con las exigencias de la época, adquirieron la mayor seriedad humanística. Los alumnos aprendían el latín y el griego, y los exámenes eran verdaderos acontecimientos sociales y literarios en aquella Caracas de reducidos contornos. Por esta época se da su mayor actividad literaria, estrictamente de corte heroico que, a partir de 1846 había comenzado bajo el nombre de mesenianas. También funge como biógrafo de figuras como Martín Tovar y José Félix Ribas.

En 1859 funda «El Heraldo». Su consigna es: «Contraer el solemne compromiso de refutar «El Patriota», «El Diario» y todo bicho guzmancista que alce golilla y la haga de escritor», y ataca en él a liberales y a paecistas por lo que en 1861 es encarcelado en las antiguas bóvedas de La Guaira. En diciembre del mismo año, es puesto en libertad, pero vuelve a caer preso en 1862 por idénticas razones.

Desde el 60 la guerra había encendido nuevamente sus hogueras. Los federales Zamora, Falcón y Guzmán Blanco serán los jefes del movimiento. González se mantiene entre los dos fuegos. Su honradez política le impedía plegarse sumisamente a Páez y sus convicciones ideológicas le empujaban a odiar a los federales. En 1864 funda el periódico “El Nacional” donde defiende el gobierno de Crisóstomo Falcón
Triunfante la Guerra Federal , González se refugia en las letras. Falcón, el caudillo de la revolución victoriosa, a su vez hombre de letras, lo acoge con respeto y deferencia. Juan Vicente González muere el 1 de Octubre de 1866 después de soportar una Gangrena y una Arterioesclerosis.

Obra Literaria

Entre los grandes proyectos que concibió Juan Vicente González como historiador, uno de los más importantes fue la de escribir una serie de biografías de los más ilustres venezolanos, que tradujeran las características más resaltantes de la época en que vivieron, desde la Colonia, pasando por la Independencia y la época que se inicia en 1830. La obra la titularía Historia del Poder Civil en Colombia y Venezuela. Sólo llegó a publicar las biografías de José Manuel Alegría (1856), José Cecilio Ávila (1858), Martín Tovar Ponce (s/f), y la de José Félix Ribas (s/f), considerada la más importante. Estas biografías las escribe en diversas épocas de su activa vida literaria.

En 1835, escribe sus “Epístolas Catalinarias sobre el 8 de julio” donde ataca y combate el caudillismo.

En 1841 escribe un Compendio de Gramática castellana En 1842, publica el poema “Mis Exequias a Bolívar” En 1843 Elementos de ortología castellana


Desde 1846 escribe Las Mesenianas las cuales desbordaban los sentimientos de su corazón. En estos pequeños poemas en prosa, el gran escritor Juan Vicente González describe con profunda tristeza sus impresiones de la Venezuela que tanto conoció y amó. El título de Mesenianas está tomado de las elegías que sobre Mesania, una región de Grecia, escribieron el abate francés Barthélemy y el poeta, también francés, Casimir Delavigne. Las elegías que integran la obra tratan de muy diversos temas, pero todas tienen en común la preocupación por lo venezolano, la exaltación de los valores patrios y el culto a los héroes; además, todas muestran la profunda tristeza con que el autor fue testigo de los conflictos que, en los últimos años de su vida, desgarraban a su patria. Juan Vicente González, el hombre que habla atacado tan furiosamente a sus enemigos en sus escritos, el apasionado periodista que utilizaba los peores insultos, narra con ternura y gran elevación poética la muerte de Andrés Bello o escribe, con semejantes características, la oración fúnebre de otro gran venezolano: el polifacético Fermín Toro.

En 1851 se publica el Análisis ideológico de los tiempos de la Conjugación castellana de Andrés Bello con notas explicativas de J.V. González. Ese mismo año traduce del latín el Arte poética de Horacio. Un Curso de literatura española, precedido de un ensayo sobre la literatura de la Edad Media, en 1852. El baile en Caracas, una sátira en versos (1854).Elementos de la Gramática latina, traducción del francés (1855)

En 1861, estando preso en las mazmorras de La Guaira, donde escribe Un Manual de Historia Universal, sin referencia de ningún tipo. También compone a su vez el Eco de las Bóvedas, una especie de canto a la situación bélica del país.

En 1863 publica por entregas la segunda parte de su Historia Universal.

En 1865 funda su famosa «Revista Literaria», escribe artículos de críticas y traduce a los grandes poetas universales. Es una de sus más grandes obras, y también la última. Allí aparecen sus primeros trabajos de corte ensayístico.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Selección de Capítulos de la novela María de Jorge Isaac


II

Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos guaduales; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U... ¡Los perfumes que aspiraba eran tan gratos, comparados con el de los vestidos lujosos de ella, el canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!

Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el mundo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al alma, empalidecidas por la memoria infiel.

Antes de ponerse el Sol, ya había yo visto blanquear sobre la sobre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme a ella contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones.

Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que me vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Oí un grito indefinible; era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: era el supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen.

Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se cubrió del más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos, aún al sonreír a mi primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.


III

A las ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río.

Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo.

Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó frente a mí.

Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción y sonreía con aquel su modo malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas: y se sonrojaba aquella a quien yo dirigía una palabra lisonjera o una mirada examinadora.

María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces que a su pesar se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y graciosamente imperativos, me mostraron sólo un instante el velado primor de su linda dentadura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado.

Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se descubría parte del corpiño y la falda, pues un pañolón de algodón fino, color de púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta, de blancura mate. Al volver las trenzas a la espalda, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, admiré el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina.

Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padrenuestro, y sus amos completamos la oración.

La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo.

María tomó en brazos al niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto.

Ya en el salón, mi padre, para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María, menos tímidas ya, querían observar qué efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la casa: su única ventana tenía por la parte de adentro la altura de una mesa cómoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenía trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y campanillas moradas del río. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas color de rosa; y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y un hermoso juego de baño completaban el ajuar.

—¡Qué bellas flores! —exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la mesa.

—María recordaba cuánto te agradaban —observó mi madre.

Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar aquella vez mi mirada.

—María —dije— va a guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.

—¿Es verdad? —respondió—; pues las repondré mañana.

¡Qué dulce era su acento!

—¿Tantas así hay?

—Muchísimas; se repondrán todos los días.

Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María, abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles, sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael.

XIV

Pasados tres días, al bajar; una tarde de la montaña, me pareció notar algún sobresalto en los semblantes de los criados con quienes tropecé en los corredores interiores. Mi hermana me refirió que María había sufrido un ataque nervioso; y al agregar que estaba aún sin sentido, procuró calmar cuanto le fue posible mi dolorosa ansiedad.

Olvidado de toda precaución, entré a la alcoba donde estaba María, y dominando el frenesí que me hubiera hecho estrecharla contra mi corazón para volverla a la vida, me acerqué desconcertado a su lecho. A los pies de éste se hallaba sentado mi padre: fijó en mí una de sus miradas intensas, y volviéndola después sobre María, parecía quererme hacer una reconvención al mostrármela. Mi madre estaba allí; pero no levantó la vista para buscarme, porque, sabedora de mi amor, me compadecía como sabe compadecer una buena madre en la mujer amada por su hijo, a su hijo mismo.

Permanecí inmóvil contemplándola, sin atreverme a averiguar cuál era su mal. Estaba como dormida: su rostro, cubierto de palidez mortal, se veía medio oculto por la cabellera descompuesta, en la cual se descubrían estrujadas las flores que yo le había dado en la mañana: la frente contraída revelaba un padecimiento insoportable, y un ligero sudor le humedecía las sienes: de los ojos cerrados habían tratado de brotar lágrimas que brillaban detenidas en las pestañas.

Comprendiendo mi padre todo mi sufrimiento, se puso en pie para retirarse; mas antes de salir se acercó al lecho, y tomando el pulso de María, dijo:

—Todo ha pasado. ¡Pobre niña! Es exactamente el mismo mal que padeció su madre.

El pecho de María se elevó lentamente como para formar un sollozo, y al volver a su natural estado exhaló sólo un suspiro. Salido que hubo mi padre, coloquéme a la cabecera del lecho, y olvidándome de mi madre y de Emma, que permanecían silenciosas, tomé de sobre el almohadón una de las manos de María, y la bañé en el torrente de mis lágrimas, hasta entonces contenido. Medía toda mi desgracia: era el mismo mal de su madre, que había muerto muy joven atacada de una epilepsia incurable. Esta idea se adueñó de todo mi ser para quebrantarlo.

Sentí algún movimiento en esa mano inerte, a la que mi aliento no podía volver el calor. María empezaba ya a respirar con más libertad, y sus labios parecían esforzarse en pronunciar alguna palabra. Movió la cabeza de un lado a otro, cual si tratara de deshacerse de un peso abrumador. Pasado un momento de reposo, balbució palabras ininteligibles, pero al fin se percibió entre ellas claramente mi nombre. En pie yo, devorándola mis miradas, tal vez oprimí demasiado entre mis manos las suyas, quizá mis labios la llamaron. Abrió lentamente los ojos, como heridos por una luz intensa, y los fijó en mí, haciendo esfuerzo para reconocerme. Medio incorporándose un instante después, «¿qué es?», me dijo apartándome; «¿qué me ha sucedido?», continuó, dirigiéndose a mi madre. Tratamos de tranquilizarla, y con un acento en que había algo de reconvención, que por entonces no pude explicarme, agregó: «¿Ya ves? Yo lo temía».

Quedó, después del acceso, adolorida y profundamente triste. Volví por la noche a verla, cuando la etiqueta establecida en tales casos por mi padre lo permitió. Al despedirme de ella, reteniéndome un instante la mano, «hasta mañana», me dijo y acentuó esta última palabra como solía hacerlo siempre que interrumpida nuestra conversación en alguna velada, quedaba deseando el día siguiente para que la concluyésemos.

XV

Cuando salí al corredor que conducía a mi cuarto, un cierzo impetuoso columpiaba los sauces del patio; y al acercarme al huerto, lo oí rasgarse en los sotos de naranjos, de donde se lanzaban las aves asustadas. Relámpagos débiles, semejantes al reflejo instantáneo de un broquel herido por el resplandor de una hoguera, parecían querer iluminar el fondo tenebroso del valle.

Recostado en una de las columnas del corredor, sin sentir la lluvia que me azotaba las sienes, pensaba en la enfermedad de María, sobre la cual había pronunciado mi padre tan terribles palabras. ¡Mis ojos querían volver a verla como en las noches silenciosas y serenas que acaso no volverían ya más!

No sé cuánto tiempo había pasado, cuando algo como el ala vibrante de un ave vino a rozar mi frente.

Miré hacia los bosques inmediatos para seguirla: era un ave negra.

Mi cuarto estaba frío; las rosas de la ventana temblaban como si se temiesen abandonadas a los rigores del tempestuoso viento: el florero contenía ya marchitos y desmayados los lirios que en la mañana había colocado en él María. En esto una ráfaga apagó de súbito la lámpara, y un trueno dejó oír por largo rato su creciente retumbo, como si fuese el de un carro gigante despeñado de las cumbres rocallosas de la sierra.

En medio de aquella naturaleza sollozante, mi alma tenía una triste serenidad.

Acababa de dar las doce el reloj del salón. Sentí pasos cerca de mi puerta y muy luego la voz de mi padre que me llamaba. «Levántate», me dijo tan pronto como le respondí, «María sigue mal».

El acceso había repetido. Después de un cuarto de hora hallábame percibido para marchar. Mi padre me hacía las últimas indicaciones sobre los nuevos síntomas de la enfermedad, mientras el negrito Juan Angel aquietaba mi caballo retinto, impaciente y asustadizo.

Monté; sus cascos herrados crujieron sobre el empedrado, y un instante después bajaba yo hacia las llanuras del valle buscando el sendero a la luz de algunos relámpagos lívidos... Iba en solicitud del doctor Mayn, que pasaba a la sazón una temporada de campo a tres leguas de nuestra hacienda.

La imagen de María, tal como la había visto en el lecho aquella tarde, al decirme ese «hasta mañana» que tal vez no llegaría, iba conmigo, y avivando mi impaciencia me hacía medir incesantemente la distancia que me separaba del término del viaje, impaciencia que la velocidad del caballo no era bastante a moderar.

Las llanuras empezaban a desaparecer, huyendo en sentido contrario a mi carrera, semejantes a mantos inmensos arrollados por el huracán. Los bosques que más cercanos creía, parecían alejarse cuando avanzaba hacia ellos. Sólo algún gemido del viento entre los higuerones y chiminangos sombríos, el resuello fatigoso del caballo y el choque de sus cascos en los pedernales que chispeaban interrumpían el silencio de la noche.

Algunas cabañas de Santa Elena quedaron a mi derecha, y poco después dejé de oír los ladridos de sus perros. Vacadas dormidas sobre el camino empezaban a hacerme moderar el paso.

La hermosa casa de los señores de M..., con su capilla blanca y sus bosques de ceibas, se divisaba en lejanía a los primeros rayos de la luna naciente, cual castillo cuyas torres y techumbres hubiese desmoronado el tiempo.

El Amaime baja crecido con las lluvias de la noche, y su estruendo me lo anunció mucho antes de que llegase yo a la orilla. A la luz de la Luna, que atravesando los follajes de las riberas iba a platear las ondas, pude ver cuánto había aumentado su raudal. Pero no era posible esperar: había hecho dos leguas en una hora, y aún era poco. Puse las espuelas en los ijares del caballo, que con las orejas tendidas hacia el fondo del río y resoplando sordamente parecía calcular la impetuosidad de las aguas que se azotaban a sus pies: sumergió en ellas las manos, y como sobrecogido por un terror invencible, retrocedió veloz girando sobre las patas. Le acaricié el cuello y las crines humedecidas y lo aguijoneé de nuevo para que se lanzase al río; entonces levantó las manos impacientado, pidiendo al mismo tiempo toda la rienda, que le abandoné, temeroso de haber errado el botadero2 de las crecientes. El subió por la ribera unas veinte varas, tomando la ladera de un peñasco; acercó la nariz a las espumas, y levantándola en seguida, se precipitó en la corriente. El agua lo cubrió casi todo, llegándome hasta las rodillas. Las olas se encresparon poco después alrededor de mi cintura. Con una mano le palmeaba el cuello al animal, única parte visible ya de su cuerpo, mientras con la otra trataba de hacerle describir más curva hacia arriba la línea de corte, porque de otro modo, perdida la parte baja de la ladera, era inaccesible por su altura y la fuerza de las aguas, que columpiaban guaduales desgajados. Había pasado el peligro. Me apeé para examinar las cinchas, de las cuales se había reventado una. El noble bruto se sacudió, y un instante después continué la marcha.

Luego que anduve un cuarto de legua, atravesé las ondas del Nima, humildes, diáfanas y tersas, que rodaban iluminadas hasta perderse en las sombras de bosques silenciosos. Dejé a la izquierda la pampa de Santa R., cuya casa, en medio de arboledas de ceibas y bajo el grupo de palmeras que elevan los follajes sobre su techo, semeja en las noches de luna la tienda de un rey oriental colgada de los árboles de un oasis.

Eran las dos de la madrugada cuando después de atravesar la villa de P..., me desmonté a la puerta de la casa en que vivía el médico.